sábado, 21 de noviembre de 2009

Tras la lectura, ¿qué?

Alguna vez me han preguntado: «¿qué haces cuando terminas de leer un libro?». Cuando a los dieciséis años tomé un libro por primera vez entre mis manos y disfruté con cada página y a cada minuto, no se me pasaba por la cabeza esta pregunta, puesto que nunca pensé en volver a acudir a un libro (es más, no hubiese acudido a ése que me salvó la vida de no ser por una triste situación que no pretendo relatar aquí). Era Cuatro gatos el título de aquella novela, la primera que leí por voluntad propia, sin obligación de ningún profesor, y que me sumergió en el mundo de la lectura. Si escuchaba a la gente hablar de sus lecturas, de cómo disfrutaba o qué aprovechaba de cada libro, yo pensaba que era exagerado deberle la vida a una historia bien contada, que para eso ya estaban las películas. Qué inocente era y qué equivocado estaba.

En una ocasión oí a un chico hablar del último libro que había leído, y no decía sino que había viajado junto al protagonista entre los árboles de una selva, que había vivido lo mismo que el personaje y se sentía como un náufrago al que rescatan después de mucho tiempo. Yo mientras tanto miraba asombrado a ese lector tan entusiasta que al cabo de los años comprendí. Decía que después de cada lectura pensaba en el personaje como en un familiar o un amigo, y no iba mal encaminado.

Marcel Proust, el gran escritor francés de principios del siglo XX y autor de la serie de siete novelas En busca del tiempo perdido, sentía un apego tal hacia la oscuridad y el silencio que en vacaciones, cuando sus padres se iban a dar su paseo matutino, se encerraba a leer y procuraba que nadie lo molestara. Se sumergía hasta tanta profundidad entre las letras, que una vez acabada la lectura se enfrentaba al insomnio porque deseaba que la historia continuase, y se acostaba en la cama a recordar los momentos vividos junto al personaje principal de la obra. La novela El castillo de Franz Kafka quedó inconclusa debido a la muerte del autor, pero una de sus ideas fundamentales era que la historia no terminara, que el lector, después de leerla, reflexionase y buscase sucesos que se hubiesen podido dar más adelante; era una forma de buscar la continuidad de la historia, modo similar al del Proust lector.

Mi caso es parecido. Amo la oscuridad y el silencio, me gusta sentarme en mi habitación iluminada sólo por la luz de mi lámpara de estudio y disfrutar de cada palabra. Cuando termino de leer un libro, además de sentir nostalgia al cerrarlo, respiro hondo, pienso en los momentos cruciales de la historia, en las citas que he recogido (suelo hacerlo con cada libro), en el personaje que más me ha gustado y, por último, cierro los ojos y noto como si el libro ya formase parte de mi cuerpo y de mi mente, aun a sabiendas de que para hacerlo completamente mío tendré que leerlo cien veces. Respirar después de leer un buen libro es como recuperarse de una carrera de mil metros lisos: relaja, vuelve la mente y el cuerpo al estado natural y deja la huella de haber ejercitado el cuerpo en la carrera y la mente en la lectura. Meses más tarde vuelvo a pensar en qué significó para mí ese libro y, a veces, siento tanta nostalgia que vuelvo a sus brazos como a los del mejor de los amigos.