martes, 28 de agosto de 2012

Los papeles de Marcel (IV)



                         Ojalá un beso tuyo, de los de pelo suave,
                         cambiara mi aspecto por el de un perro:
                         dejaría de hablar
                         y me ahorraría los problemas
                         que torturan al hombre por las noches.

M. Camino

jueves, 16 de agosto de 2012

Los papeles de Marcel (III)

(Fotografía: Jorge Andreu)

                          Ven, abrázame fuerte
                          y quédate conmigo hasta que el tiempo
                          desvíe nuestras sendas.

M. Camino

sábado, 11 de agosto de 2012

Alex de la Iglesia - Balada triste de trompeta

A veces uno se cansa de que la lucha entre las dos Españas, ese tema que tanto da de sí, aparezca por todas partes, pero en ocasiones agradece que el tratamiento sea un poco más original. Creo que la originalidad es un buen ingrediente de esta película: Balada triste de trompeta, donde Alex de la Iglesia nos ofrece una historia más sobre la España invertebrada, pero filtrada por los ojos de unos payasos. 

En los años 70, Javier (Carlos Areces), hijo de un payaso republicano muerto durante la posguerra, llega a un circo para desempeñar el papel de payaso triste y trabajar junto a Sergio (Antonio de la Torre), el payaso tonto, un machista casado con la hermosa trapecista Natalia (Carolina Bang), a la cual maltrata cada noche. Enseguida Javier, enamorado de Natalia, trata de evitar la situación, sin saber que sólo causará problemas, pero está dispuesto a llegar a extremos inusitados en su lucha por Natalia. 

Este triángulo amoroso representa el anhelo de dos grupos opuestos por tener en posesión a la dama: el payaso tonto trata de poseerla sometiéndola a sus malos tratos, mientras que el payaso triste no puede evitar comportarse con ella como un galán. Son los dos bandos de una realidad política en lucha por su ideal: los nacionales y los republicanos enfrentados entre sí por lograr una sola España. 

Como telón de fondo, la película abarca desde la guerra civil —la historia comienza en los últimos años de la guerra, con la irrupción en el circo del ejército republicano para reclutar hombres— hasta el atentado contra Carrero Blanco, acontecimiento que cruza repentinamente la trayectoria del payaso triste. Javier es un hombre a quien los nacionales robaron la infancia, obligado a presenciar las mayores atrocidades del ser humano; por eso su personalidad sufre una degradación cada vez mayor a medida que transcurren los hechos, hasta el detonante definitivo, que lleva al espectador a un clímax que de nuevo es un monumento: si en El día de la bestia el punto culminante de la película se desarrollaba en el edificio Carrión de Madrid, esta vez el momento cumbre corresponde al Valle de los Caídos.

Lo que más me ha interesado de la película es el trasfondo de esa lucha política entre dos bandos que nunca terminan de conseguir nada más que estar enfrentados. Ver esa lucha, ver la España dividida como si fueran dos payasos contrapuestos de un circo me parece una genialidad por parte del director. Aunque he vuelto a leer malas críticas, me inclino a pensar que se trata, no de una obra maestra, pero sí de una a la que merece la pena asomarse, pese a que algunas escenas, como la del hospital, tengan un toque algo absurdo. Os animo a verla si queréis pasar un rato con una película que recuerda la estética de El día de la bestia, que no está nada mal.

Jorge Andreu

jueves, 9 de agosto de 2012

La síntesis del corazón y las ideas: Hermann Hesse

Hace cincuenta años, tal día como hoy, una hemorragia cerebral perturbó el sueño de un gran escritor. Con 85 años y una docena de novelas de esas que cambian el rumbo del pensamiento, Hermann Hesse, hijo de misioneros cristianos, que abandonó la educación religiosa, que trabajó durante gran parte de su vida en librerías y que siempre tuvo tanto dolores de cabeza como problemas de visión, había desarrollado una de las trayectorias más importantes de la literatura contemporánea universal. 

La historia de sus novelas es la historia de una felicidad insatisfecha. Desde Peter Camenzind (1904) hasta El juego de los abalorios (1943), Hesse contrajo tres matrimonios, tuvo un hijo, perdió a su padre, viajó por Indonesia para huir de la realidad conyugal, trabajó de librero para los prisioneros de guerra alemanes, sufrió los ataques hasta de sus mejores amigos por un artículo contra el nacionalismo alemán, fue víctima de la censura por parte de los periódicos, recibió a dos grandes personalidades en su casa —Bertolt Brecht y Thomas Mann, durante su exilio— y, sobre todo, recurrió al poder paliativo de la escritura. El hecho de que en 1930 los periódicos decidieran no publicar más textos del nacionalizado suizo, significó entre otras cosas la producción de una gran novela, un mundo nuevo. Aunque en los años veinte había escrito sus tres novelas más conocidas: Siddhartha (1922), una de las grandes huellas de su viaje por Indonesia, El lobo estepario (1927) y Narciso y Goldmundo, genial defensa del arte por encima de la erudición, su última novela, en la que logra unificar sus ideales de conocimiento, surge a partir de 1931, cuando el silencio obligado de los periódicos lo conduce a recluirse en privado en la creación literaria.

El juego de los abalorios nace, en primer lugar, como refugio intelectual. Hermann Hesse tardará trece años en escribirla, pero la preludia en un relato de 1932 titulado El viaje a Oriente. En 1943 se publicará su última novela en Suiza, dedicada «a los viajeros de Oriente», que revolucionará a los lectores hasta hoy por su extraña concepción de un ideal del futuro: la vida, en el año 2400, en la legendaria Castalia, ciudad donde una organización privada ha elaborado una filosofía basada en la meditación, la observación y el estudio, que comparte sus conocimientos mediante un juego de música y matemáticas compuesto por todos los saberes de las artes y las ciencias. 

La crónica que un autor anónimo hace de las experiencias del magister José Knecht, desde su infancia hasta lo que se ha dado en llamar «La leyenda», es la historia de un ser humano que descubre los conocimientos intelectuales más privilegiados al mismo tiempo que la realidad de la que todos sus compañeros se alejan. En un proceso de aprendizaje relacionado con el hallazgo, por parte de todos nosotros, de una vocación, la novela se desarrolla entre meditaciones, observaciones y experiencias que cimientan las bases de una próxima unión entre la ciencia y el arte: la música y las matemáticas como la explicación racional del universo, de nuevo unidas como en su origen. 

Gracias a esta obra, que culmina su trayectoria literaria, en 1946 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura. Y es que aunque parezca una lectura difícil, el hecho de encontrarse a un escritor en su plenitud literaria conlleva que, no sólo las ideas —que nos pueden seducir si logramos entender desde el primer momento en qué consiste ese extraño juego de saberes—, sino también el desarrollo de las mismas, el discurso narrativo y la riqueza de su prosa consigan absorbernos durante estas seiscientas páginas verdaderamente deliciosas. Ahora que han pasado cincuenta años, puede ser un buen momento para enfrentarse a la más profunda síntesis del alma humana: El juego de los abalorios.

Jorge Andreu

lunes, 6 de agosto de 2012

Los papeles de Marcel (II)

Poética

                                 Vivir las horas muertas
                                 en guerra sin final contra el vacío
                                 es abrir las compuertas
                                 al triste escalofrío
                                 que conduce al más sano desvarío.


domingo, 5 de agosto de 2012

Javier Vela - Imaginario

Javier Vela (Madrid, 1981) es un poeta que se metió la crítica en el bolsillo desde su primer poemario: La hora del crepúsculo, ganador del Premio Adonais de Poesía 2003, y que recientemente acaba de recibir el Premio de Poesía Ricardo Molina por Ofelia y otras lunas (2012). Cuenta con una amplia gama de reconocimientos de prestigio, entre los cuales está el Premio Fundación Loewe a la Joven Creación, del que fue sin duda merecedor su libro Imaginario (2009).

Imaginario es, ante todo, un ejercicio de contraste con la realidad. Desde el poema introductorio, «Las apariencias», donde trata de levantarle las faldas a la belleza, hasta la dedicatoria final «A una mujer de verde», el libro entero es un picor de espalda que se rasca, es decir, una verificación constante de que nuestros ojos pueden imaginar la realidad que ven. Y en esa serie de contrastes entre lo real y lo ficticio de nuestra mente caben tanto escenas —por ejemplo el «Recuerdo a María A.»— como homenajes —«Motherland»— y retratos —«Mi perro, Bruno, yo». 

Verso a verso, a lo largo de este libro Javier Vela despliega algo que parece un juego y que nos sirve para asegurarnos de lo que vemos, de acuerdo con las palabras de Joyce que inician el poemario. Y es que ese juego consiste en mirar la vida escondidos detrás de una cortina, en verificar que una sala de museo nos recuerda toda la historia desde el presente, en alegrarnos de estar vivos mientras examinamos la vida con nuevos ojos cada vez. Eso es la belleza, así la imprime el poeta en veintidós deliciosos fragmentos de realidad, algunos de ellos para quedarse anclado durante unas horas y respirar las palabras. Basten estos versos de muestra:


SOBRE UN MITO PAGANO 

La caída


                                 Desnudos en la cama, 
                                 avergonzados, 

                                 hasta que la conciencia se nos duerme.

                                 En esta habitación inexistente,
                                 hecha a medida nuestra,
                                 yo soy el primer hombre,
                                 tú la mujer primera.

                                 No quiero desnudarte, ya adivino
                                 tu desnudez debajo de la ropa:
                                 puedo entrever tu sexo ennoblecido
                                 por la fecundidad, madre del mundo.

                                 Visión de ti más nítida en lo oscuro:
                                 qué bello es ignorar
                                 lo que se ama.

                                 Ven,
                                 ponte el pijama y échate
                                 sobre la tumba abierta de mis brazos,
                                 que aún hemos de caer
                                 una vez más.

viernes, 3 de agosto de 2012

Andrés Baiz - La cara oculta

A veces, el azar juega malas pasadas. Cambié mi decisión de ver esta película en el cine al leer una mala crítica, y ahora que he tenido la oportunidad de verla en DVD descubro que no comparto ninguna de las opiniones con aquella crítica, puesto que La cara oculta me ha parecido una película que derrocha entretenimiento por todas partes. Es cierto que la historia es muy sencilla, pero está muy bien contada y eso me merece mucho más respeto.


Adrián (Quim Gutiérrez), director de la filarmónica de Bogotá, vive con su novia Belén (Clara Lago), que ha empezado a mostrar celos porque adivina una cercanía poco habitual entre éste y una violinista. Un día Belén desaparece y Adrián se queda sin saber de ella nada más que lo que dice en su video de despedida. Para combatir con el dolor, Adrián se ahoga en alcohol y conoce a Fabiana (Martina García), una joven camarera, con quien pronto entablará una nueva relación. Pero la convivencia parece difícil: nada más instalarse, Fabiana parece víctima de los caprichos de un fantasma que habita en la casa de Adrián. Sin embargo, la realidad es una moneda con dos caras. 

Esta trama, que en un principio parece de terror, es una visión muy particular de los celos. Contado desde dos puntos de vista, el triángulo que se establece entre Belén, Adrián y Fabiana no es ninguna novedad, pero el manejo del tiempo y de los núcleos narrativos, además de la impaciencia que despierta en el espectador cada secuencia, hacen de esta película una piececita admirable. Resulta sorprendente encontrar la historia contada dos veces desde ángulos distintos que cambian las sensaciones del espectador. Y sobre todo, resulta sorprendente el modo en que todos estos acontecimientos desembocan en uno solo, con el allegretto de la séptima de Beethoven de compañía. 

Todo esto con un detalle muy importante: esta película es de las que mantienen en vilo hasta el último minuto porque no paran de pasar cosas, y eso en cine me parece casi lo más importante. Recomendable, en suma, para pasar una buena tarde y probar cómo vuelan los minutos.