El día que la televisión española catalogó de irrepetible en muchísimo tiempo, hubo un accidente doméstico. Fue hace ya diez años, el veinte de febrero de 2002, cuando el crepúsculo ya había dejado atrás las penumbras y la oscuridad reinaba en las calles. Las cadenas televisivas retransmitían el momento en directo. Iban a dar las ocho y dos minutos de la tarde y el mundo se detendría un momento para luego continuar indiferente su giro habitual. No tan indiferente, por orden del médico se ejercitaba en la cinta de correr de su gimnasio el protagonista de este infeliz recuerdo, que, además de obeso y asmático, era supersticioso.
Antes de encender la cinta estática y comenzar su tortura, este hombre no se había fijado en la hora: faltaban dieciocho minutos para las ocho. Si se agitaban sus nervios cuando un gato negro se cruzaba en su camino, o cuando pasaba por una obra y en su acera había un andamio bajo cuyo techo debía atravesar un tramo, cuál no sería su reacción al ver en el cronómetro los números malditos de aquel día, los números que tanta inquietud publicitaria causaran a los productores y directores de los programas, que hasta destinaron una sección al acontecimiento. No, no se percató de la gravedad del asunto y cuando cayó en la cuenta ya era tarde.
Los veinte minutos diarios que impusiera el doctor se convirtieron de pronto en los más largos de su vida: de inmediato, por su frente cayeron chorros de sudor, se empapó la camiseta y su corazón palpitó con fuerza desde el primer kilómetro. En el gimnasio tan sólo resonaban sus pisadas y, de fondo, en la habitación contigua, el discurso poco elaborado de un presentador que ya empezaba a comentar la extrañeza del asunto. El corredor luchaba con vehemencia por vencer el agotamiento y trataba de olvidar las palabras de la televisión. Respiraba cada vez con más ímpetu, pero cada vez eran menos útiles sus esfuerzos por recuperar el aliento. Cada vez, por cierto, la hora de la verdad estaba más próxima.
Cuando dieron las ocho y dos minutos, mientras se suavizaban las luces del plató, el presentador, hombre apuesto y atractivo, gritó por la ilusión de vivir aquel momento, sin saber que en un lugar del mundo, como todos los días, una persona luchaba por su vida.
En efecto, el contrarreloj de la cinta estática marcó los veinte minutos de actividad física y el hombre sintió una explosión en su pecho. Al cabo de los dos mismos segundos, el azul de la pantalla de la máquina ennegreció y se apagaron las luces del gimnasio. El silencio inundó todos los rincones; tan sólo se oyó un golpe seco, como de cien kilos cayendo inertes al suelo. Luego, nada más. Ni respiración entrecortada, ni quejidos. Silencio.
Jorge Andreu