sábado, 20 de febrero de 2010

Los ochenta

Hace tiempo que no publico poesía, desde el poema que le dediqué a un libro durante una aburrida y egocéntrica conferencia de Fanny Rubio. Aunque he escrito más poesía desde entonces, no he publicado versos en este blog: tiempo habrá para ello. Pero ahora, pues esta entrada tiene más valor sentimental que poético y sé que no es poesía, me vais a permitir unos versos que hace cinco minutos he firmado.

Los ochenta

Ahora que te encuentro frente a frente,
delante de la estufa, que me enfado
por sentir mi tiempo desperdiciado
y no tener recuerdos del presente,

acuden mil momentos a mi mente,
vivencias todas de un mundo pasado:
los besos y las tardes que me has dado
y han hecho que mi infancia esté latente.

Farol que iluminabas mi camino
a través de las sendas del destino
y cubrías en noches de tormenta

mi miedo, siempre con un dulce cuento,
a ti, abuelo, te escribo muy contento
por ver que has alcanzado los ochenta.


Jorge Andreu.
20 de febrero de 2010.
Para mi abuelo,
octogenario después de una vida y muchos paseos.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Destello de sol sobre un lecho de cristal

—Papi, ¿cuándo llega el tren?

—Ya falta poco, cariño.

—Pero ¿cuándo?

—Cinco minutos.

—¿Y la hora?

Yo no recordaba haber sido en mi niñez tan exigente en mis preguntas, sobre todo si se trataba de algo de vital importancia y lo único que me decían al respecto era, lo sabrás cuando seas mayor, pero al ver a mi pequeña Laura, con sus ojos impacientes y su voz cantarina a la espera de ver satisfecha su necesidad con mi respuesta, descubrí en su mirada la súplica que un día reflejaban mis palabras. Abuela, decía yo, por qué no viene el tren, y ella respondía que tuviera paciencia; entonces tenía que ver mi cara de enfado, porque yo no preguntaba qué debía hacer, si esperar sentado o no, sino qué motivos retrasaban el tren que esperábamos en el banco rojo del subterráneo, lleno de agujeros decorativos y pintadas de rotulador hechas por alguien llamado «Jony». Más tarde, cuando ese banco no lo ocupaba nadie más que el estudiante que fui, sin otra compañía que las páginas impresas de mis libros, supe que aquel gamberro no sabía ni escribir bien su nombre y que el tren llegaría a la hora indicada en los carteles de la pared, y muchos años después, frente al mismo andén, mientras entretenía a mi hija también comprendí el valor de las preguntas y las respuestas. Así que ante el brillo celeste de mi Laura dije:

—Vendrá a las seis y cinco, según pone en el horario —y entonces ella se sentó a mi lado.

Laura era muy nerviosa. Siempre inquieta, alteraba a todos los niños de su alrededor, y hasta los profesores me lo habían comunicado: la profesora de religión acababa de decirme que no mostraba interés en sus clases. Claro. Mi hija tenía siete años y lo único que hacía en aquel momento era rezar por la llegada de un tren que la devolviese a la libertad de su salón, sus galletas, su leche, sus dibujos animados y el cariño de su madre en el sofá. De modo que, como si fuese un aleluya, gritó:

—¡Ya viene!

—Vámonos —respondí animoso mientras le tendía la mano y la conducía hasta el borde de la puerta. Después de subir a bordo y buscar plazas disponibles, ocupamos dos asientos al lado de un joven que oía música con la vista fija en la ventana y una expresión triste en su rostro. Me sonrió, no obstante.

Al emprender la marcha, el tren salió al aire libre y se situó a la izquierda de la autopista que cientos de coches cruzaban en ambas direcciones. Laura pegó sus manos y su cara al cristal y allí permaneció distraída durante todo el trayecto de vuelta a casa: miró el vaivén de las olas, allende la calzada, las dunas llenas de hierba y la arena seca de la playa; disfrutó con los últimos destellos del sol, que contra el cristal del vagón chocaban; leyó una a una las vallas publicitarias que encontramos en el camino, para así enseñarle al mundo, orgullosa, que había aprendido a leer. Mientras tanto, de su boca escapaba en forma de silbido una melodía que sólo tenía la intención de exponer ante los viajeros su nueva habilidad, y no se cansaba de formular preguntas sobre si me gustaban sus artes, a lo que yo, sin el pudor del que gocé en mi adolescencia, respondía a voz en grito que por eso era una chica muy especial, que siempre tendría algo nuevo que mostrar a la gente, ante lo cual ella se ponía tan feliz que en sus ojos se reflejaba la ilusión de ser una estrella, ese afán que tarde o temprano muestra la mirada de los niños. Aquellos gestos se parecían tanto a los del alma inocente que aún habitaba mis entrañas, y era tanta la similitud con el niño tímido que acompañaba a su abuela en los viajes, que ni yo mismo, embebecido en la pureza de sus trenzas, me percaté del anuncio de la próxima parada.

—¿Sabes cuántas nos quedan? —pregunté. Y lo sabía.

El revisor, con su chaqueta y su corbata, nos firmó los billetes como un famoso que cansado de sus seguidores se ve obligado a firmar autógrafos; a sabiendas de que no respondería, agradecí su atención y guardé los billetes en el bolsillo del abrigo. Luego volví la vista hacia el cristal y contemplé cómo el sol de invierno terminaba de caer al fondo del telón y dejaba paso al rescoldo de una tarde luminosa. Esa tenue luz, aunque sabía que no llegaría a verlo, pronto sería sustituida por la oscuridad, y la luna tomaría un baño en las aguas, ya lejanas, de mi juventud.

La voz de la máquina emitió el nuevo aviso. Al detenerse el tren, Laura y yo pusimos pie en tierra, ella llorando porque quería seguir el viaje, yo feliz de reconocer en su llanto las huellas del pasado. Era tarde caída cuando entré en casa, besé a mi mujer y preparé un café para mí y un vaso de leche con galletas para mi futura estrella.


Jorge Andreu

lunes, 8 de febrero de 2010

Una soledad sonora

La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

San Juan de la Cruz


Después de la cena, saciado mi apetito, quise hablar conmigo mismo sobre aquella jornada, para así saber si la había aprovechado al máximo, exprimido hasta el último jugo, y como estaba solo y no quería gastar la voz con vivencias que ya conocía de primera mano, me senté ante la mesa, acerqué la silla, llené un vaso corto de güisqui con hielo y, tras tomar un sorbo, cogí la pluma. Estaba seca: el papel protestaba a su contacto y la cabeza de plata chirriaba con mi impulso, así que alargué la mano hacia la estantería. Proust, Galdós, Landero, Hierro, García Montero, Victor Hugo, García Márquez, Saramago y, por fin, un pequeño tarro de cristal lleno de tinta china en cuya etiqueta había un garabato en forma de pe. Con sumo cuidado, desenrosqué la tapa, desnudé el cuerpo de mi amiga e introduje su boca en el líquido. Ya faltaba poca tinta, el recipiente me había hecho ya larga compañía, pero aún cubría la cabeza completa, de manera que no resultó difícil girar la palanca para que el émbolo absorbiese lo que a su paso encontraba. Luego cerré el tarro, vestí a la doncella y regresé al trabajo; entonces comprobé que ya cedía a mis palabras y empezaba conmigo a recordar.

Parecía noche entrada, y sin embargo faltaba una hora para el amanecer. Era mayor la luz de los coches que la de las farolas, que se perdía antes de llegar al suelo. La oscuridad aún bañaba la calle, el cielo estaba nublado y la mañana tenía un aire triste: las nubes no permitían pasar un ápice de la claridad proporcionada por la salida inminente del sol. Crucé pasos de peatones, saludé a los conocidos, sonreí a una niña que iba al colegio con su madre, su chaquetón y su mochila, recorrí el itinerario que la rutina me había impuesto y llegué a la estación, donde tuve que esperar unos minutos sin saber que casi eran las nueve. El tren se retrasó, pero no me importó demasiado: sin enfadarme subí a bordo y encajé mis ojos en la lectura. Al llegar a mi destino descubrí que las nubes habían desaparecido y el sol deslumbraba.

Llegado a este punto, el hielo emitió un crujido que me devolvió a la realidad como si reclamara mi atención; para no dejarlo desatendido sorbí un poco más. De inmediato, quizás exhausto por tratar de reunir aquello que pretendía contarle a mi cuaderno, y también preocupado por la extensión de un asunto tan trivial, me concentré en lo que tenía entre manos. Decidí que ya era tarde para borrar las pisadas y al mismo tiempo reviví la sensación que había experimentado esa mañana y que me disponía a desarrollar por escrito.

Recordé, pues, que a mitad de camino entre el infierno y el cielo me topé de cara con un músico ambulante que utilizaba su guitarra y su canto para amenizar la calle. Era tan gastada su voz, tan improvisada la melodía que gobernada por cuatro acordes entonaba aquel artista, y era tan parecido a lo que yo querría expresar desde mi escritorio aquella misma noche, que no pude por menos de detenerme en seco ante él, seguir durante unos compases la letra que me era conocida, arrojar unas monedas a su sombrero y dedicarle un guiño a modo de saludo antes de irme. Y mientras pensaba en los artistas que hay esparcidos por la calle, sobre todo en algunas ciudades donde por cada rincón se escucha un estilo musical distinto, y reemprendía mi camino sin mirar a los que en el bar de enfrente maldecían a mi amigo, formulaba en mi interior el deseo de que todas las mañanas fuesen como aquella: el despertar de la ciudad con la guitarra y la voz rota del joven solitario a quien tan gustoso acompañé. Noté el sabor de mi saliva mezclado con el de la tinta y la cebada, y entonces descubrí que mi cabeza dejaba su peso sobre mi mano y el papel se había quedado en la mañana nublada. Me sentí como un colegial cuya hora de estudio entretiene el vuelo de una mosca.

Quería exprimir el tiempo y, en cambio, no había logrado ordenar mis ideas. Mientras formulaba mi deseo, no dejaba de pensar en ese asunto que, como una canción, quería reunir en pocas líneas, en tres minutos y dos estribillos. Pero sólo tuve valor suficiente para apurar el vaso y atender las llamadas que, pues eran las once de una noche de viernes, me habían de llevar de fiesta.