lunes, 28 de febrero de 2011

Memorias de Viena (II)

LUNES

Decía ayer que nos miraban con una mueca extraña porque desayunábamos como si no hubiésemos dormido, y en parte así era. El lunes fue otro golpe.

A decir verdad, creo que la aventura del lunes es la más difusa de mi memoria. Ocupamos el día en lamentarnos de sueño y conocer la Figarohaus y la catedral, una de las imágenes más hermosas de todo el viaje. A lo largo de las visitas, con una especie de teléfono móvil en el oído, una guía nos explicó los más mínimos detalles de la vida de Mozart en su casa y, en la catedral, de los retablos, la pila bautismal y el órgano. Fue impresionante escuchar al cura interpretar, en una ligera, espontánea lectura, una tocata y fuga de Bach en aquel monumental cuerpo de tubos.

Uno de los aspectos que más me han gustado de la ciudad de Viena es la impresión que me causaban las tabernas. Esa tarde, o esa mañana —porque el almuerzo es a las 12 del mediodía—, fuimos a un lugar que nos habían recomendado, en cuya puerta aguardamos un buen rato como si esperásemos a entrar en un pequeño cuchitril. Tuvimos que bajar unos cincuenta escalones por varios corredores que me causaban muy mala sensación, como si al fondo nos esperasen dos o tres cucarachas en salsa con patatas. Pero, ¡ay!, cómo se encenderían mis ojos cuando al girar en el último escalón me encontré con una taberna enorme, de madera, con cientos de asientos y unos arcos que nos protegían de la superficie. Sí: la taberna estaba bajo tierra, lo cual daba un ambiente acogedor. Los cinco chicos con ojeras y ganas de fiesta ocupamos una mesa juntos. Un camarero rubio y antipático nos sirvió un plato de estofado de buey con patatas cocidas y una buena cerveza, con un vaso de más que luego ocupó una mochila a fin de tener soportes para el licor de la noche. No voy a decir que la comida estaba deliciosa, pero se dejaba comer: lo que sí estaba para escribirle un poema era la bebida, densa, sabrosa como ella misma.


Por la tarde, mientras unos subían a una torre de la catedral, otros subimos a la torre alta, 343 escalones en una escalera de caracol que nos dejó sin aliento, porque cuando llegamos arriba lo único que encontramos fueron tres o cuatro ventanas con rejas y una tienda donde todo costaba una fortuna. Después, como muchos querían bajar a las catacumbas y algunos teníamos ganas de un buen café, fuimos un pequeño grupo a una cafetería. El ambiente es muy distinto al de las cafeterías gaditanas: allí la gente va enchaquetada y hablan de lo divino y lo humano desde los 16 hasta los 70 años; muchos llevan una libreta donde anotan ideas, otros muchos van solos y se dedican a observar por la ventana. Nosotros mantuvimos una estupenda conversación sobre lo que habíamos visto. Fue delicioso. Y caro, por cierto.

Sin embargo, para contrarrestar el precio del café, esa noche fuimos a un concierto de la filarmónica de Viena en la Musikverain por cinco euros. Algunos estuvimos al fondo de pie, y como veíamos que la gente se sentaba, hicimos lo propio. Dos horas de concierto, por muy fantástico que sea, después de una larga caminata de todo el día y una noche difícil, costaba sobrellevarlas de pie. Aunque sentado y dolorido, gracias a Brahms descubrí un mundo diferente.

La mezcla de Brahms, la catedral y sus escaleras, los manuscritos de Mozart, uno de ellos manchado de café, desembocó en una amistosa cena entre los pocos mayores de edad del viaje, con unas cervezas y una larga conversación. Al regreso, la noche nos acogió de nuevo en la habitación y entonces llegó la segunda sesión de sueño atrasado. De esa noche no recuerdo mucho: sólo que dormí menos. Me acuerdo mejor del despertador de Juan Carlos y del sabor confuso del desayuno, y se me hace una sonrisa burlona que no puedo evitar. Y por supuesto, también me acuerdo de las caras al día siguiente, nuevos poemas visuales que empezaban a rasgar los tejidos del tiempo. Así llegaríamos el viernes por la tarde, como veréis.

domingo, 27 de febrero de 2011

Memorias de Viena (I)

INTRODUCCIÓN

No recordaba que la nostalgia tuviese un sabor tan agridulce. Acabo de salir de la ducha y el suelo solamente húmedo me ha traído a la memoria los charcos del albergue, donde el agua mojaba más el cuarto de baño que mi cuerpo. Mi propósito con este texto no es sino salpicar de recuerdos el papel, pues no podría derramar paso a paso el camino que emprendí desde que a las 14.25 tomara el vuelo de ida en dirección a Viena, el primer vuelo de mi vida y mi primera salida al extranjero. Así que intentaré salpicar en la medida de lo posible mis impresiones y vivencias sobre este papel, que ahora se me antoja amargo sin tener un güisqui entre las manos. Trataré de llenarlo de sobriedad.

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DOMINGO

Yo tenía una habitación en Viena. A punto estuve de dejarla pasar, pero gracias a una persona muy importante que hizo encaje de bolillos por mí y por un compañero, llegué a ocupar la cama número 6, componente inferior de una litera que me causó un sobresalto al verla. Una vez me caí de cabeza de una de esas y desde entonces tengo miedo a las alturas. No sé ni cómo subí a la torre de la catedral. Pues bien, esa cama, la de abajo, es la que ocupé y vestí con un trabajo monumental, como todos mis compañeros. Era más fácil cubrirse con una chaqueta y levantarse con la garganta rota cuando íbamos de camping.

En fin, tal día como hoy me desperté demasiado tranquilo y terminé de preparar mi equipaje para irme al aeropuerto. Mis padres me llevaron y allí me encontré con mis amigos del conservatorio, todos inquietos, todos de buen humor. Daba gusto ver aquellas caras que luego besaría y abrazaría con el peso del ron y la cerveza sobre mi espalda. Saludé a mis profesoras e intercambié cinco minutos de inquietudes con mis padres: si el movimiento del avión se notaba, si mareaban las turbulencias, si era posible perder el control allí arriba. Si tuviese la fe que algunos tienen en el cielo, todo habría sido diferente. Pero me alegro de que fuese así. No me mareé en absoluto: fue como la primera vez que monté en la noria, cuando el primer cosquilleo de mi vientre se acentuó poco a poco hasta llegar al pecho, y entonces supe que estaba enamorado. En el avión supe que las alturas no me darían tanto miedo, en la noria había logrado vencer el vértigo de un beso.

Durante una hora y media, Zinemann me enseñó la interpretación de Burt Lancaster y Frank Sinatra en mi ordenador, mientras que mi compañero visionaba una serie humorística de televisión. Al fondo del avión se escuchaba el griterío del resto de compañeros. Nosotros íbamos por libre, porque nuestra economía había crujido en el momento en que propusieron el precio final del viaje y tuvimos que buscarnos una oferta diferente, una oferta que trajo sus consecuencias, como veréis cuando hable del viernes.

Después de un suave aterrizaje, pisé tierras extranjeras y sentí el frío vienés, tan diferente al de Cádiz y tan placentero. Me abroché la chaqueta y alcé el cuello a lo Humphrey Bogart. Recogimos las maletas y subimos a un autobús que nos trasladó al albergue, donde adivinamos que la seguridad se puede burlar como en todas partes y que el ron haría de las suyas entre aquellos pasillos.

La noche había llegado y era lícito salir de las paredes para ver nuevas libertades: así emprendí un recorrido frío y emocionante por la ciudad. Os enseñaré fotos del momento cuando las tenga. Recuerdo una imagen que me torció el corazón: el ayuntamiento de Viena, iluminado y con una enorme pista de hielo ante él, por la cual se paseaban los vieneses con la parsimonia de quien está acostumbrado a semejante temperatura. Recuerdo un momento especial: el teatro donde se encuentran grabados los nombres de los grandes literatos de la historia, entre los cuales está Calderón de la Barca. Recuerdo un lugar apetecible: el café Landtmann, que deseaba conocer desde que leí la última novela de mi profesor Manuel Ramos y que sólo vi desde fuera. Recuerdo un momento de tensión: entramos en una iglesia, entre cuyas paredes se respiraba el gregoriano y entre cuyas columnas brillaban la soledad y los murmullos de gente invisible. Recuerdo un Starbucks al que no entré en toda la semana. Recuerdo unas ruinas romanas. Recuerdo muchas fotos y muchos abrazos por la calle. Recuerdo a Johnny Depp en el McDonald’s y la conversación entre las hamburguesas, pedidas, por cierto, en español porque nos había atendido una guapísima japonesa con mayor facilidad que nosotros para los idiomas. Recuerdo la vuelta, muertos de frío y con ganas de calentarnos con una hermosa botella guardada en una mochila.

Aquella noche fue la primera que no dormí, la primera de tantas. Bebimos ron, cantamos sin guitarras, contamos chistes. Empecé, pues, a conocer a mis compañeros de conservatorio fuera de las clases, y descubrí que eran marchosos como ellos mismos y encantadores como una mirada cálida. Creo recordar que nos fuimos a dormir porque se había acabado la botella de Brugal, que dormimos un par de horas y que a la mañana siguiente todos nos miraban de un modo extraño. Nosotros sólo reíamos. Y éramos tan felices con nuestra resaca…

miércoles, 16 de febrero de 2011

Coche 5. Plaza 239. Ventanilla.

Me duelen los cojones del alma. Apenas he comido en todo el día: desayuné a las diez de la mañana y luego me he tragado un marrón tras otro hasta que a eso de las siete he almorzado un café moca y una señora magdalena con pepitas de chocolate. Pero no adelantemos acontecimientos. Tengo que contaros algo y como siempre, es mejor empezar por el principio.

Esta mañana me he levantado aliviado aunque con varias horas de sueño atrasado, pero ahora que voy en el tren de regreso desde Sevilla, me duele el cuerpo como si me hubiesen obligado a pedalear rumbo a Cádiz.

Salí a la hora del almuerzo de una reunión sobre mi viaje a Grecia y fui a la estación de tren, donde una amable señora me ofreció un horario de cercanías. Compré el billete y me senté a leer en tanto que anunciaban la próxima salida. Al entrar en el vagón, busqué un asiento apartado y lo ocupé con la intención de sacar mi ordenador y ver el principio de Sonrisas y lágrimas (para recordar las secuencias la semana próxima mientras recorra las calles de Viena), pero toda una clase de instituto entró en el tren en la siguiente parada, de manera que preferí guardar el ordenador y continuar con la lectura. Decisión personal, tan sólo eso.

Cuando llegué a la estación de destino, me resguardé de la lluvia bajo un techo hasta que a las tres y media de la tarde llegó el tren de media distancia. Me hicieron cambiar dos veces de asiento, pues no tenía plaza reservada. Entre mudanzas, visualicé una magnífica película titulada Doce hombres sin piedad, en la que Henry Fonda me proporcionó una hora y media de evasión. De inmediato una máquina con voz femenina anunció la llegada a San Bernardo, en Sevilla, y bajé. Aquí comenzó mi aventura.

No llovía, pero algo se me venía encima, estaba seguro. Tomé un autobús que me dejó en la puerta de una residencia de estudiantes. Me habían avisado, pero el ser humano es incapaz de ver más allá de las paredes. Cuando estaba a punto de acceder al hall principal, un guardia de seguridad que pertenece a una raza conocida en mi pueblo como hijos de una señora cuya profesión es altamente elogiable y por desgracia mal considerada, me esperaba escondido detrás de una pequeña muralla con un cigarrillo encendido en la mano y una falsa sonrisa en la boca. Me preguntó el motivo de mi asistencia, como si por mi aspecto no pudiese acceder al habitáculo de los pijos, de cuyo nombre no quisiera acordarme y en cuya lista de huéspedes se encuentra mi pareja, aunque no hable el mismo idioma que aquellos que gustan de jugar al pádel con un polo de noventa euros cubierto por un jersey con un cocodrilo cosido en el pecho. Eché, pues, mano del teléfono móvil —¡maldito aparato!— e hice que mi musa bajase a recibirme para dar una vuelta, puesto que de lo contrario nos hubiesen tenido más controlados que en una cárcel. La lluvia asomaba en la esquina del callejón, como la gatita presumida.

Caminamos, después de tomar otro autobús, por una avenida en busca de un quiosco que nos vendiese algo de comer, y como no lo encontramos, visitamos una parte del paraíso: un Starbucks cercano a la hermosa catedral sevillana que tantos sueños me ha quitado. El paréntesis de entonces es la mitad de lo bueno que he vivido esta tarde: Mozart de fondo, una magdalena enorme cuya pronunciación en inglés no consigo articular, un café moca y una línea de wifi que pedíamos a gritos para ver la hora del último tren. Pensé en un hostal, pero soy un estudiante que aún no disfruta de su beca.

Probamos a suertes de nuevo en la residencia. De vuelta pasamos por un centro comercial y entramos para comprobar la disponibilidad de un artículo de informática. Sólo para ver su precio. No tardamos ni cinco minutos en salir. El guarda de seguridad me miró como si me hubiese metido algún artículo en el bolsillo. Lo único que hubiese comprado era un libro, y ya había pasado antes por Casa del Libro: prefiero comprar —que no robar¬— en otra habitación del paraíso, y no en aquel centro comercial. En fin, tendré que conformarme con parecer un macarra a los ojos de los seguretas.

Otro autobús de vuelta, esta vez liberados un poco de la lluvia. Empezaba a dolerme un riñón por el desembolso de las horas. Llegamos a la residencia y de nuevo nos topamos con el simpático guardián del pijerío, el Cancerberosea, y una vez visto que no habría manera de persuadirlo para entrar sin dejar mi firma en el papel de las visitas, tuvimos que dar nuestros datos. Dos de los apellidos se escriben con tilde, pero, ¡ay!, eso él lo pasó por alto. Mi visita no. Pero la grafía sí.

Hacemos lo posible por comprar el billete de vuelta vía internet, pero aunque aún no había llegado la última hora, Renfe nos lo impide. La web funciona en los momentos menos adecuados. Un día redondo, quizás. Hablamos durante media hora y luego empieza mi regreso.

Al salir del ascensor, me di cuenta de que el portero no estaba en recepción. Tampoco fumaba en la puerta. Hubiese sido una buena oportunidad de entrar sin ser visto, pero el azar es caprichoso. Esperé, pues no tenía más remedio, que llegara. Pedí el papel para firmar y así confirmar mi despedida, y entonces tuve una idea que no sirve de mucho pero que a uno le sube un poco la moral: hice mi garabato y con una intensidad ligeramente mayor al trazo anterior, dibujé dos grandes tildes sobre los apellidos, dos tildes acentuadas como las dos bofetadas que se hubiera llevado de no haberme convertido a día de hoy en lector civilizado. Aunque a pequeña escala, fue una especie de venganza. Le dije al devolverle el papel: “¿Sabes qué? A los filólogos nos matan más que el tabaco”. No sé si me entendió, pero no me importa: al menos me desahogué.

He tenido que asistir a la incompetencia de la secretaría de mi facultad esta mañana y a la excesiva competencia de un guarda de seguridad. Podía haber sido al revés y esta mañana quizá me hubiese dado tiempo a repasar la pieza que debo interpretar mañana. Suerte que aún queda un día para la audición, porque de lo contrario el sueño de amor se hubiese convertido en un martirio y hasta al pobre Liszt le hubiesen chirriado los oídos bajo la tumba.

Lo único bueno de esta tarde ha sido la compañía, y era la finalidad de mi viaje. Puedo decir que, en cierto modo, he empezado y finalizado un trayecto. Espero que el de Viena no sea igual. Ojalá pudiese llevarme la misma compañía para disfrutar juntos de un café vienés en lugar de un moca angustiado.

Una experiencia más del destino. O como se diría en el lenguaje tabernario que tan buen regusto a cerveza me deja en el paladar: un día de mierda.

El que firma esta entrada, por cierto, no se parece tanto a mí. Viaja en el asiento número 239, lee un libro electrónico y huele a sudor. Yo ocupo la plaza 241 aunque mi billete diga lo contrario, tengo la ventana como la libertad al alcance de mi mano derecha y siento el rugido de mis tripas.


Jorge Andreu
(Perdón por la extensión. El revisor me mira por encima de sus gafas.
¿Pensará que he atracado la taquilla para no pagar mi billete?)

martes, 8 de febrero de 2011

Preguntas (I)

Un paraíso de papel manchado.
Café con sacarina.
Lectores sumergidos en apuntes,
exámenes parciales, nicotina
en los labios nerviosos,
deseos de respuestas corregidas.
La métrica, la prosa. El desayuno.

¿Será así la poesía?


Jorge Andreu
Cádiz, cafetería de la facultad de Filosofía y Letras.
8 de febrero de 2011

jueves, 3 de febrero de 2011

Concurso de PriceMinister

Tras mi última visita al blog de Carmen no he podido evitar esta entrada, porque el concurso de PriceMinister me ha parecido una buena oportunidad de hacerme con un libro que deseaba leer desde hace ya tiempo. Voy a dedicar la entrada, pues, a un escritor del que sólo he leído una novela pero que sirvió para incluirlo en mi lista de pendientes. Tengo en una lista el nombre de aquellos autores de los cuales he leído sólo una obra y me ha encantado: en este caso, hablo de Juan Marsé, quien con su novela Rabos de lagartija me hizo pasar un buen par de semanas este último verano.

PriceMinister ofrece ocho títulos, de los cuales cada participante podrá escoger uno por participar en el concurso. Si queréis más información sobre cómo participar, visitad esta página. Los títulos son los siguientes:

—Haruki Murakami: De qué hablo cuando hablo de correr.
—Roberto Bolaño: Los detectives salvajes.
—Juan Marsé: Últimas tardes con Teresa.
—Salman Rushdie: La encantadora de Florencia.
—Charlaine Harris: Una pizca de muerte.
—Vasili Grossman: Vida y destino.
—Philip Roth: El animal moribundo.
—Javier Sierra: La ruta prohibida.

Por otra parte, el autor cuya reseña sea seleccionada ganará un Ipad. Yo por ahora me conformo con escoger el libro. Hay uno que he leído y tres que me interesan. De esos tres voy a escoger Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, que según tengo entendido es una de las mejores del escritor catalán merecedor, sin duda, del premio Cervantes, y además, es una novela que fue galardonada con el Premio Biblioteca Breve, que siempre me ha interesado. No me lo pensaré dos veces.

Otro de los requisitos para participar en el concurso es colocar un enlace a una de sus secciones: yo os voy a dirigir a la de poesía, porque creo que hay que leer más poesía, un género que se considera difícil pero que lo es tanto como una buena novela, y que en ocasiones acompaña mejor nuestros viajes y explica nuestra existencia más que otros libros.


Este es el libro que me gustaría leer próximamente: Caligrafía de los sueños, la última novela de Juan Marsé, que muy pronto publicará la editorial Lumen y cuyo título me parece interesante. Según leí cuando me llegó la noticia de su publicación, es una novela sobre la relación entre un hombre cincuentón llamado Alonso que empieza buscando los servicios de la señora Mir, masajista. Vicky Mir vive con su hija Violeta, una chica cuyas caderas son objeto de atención cuando pasea por las calles. El señor Alonso y Vicky se van a vivir juntos, pero en una ocasión la mujer intenta un suicidio que no consigue y el hombre desaparece. Todo esto lo cuenta un joven que no puede dar clases de piano porque sus padres no se las pagan y que se dedica a escribir su primer relato, sentado y atento en el bar de la señora Paquita.

Desconozco cuánto tendrá de valor este libro. La historia me parece atractiva, pero más aún el hecho de que el narrador sea un joven que se sienta en un bar a ver pasar la vida mientras mueve los dedos sobre la mesa como si tocase el piano. En cierto modo, antes de leer la novela me siento identificado con el narrador. ¿Querrá decir algo? Esa voz narrativa despertó mi interés hace unos días y para mi gusto pinta bastante bien.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Un Chéjov corto de Godard y un sobre de sueño atrasado

Esta madrugada me he olvidado del sueño y me he acordado de Chéjov. Anoche vi en la 2 una película de Iñaki Dorronsoro titulada La distancia, que, dicen, es el olvido. Creo que por más que suponga el olvido para mucha gente, la distancia favorece los recuerdos. Me he despertado, pues, con Chéjov en la mente, sin saber el motivo, y me he dedicado, mientras tomaba un café en mi rincón de la facultad, a rescatar citas de los cuentos que leí este verano en una selección muy interesante. Por casualidades de la vida, una de esas citas era la que sigue:

«Mientras caminaba, iba pensando que la vida depara frecuentes encuentros con personas de buen corazón y que era una pena que éstos no dejaran más huella que el recuerdo. A veces en el horizonte surgen algunas grullas, un viento suave transporta su grito quejumbroso y exaltado, pero al cabo de un instante, por más que uno escrute la lejanía celeste, no verá ningún punto ni oirá ningún sonido; de la misma manera, las personas, con sus rostros y sus palabras, pasan fugaces por nuestra vida y se hunden en el pasado, dejando apenas una huella insignificante en la memoria».

Antón P. Chéjov, «Vérochka» (1887), en Cuentos
(Barcelona, Alba Editorial, colección Clásica Maior, 2004, p. 252)

La otra cita, como rebuscaba entre anotaciones, la encontré una página antes y tampoco me supo mal:

«Una frase, por muy hermosa y profunda que sea, sólo surte efecto en personas indiferentes, pero no siempre puede satisfacer al hombre feliz o desdichado; por esa razón, la mayoría de las veces la expresión más sublime de felicidad o desdicha consiste en el silencio; los enamorados se comprenden mejor cuando callan y un discurso arrebatado y apasionado, pronunciado al pie de una tumba, sólo conmueve a los extraños, mientras a la viuda y a los hijos del difunto se les antoja frío e intrascendente».

Antón P. Chéjov, «Enemigos» (1887), en Cuentos
(Barcelona, Alba Editorial, colección Clásica Maior, 2004, p. 240)

Ahora bien, yo me pregunto: ¿será un buen día el de hoy? He dormido poco, muy poco, pero de camino a la facultad, en el autobús, puesto que las luces van apagadas como si nos incitaran a dormir media hora más, he visto un pasaje de Al final de la escapada, de Godard, en el que Michel Poiccard y Patricia se miraban en silencio. No estaba previsto. Quizá pudiese plantearme escribir una historia en presente donde sucediese todo de manera improvisada. Sería, cuanto menos, divertido. Empezaré por darle un bocado a la tostada.

Buenos días.

Jorge Andreu