jueves, 14 de octubre de 2010

Una chica apoyada en la barra

Tus ojos son enigmas desde lejos.
¿Serán, cuando te acercas, transparentes?
Ven, déjame que te clave los dientes
a ver si surgen besos de reflejos.

Tu cuerpo se menea sin complejos
esperando tus tostadas calientes.
Detrás de tu figura esbelta sientes
el frío de los ojos más añejos.

Me miras. Yo te escribo —soy sincero—
sin quitar la mirada de tu brillo,
y no sé qué respuesta de ti espero.

No guardes tu sonrisa en el bolsillo,
que yo con este acoso sólo quiero
emblanquecer mi papel amarillo


Jorge Andreu
13 octubre de 2010

Cádiz, cafetería de la facultad de Filosofía y Letras.
A unos ojos lejanos apoyados en la barra.

lunes, 4 de octubre de 2010

Coincidencias de la memoria

Desde hace una semana, la hora del almuerzo se ha convertido en un momento de intimidad lírica en que, sentado en mi oficina, esa mesa al aire libre, de madera y pintarrajeada con grafitis, a la cual llaman merendero, devoro una manzana o una ensalada y una novela al mismo tiempo. Luego bebo un trago de agua, respiro el aire fresco de los árboles, saludo a mis amigas voladoras que vienen a hacerme una visita, concentro mi bolígrafo en la libreta y, para olvidarme de la realidad, me sumerjo en las mentiras que la tinta exige en el papel. A veces escribo versos sueltos a fin de construir un poema de esos trozos inmediatos del destino; a veces, en cambio, esbozo la estructura narrativa de un relato, como si edificara esa librería que tanto he soñado en noches interminables, sin detenerme a pensar que, claro, para levantar un negocio así antes hacen falta muchas cosas, una licencia de apertura, un local o un mostrador donde colocar una caja registradora. Con una caja registradora… ¡qué no haría yo con una de ésas!

Esta tarde me embargó una emoción antes vivida desde lejos, hoy como una ensoñación. Recuerdo una fila de niños que caminaban agarrados de la mano calle abajo, encabezado el grupo por una profesora guapa y sonriente. Esta vez, la profesora era mayor, pero en su tono de voz se adivinaba la vocación de la enseñanza que en ocasiones desaparece al tratar a niños difíciles. En sus llamadas había tanta alegría contenida, que hasta yo quisiera haber vuelto a los tiempos de mi educación preescolar.

Decía, pues, que a la hora del almuerzo, como en un delirio se avivaron algunos recuerdos de mi infancia. Una pareja feliz, con mochilas de dibujos animados y chándal de colegio privado, se acercó a mi mesa y, pese a ver que en mi cara no había más de veinte años, el chico preguntó si se podían sentar —señor, dijo, eso es lo que me encendió—. Yo asentí, les hice un hueco y continué con mi fantasía. Leía en ese momento —no escribía— una novela de Josefina R. Aldecoa, y al ver el volumen amarillo, ajado por el uso continuo de lectores de biblioteca pública, dijo el niño:

—¿A usted le gusta leer? —había en su acento un dejillo que me señalaba que no era de aquí.

—Claro. A todo el mundo debería gustarle.

—A mí también.

Se hizo un silencio largo.

—Éste —señalé mi libro— trata de una maestra parecida a la vuestra. Los niños la hacían tan feliz que decidió dedicarse a la enseñanza.

—Nuestra profe es muy buena. Nos da conguitos cuando nos portamos bien.

Sonreí. El niño desvió la conversación y me presentó a su amiga.

—Ella es Virginia, nos vamos a casar.

Era una muñequita rosada y tímida que escondía su sonrisa tras su mano derecha, blanca, pequeña, con una alianza de goma rosa como si fuese su anillo de compromiso. Tenía los ojos brillantes y el pelo castaño, rizado, recogido en una cola, y una mancha de chocolate asomaba en la comisura izquierda de su boca, entre sus dedos de porcelana.

—Vaya, qué bien. ¿Y os vais a querer siempre?

—Siempre. Mucho, mucho.

Y entonces ella despertó al niño que fui, cuando estas palabras escaparon como indecisos silbidos de su boca:

—Pero nunca nos besaremos porque me da asco la saliva de otro.

Hizo una mueca y yo no pude dejar de sonreír. Al poco tiempo, la profe los llamó y ellos se despidieron de mí como si ya me considerasen un amigo. Claro que compartíamos algo: cuando era pequeño, no quería tener pareja porque me repudiaba dar besos en la boca. Alguien me dijo una vez: cuando des el primero, no querrás parar. Y, en efecto, ahora extraño los besos de una rubia guapísima y lejana con quien me comunicaré por teléfono dentro de un rato.

Volví, pues, a intentar la lectura de ese texto hermoso, ahora guardado en mi mochila, pero otro recuerdo me sacó de mis casillas. Y digo bien, porque un muchacho de unos quince años me devolvió a la realidad lanzando insultos a un pobre conductor de motocicleta. Lo vi desde lejos y hasta mí llegaban sus palabras de macarra sin uso racional del lenguaje. Y pensar que estuve a punto de convertirme en uno de esos…

En fin, se me hacía tarde, de modo que aproveché la ocasión para guardar mis cosas, cargarlas al hombro y emprender el camino, acompañado de mi cojera ocasionada por el dolor de una periostitis, rumbo a un lugar donde la música se funde con un vaso. De plástico, claro, pero no me importó: necesitaba aquel café antes de entrar en clase.


Jorge Andreu
4 de octubre de 2010