lunes, 25 de julio de 2011

Noche del 21 de julio

Marcel se ha ido a dormir con una historia de amor en la cabeza, la misma que lo acecha en cada esquina desde que escribiera la primera palabra con esa ilusión del juguete nuevo. Todas las mañanas se levanta con ganas de trenzar los flecos de esa narración, como si de pronto supiera del inminente fin del mundo. Luego, en cambio, se complace más en leer una historia que en contarla, tal vez porque ya se han contado demasiadas, tal vez por miedo al sufrimiento de no poder contarla de nuevo. ¿Llorará esta vez después del punto final? ¿Se le acabarán las fuerzas antes de escribirlo? No lo sabe: prefiere vivir en una ola de incertidumbre, quizás así aumente el suspense de su trayecto. Esta noche, por ejemplo, ha vuelto a mirar al cielo antes de meterse en la cama, como si se despidiese de aquella mujer que le dio la vida, y se ha acostado con una plácida sonrisa de nostalgia. Le gusta oír los cantos de los grillos desde lejos, le parecen nanas celestiales. Y así se agarra al sueño.

Se acuerda del lucero que lo mecía cuando era pequeño y miraba, desde la cama de sus abuelos, los puntos blancos del infinito, mientras su abuelo, aquella fuente de sabiduría popular, improvisaba una narración de terror. El espantapájaros, el bosque, los árboles que hablaban con el aire, y en mitad de la espesura, el héroe que siempre salía ileso del combate. Una vez creció y ya no consiguió saber el desenlace de la historia. Quizá también por eso su cabeza dé tantas vueltas a una historia aún inacabada, que se escribe en el café junto al retrato de Julio Cortázar, Sylvia Plath y Roberto Bolaño, en ese rincón clandestino donde las palabras tienen un gusto diferente.

Ahora ha conseguido dormirse: los grillos han cantado la cadencia final y han dado paso al silencio; el ventilador velará por su protección; el libro de Perec lo espera en la mesa. Dentro de poco soñará que vive un sueño y podrá volar sobre las casas.

sábado, 16 de julio de 2011

María Dueñas - El tiempo entre costuras

Me he llevado meses detrás de este libro, desde que escuché una entrevista con Jesús Vigorra en El Público Lee, pero como tantos otros, por más que lo perseguía no hallaba el momento adecuado para leerlo. Así que gracias a la propuesta de María, acepté la lectura compartida y ahora acabo de leer la última página de esta novela, de gran extensión y mayor calidad.

María Dueñas es doctora en Filología Inglesa e imparte clases en la Universidad de Murcia, de lo cual deduzco que su papel de escritora se deriva de su afición por la literatura, y no del afán de alcanzar mayores pretensiones, como en efecto me hizo pensar en la entrevista con Vigorra: ha escrito una novela con mucho gusto y el hecho de que se haya convertido en líder de ventas ha sido producto más bien del boca a boca. En efecto, es una novela merecedora de la cifra de ventas que ha alcanzado.


El tiempo entre costuras es muchas cosas a la vez: es una novela histórica —con bastante rigor según aclara en las últimas páginas y con la bibliografía—, que transcurre en la primera mitad del siglo XX, con las dos guerras mundiales y sobre todo la guerra civil española y la posguerra como marco cronológico; es una novela picaresca en el sentido en que su protagonista se ve sometida a las órdenes de diferentes personas —desde su madre y la modista con quien trabajaba de pequeña, hasta el capitán Hilgarth, para quien desempeña una labor de espionaje—; y es una novela de detectives en la que se investiga desde la clandestinidad a una serie de sospechosos de filiación con los nazis.

La historia de Sira Quiroga, una mujer que trabajó desde su niñez junto a su madre en un taller de costura, que se prometió con Ignacio Montes y al final se fue a África con Ramiro Arribas, contada por ella misma muchos años después, es la historia de una heroína que supo sacar fuerzas de la nada para ganarse la vida. Los infortunios a los que se enfrentó —una acusación de robo, con sus consecuencias; una constante persecución— hicieron de ella una mujer fuerte, que desde la clandestinidad fue capaz de proporcionar a los ingleses información muy valiosa gracias a su astucia. Los azares se mezclaron con las obligaciones: gracias al apoyo económico de una amiga, montó un taller de costura en Tetuán, donde se dedicó a hacer vestidos para ganarse la vida; pero ese trabajo se convirtió en el motivo por el cual quisieron enviarla a la España de la posguerra con el objetivo de investigar a una serie de personajes sospechosos. A partir de ahí, con esa mezcla de la costura y el espionaje, la narración acelera cada vez más y transporta al lector, por medio de reuniones, trenes y bordados, a un mundo en el que los verdaderos actos de las personas estaban ocultos y a la luz sólo salían las apariencias de la normalidad.

No he podido dejar de leer la novela como si se tratase de materia picaresca, porque no he parado de ver similitudes con el género: Sira Quiroga es una mujer que poco a poco pierde su inocencia, aprende a enviar mensajes ocultos dentro de un bordado y se convierte en espía a medida que transcurren los años, sin que nadie se encargue de ofrecerle mayor adiestramiento que la experiencia de hacerlo todo por primera vez. Por eso, el hecho de que pase de mano en mano no me parece azaroso: desde las órdenes de doña Manuela Godino hasta las de Alan Hilgarth, Sira desempeña siempre el mismo oficio, pero cada vez de un modo distinto y con una finalidad diferente. Los tejidos de su carrera, pues, dan como resultado un personaje lleno de aristas, sentimientos y, sobre todo, desprovisto de ingenuidad: un personaje astuto, pícaro, el mejor de los espías.

Temas como el azar y el amor —la máquina de escribir que truncó su destino—, la costura —que la narradora utiliza para hilar toda la trama— y la política —a lo largo de extensos diálogos sobre la situación de España— se entrelazan en la historia para conformar una novela bien compuesta, que engancha desde el principio y cuya tensión casi no decae a lo largo de 600 páginas, un logro importante. Al menos, esa es mi opinión.

Me vais a permitir que, por primera vez, haga como Vero en sus reseñas y le ponga al libro una nota buena y otra mala:

—Como calificación general le pondría un 9.

Lo mejor: la viveza de los diálogos, la evolución del personaje principal, el contrapunto de los personajes secundarios y la tensión creciente de la trama.

Lo peor: el desenlace. Me ha dado la sensación de que después de tantos acontecimientos todo se resuelve en veinte minutos más de lectura. No obstante, me parece una buena novela y no la despreciaría por ese final.

Conclusión: una novela de lectura recomendada. Bien escrita, divertida y emocionante a partes iguales.

lunes, 4 de julio de 2011

Marcel recupera su hábito de escritura

Marcel ha salido ileso del combate. Ya no siente que su vida se le acaba. Sabe que tiene muchas cosas para el mundo, muchos versos que enseñar al horizonte –así lo escribió hace unos días al borde de una servilleta, antes de pagar la cuenta y comprar un cuaderno en una papelería. Ha ocupado varios días en esbozar el esqueleto de una novela con tintes musicales, que ahora, en compañía de un whisky on the rocks, redacta rodeado del silencio de la casa. El ventilador, con el tintineo de un metrónomo, intenta en vano refrescar la habitación, mientras el calor se concentra sin remedio entre las hojas depositadas sobre el escritorio, junto a otros volúmenes literarios: Thomas Mann, Georges Perec, Alex Ross y Edgar Allan Poe, reunidos como en una noche de fiesta, abrazados al frescor del cristal. Uno de ellos persigue a Marcel desde hace unos meses, y no ha conseguido captar su atención hasta que mi amigo ha decidido adentrarse en una nueva historia, de tantas que ocupan su cabeza y le quitan el sueño.

A mitad de un párrafo, se acuerda de su prima, aquella figura de infancia con la cual jugaba a escuchar los secretos de las palabras bajo el agua de la playa, sin prestar atención a la llamada de los padres, que trataban de hacerlos salir para volver a casa, separados como dos hojas de un árbol en otoño, por caminos dispersos en el tiempo y el espacio. Acaba de cumplir veintiún años y estará guapísima, como siempre. Hace meses que no cambia una palabra con ella. Parece como si el agua de aquella playa –emborrona en su otra libreta, la de bolsillo− le hubiese robado la capacidad de adivinar sus pensamientos.

Cierra la libreta y trata de proseguir su narración, pero su mascota reclama su atención. Brenda llora, son las tantas de la madrugada y necesita sentirse libre por el campo. Marcel vuelve a dar un sorbo a su vaso y apaga la lámpara del escritorio. Mientras pasea con su compañera resistiendo el canto de los grillos, piensa en otros amigos a quienes no ha visto desde hace unos meses, en cuántas cosas ha de escribir en esa libreta que lo espera en casa, en el piano, reducido a tres acordes, y en que aún mantiene casi muerto el rincón de internet que tantas alegrías le ha dado. A la vuelta de su paseo, echa mano de la pluma y hace recuento de sus notas, continúa su trabajo a la espera de que el sueño, si es que llega, lo lance rendido a la cama.