La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.
San Juan de la Cruz
Después de la cena, saciado mi apetito, quise hablar conmigo mismo sobre aquella jornada, para así saber si la había aprovechado al máximo, exprimido hasta el último jugo, y como estaba solo y no quería gastar la voz con vivencias que ya conocía de primera mano, me senté ante la mesa, acerqué la silla, llené un vaso corto de güisqui con hielo y, tras tomar un sorbo, cogí la pluma. Estaba seca: el papel protestaba a su contacto y la cabeza de plata chirriaba con mi impulso, así que alargué la mano hacia la estantería. Proust, Galdós, Landero, Hierro, García Montero, Victor Hugo, García Márquez, Saramago y, por fin, un pequeño tarro de cristal lleno de tinta china en cuya etiqueta había un garabato en forma de pe. Con sumo cuidado, desenrosqué la tapa, desnudé el cuerpo de mi amiga e introduje su boca en el líquido. Ya faltaba poca tinta, el recipiente me había hecho ya larga compañía, pero aún cubría la cabeza completa, de manera que no resultó difícil girar la palanca para que el émbolo absorbiese lo que a su paso encontraba. Luego cerré el tarro, vestí a la doncella y regresé al trabajo; entonces comprobé que ya cedía a mis palabras y empezaba conmigo a recordar.
Parecía noche entrada, y sin embargo faltaba una hora para el amanecer. Era mayor la luz de los coches que la de las farolas, que se perdía antes de llegar al suelo. La oscuridad aún bañaba la calle, el cielo estaba nublado y la mañana tenía un aire triste: las nubes no permitían pasar un ápice de la claridad proporcionada por la salida inminente del sol. Crucé pasos de peatones, saludé a los conocidos, sonreí a una niña que iba al colegio con su madre, su chaquetón y su mochila, recorrí el itinerario que la rutina me había impuesto y llegué a la estación, donde tuve que esperar unos minutos sin saber que casi eran las nueve. El tren se retrasó, pero no me importó demasiado: sin enfadarme subí a bordo y encajé mis ojos en la lectura. Al llegar a mi destino descubrí que las nubes habían desaparecido y el sol deslumbraba.
Llegado a este punto, el hielo emitió un crujido que me devolvió a la realidad como si reclamara mi atención; para no dejarlo desatendido sorbí un poco más. De inmediato, quizás exhausto por tratar de reunir aquello que pretendía contarle a mi cuaderno, y también preocupado por la extensión de un asunto tan trivial, me concentré en lo que tenía entre manos. Decidí que ya era tarde para borrar las pisadas y al mismo tiempo reviví la sensación que había experimentado esa mañana y que me disponía a desarrollar por escrito.
Recordé, pues, que a mitad de camino entre el infierno y el cielo me topé de cara con un músico ambulante que utilizaba su guitarra y su canto para amenizar la calle. Era tan gastada su voz, tan improvisada la melodía que gobernada por cuatro acordes entonaba aquel artista, y era tan parecido a lo que yo querría expresar desde mi escritorio aquella misma noche, que no pude por menos de detenerme en seco ante él, seguir durante unos compases la letra que me era conocida, arrojar unas monedas a su sombrero y dedicarle un guiño a modo de saludo antes de irme. Y mientras pensaba en los artistas que hay esparcidos por la calle, sobre todo en algunas ciudades donde por cada rincón se escucha un estilo musical distinto, y reemprendía mi camino sin mirar a los que en el bar de enfrente maldecían a mi amigo, formulaba en mi interior el deseo de que todas las mañanas fuesen como aquella: el despertar de la ciudad con la guitarra y la voz rota del joven solitario a quien tan gustoso acompañé. Noté el sabor de mi saliva mezclado con el de la tinta y la cebada, y entonces descubrí que mi cabeza dejaba su peso sobre mi mano y el papel se había quedado en la mañana nublada. Me sentí como un colegial cuya hora de estudio entretiene el vuelo de una mosca.
Quería exprimir el tiempo y, en cambio, no había logrado ordenar mis ideas. Mientras formulaba mi deseo, no dejaba de pensar en ese asunto que, como una canción, quería reunir en pocas líneas, en tres minutos y dos estribillos. Pero sólo tuve valor suficiente para apurar el vaso y atender las llamadas que, pues eran las once de una noche de viernes, me habían de llevar de fiesta.