viernes, 30 de noviembre de 2012

Icíar Bollaín - Te doy mis ojos (2003)

De todos los temas de la crítica social, el de la mujer maltratada es uno de los que peor tratamiento recibe en el mundo del arte, debido a que todo aquel creador que pretende reflejar los horrores de los malos tratos se recrea en las escenas morbosas, las que muestran cómo machaca el maltratador a su víctima. Por eso, esta película dirigida por Icíar Bollaín y premiada con siete Goyas, entre los que se cuenta el de mejor dirección, es un destello de luz en medio de tanta oscuridad: Te doy mis ojos (2003) habla de una mujer maltratada por su marido, pero también habla de los ojos que están a su alrededor, como los de su hijo, la familia y amigas de ella, los compañeros de terapia de él.

Cuando una noche de invierno, Pilar (Laia Marull) huye de su casa de Toledo con su hijo y se instala en la casa de su hermana en el barrio antiguo de la ciudad, Antonio (Luis Tosar) siente una vez más que su vida se desmorona sin ella. Para intentar solucionar el problema de sus malos tratos, solicita la ayuda de un psicólogo y asiste a una terapia de grupo donde otros hombres cuentan sus experiencias, los motivos que los llevan a maltratar a sus mujeres. Entretanto, Pilar entra a trabajar en la taquilla de una iglesia, donde se hace amiga del resto de empleadas, mientras su hermana no para de pedirle que deje a su marido y su madre insiste en que debe estar con él. Y el niño, en silencio, posa su mirada en la actitud de todos estos personajes. La situación parece mejorar cuando Pilar accede a volver a casa con su marido después de una reconciliación, pero Antonio aún no ha superado su ira.

Si nos detenemos a pensar quién es el protagonista de la historia tenemos un problema: la cámara enfoca por igual a Pilar y a Antonio, cada cual con su vida hasta que deciden unirse de nuevo. Antonio aparece como un personaje arrepentido que, en busca de una manera de controlar su ira, asiste a una terapia de grupo donde contempla silencioso las intervenciones de los demás. Pilar es una mujer atormentada por su marido pero enamorada de él, y para lograr su libertad trabaja en el mundo del arte, primero como vendedora de entradas, luego como guía en una exposición de pintura. Ambas historias se entremezclan sin cobrar una más importancia que la otra, con el objeto de no pintar a Antonio como el malo indiscutible (error en el que caen la mayoría de quienes intentan retratar una situación así), sino que mientras ella adquiere personalidad gracias a sus tertulias con las compañeras de trabajo y a las reflexiones que le suscita la pintura, él intenta convertirse en una persona normal mediante la terapia y la redacción de un diario en el que cuenta sus pensamientos cuando siente aparecer la ira. Unidos por el nexo de un hijo de ocho años que sin entender nada sólo ve a sus padres enfadados, el matrimonio, una vez desarrollado cierto grado de independencia, decide unirse de nuevo. Y es este el momento en que la historia de ambos, ahora en una víctima de su acosador de una manera explícita. 

El tratamiento de estos dos personajes es tan impecable que, hasta el momento en que se unen las dos historias, el espectador ha llegado a sentir ternura por ambos. La cosa cambia a partir de este paso y entonces todo se desencadena con tanta tensión que no se permite un parpadeo hasta la secuencia final. 

Con tantos ojos —los de Pilar, su madre, su hermana y sus compañeras de trabajo, los de Antonio y los de su hijo, todos diferentes y complementarios— recibimos una historia particular de un asunto demasiado universal: el de la mujer atormentada por los malos tratos, que nos dejará mal cuerpo pero nos incitará a la reflexión, pues no es una película más. Icíar Bollaín hace de este tema una obra de arte que, gracias a su mano y a la interpretación de Luis Tosar y Laia Marull (merecedores ambos del Goya a la mejor interpretación protagonista, masculina y femenina), se convierte en uno de esos títulos que dignifican el cine español.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Los papeles de Marcel (XIV)

                          Aunque marca las ocho,
                          el reloj pretende otra hora:
                          el decisivo instante
                          en que las farolas me dejan ver
                          cómo llueve la tarde en finísimas láminas
                          que no tocan el suelo.
                          Como si tuviesen pereza
                          de la llegada de la noche.

M. Camino

domingo, 25 de noviembre de 2012

Carmen Laforet - Nada

Después de dos años de lecturas cruzadas, por fin esta semana he podido asomarme a una de las obras que más me han interesado desde que estudio literatura contemporánea. Hasta ahora, Carmen Laforet (Barcelona, 1921) era una completa desconocida para mí: era sólo un nombre, la autora de una novela que se llevó el premio Nadal en su primera convocatoria, una escritora de la posguerra y nada más. Ahora representa para mí el modelo de escritura sencilla, directa y con un toque de poesía, de belleza, dentro del horror que reflejan sus páginas; un ejemplo de enorme destreza a muy temprana edad.

Nada (1944) es una novela de la inmediata posguerra que retrata cómo en las familias aún se vive una guerra civil por diversidad de caracteres. Andrea, una estudiante de dieciocho años, llega a Barcelona para iniciar una carrera de letras y lo que se encuentra en la casa de la calle de Aribau es un ambiente desolador en la familia, formado por disputas diarias entre Román y Juan y entre éste y su esposa Gloria, gobernado por la autoritaria Angustias y sufrido en silencio por la abuelita, con el contrapunto de una criada que parece torearlos a todos. Este hallazgo rompe por completo las expectativas de Andrea y la sume en un estado de contemplación que la hace aproximarse unas veces a un familiar, otras veces a otro, hasta que con el transcurso del año académico su atención se desvía más hacia Ena, una compañera de clase alrededor de la cual giran todas las impresiones de Andrea. Sus vivencias junto a esta compañera que a veces le demuestra un afecto incomparable y a veces la trata con desdén conforman la historia de la joven estudiante. La trama desemboca en un diálogo dramático donde se descubren algunas verdades y se da explicación al comportamiento de algunos personajes.

Amores frustrados, familias rotas, bohemia y literatura, la música como forma de aislamiento y comprensión del mundo, todos estos temas se entrecruzan a lo largo de las tres partes de la novela, con un marco histórico muy concreto de telón de fondo: la Barcelona de la posguerra y la desolación de sus calles. Carmen Laforet elabora un retrato crudo de ese mundo que ella misma vivió, y lo hace con una prosa que hipnotiza sin remedio, donde no sobran palabras ni faltan imágenes, donde una metáfora, una comparación, sirven para dar vida a una realidad muerta. En otras palabras, la autora convierte a esos personajes en gente de carne y hueso cuyos gestos podemos entrever como por una rendija, la de esta voz narrativa en primera persona que corresponde a la protagonista y que refleja la mirada idealista de una muchacha de dieciocho años que pensaba venir a un lugar paradisíaco para estudiar su carrera y, sin embargo, se encontró con un infierno doméstico. 

Que la autora consiga hacernos ver, y no imaginar, la realidad descrita: este es el prodigio de la creación artística. Y como prodigio, creo que hasta el título es uno de los más acertados que he leído nunca en literatura española. Una novela muy recomendable, para releer y recrearse en cada capítulo.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Los papeles de Marcel (XIII)

                 Con el tiempo, uno aprende
                 a escuchar el silencio en el murmullo
                 general de las olas
                 como si la voz fuese
                 un poco de espuma, fango al final.

M. Camino

lunes, 12 de noviembre de 2012

Los papeles de Marcel (XII)

                       CUANDO MUERE LA TARDE EN LA MURALLA
                       dejando el mundo absorto con su pena,
                       derrama el paladar su blanca arena
                       sobre el caparazón de una medalla.

                       Suena el aliento a trueno cuando estalla.
                       El aire es la llave de su cadena.
                       La música del mar, una condena.
                       La noche de los tiempos, su metralla.

                       Si lanza el eco de su voz al vuelo
                       para que vengan respuestas del cielo
                       como un regalo mágico del mar,

                       sus palabras se rompen en el viento
                       y desde casa, bajo el desaliento,
                       sueña como un niño con regresar.

M. Camino

domingo, 11 de noviembre de 2012

Vicente Blasco Ibáñez - Mare nostrum

En mi opinión, las novelas de Vicente Blasco Ibáñez tienen los ingredientes necesarios para deleitar: una acción que abre interrogantes conforme avanza, para resolverlos en el último momento; una serie de personajes con una función muy clara según una simbología determinada; una narración detallista con precisión y grandes contrastes de colores; una estructura cerrada en cuanto a la composición de los episodios y la relación existente entre ellos. El ciclo de las novelas sobre la Gran Guerra, formado por Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Mare nostrum y Los enemigos de la mujer, más una serie de cuentos publicados en fechas cercanas, constituye, a su vez, un amplio proyecto narrativo mediante el cual Blasco trató de reflejar los diferentes puntos de vista sobre un problema común: la situación del ser humano en niveles extremos de presión como el de la guerra. La novela que he escogido para esta ocasión habla del centro del conflicto, aunque lo trata desde un punto de vista externo que es el del mar. 

Mare nostrum es, pues, la historia de la Primera Guerra Mundial desde las trincheras de las olas, el terreno por el que se mueven las peores armas de destrucción alemanas: los submarinos. La travesía del capitán Ulises Ferragut y sus relaciones amorosas con una femme fatale sirven al autor para trazar una historia ficticia al mismo tiempo que critica los hechos reales a los que alude.

Desde su niñez, Ulises Ferragut sintió una admiración extraordinaria por el paisaje marino, gracias en gran parte a las explicaciones de su tío el Tritón, que le contaba con todo lujo de detalles cómo había transcurrido la existencia del Mediterráneo, un mar gobernado por los dioses y disputado por seres mitológicos, principio y fin de todas las vidas. Por eso, pese al empeño de su padre por convertirlo en notario y al de su madre por hacer del chico un hombre religioso, con sólo dieciocho años el capitán Ferragut se embarcará en su buque, llamado Mare nostrum en honor a su tío y al mar del que según él todos proceden, y a bordo de la nave emprenderá un camino de conocimiento que lo conducirá, como por obra del azar, hacia Freya, una joven bellísima que muy pronto lo engatusa con su extraño comportamiento. Las aventuras y desventuras del capitán desde ese momento tomarán un giro a consecuencia de su «pecado», un giro similar al que sucede en el mundo real donde los alemanes han empezado a hacer uso de los submarinos para bombardear las flotas francesas. 

Como sucedió con los Jinetes..., Blasco imprime una opinión muy marcada contra los alemanes. Si en la primera de las tres novelas los franceses eran claramente superiores a los alemanes en inteligencia, ahora son víctimas de la brutalidad de los alemanes, de la barbarie que representan, de la malicia con la que torpedean a sus enemigos. Pero al mismo tiempo el autor aprovecha la oportunidad que su país le brinda para criticarlo, puesto que en la misma obra se aprecia la ironía en el comportamiento de algunos españoles que dicen ser neutrales y, sin embargo, muestran preferencia hacia uno de los dos bandos. Incluso el propio capitán Ulises Ferragut es uno de esos españoles que, por venganza, deja de ser neutral como fuera en un principio para luchar contra el bando alemán. De esto se deduce el mensaje aliadófilo de la novela, a favor de los franceses como se declaraba el autor.

No obstante, si la leemos sin tener en cuenta las opiniones políticas, encontraremos, además, una prosa que obliga a detenerse en algunas páginas dada su belleza; otras veces tendremos pasajes llenos de erudición sobre oceanografía, también muy interesantes por cuanto esconden de relativo al desarrollo de la guerra; y por supuesto, un último capítulo impresionante, de los que dejan extasiado tras cerrar el libro, como sucede en los seis o siete que he leído de Blasco Ibáñez. En suma, una novela muy recomendable por muchos motivos, y en consecuencia, para muchos lectores diferentes. 

jueves, 8 de noviembre de 2012

Un hombre a un diccionario pegado

Aquella mañana, las palabras le sonaban extrañas. Mientras oía las noticias en la radio, intentó pronunciar «desayuno» y por alguna razón se parecía a «menudo». Pensaba en aquella entonación, como si la causa fuese una mala articulación de los sonidos. Sólo se dio cuenta de que en su mente se dibujaba la imagen del café y las tostadas, pero él ya no sabía cómo se pronunciaban. Soltó una vez más la palabra «desayuno», escuchó el eco del comedor, esperó en silencio unos segundos hasta que todo ápice de voz hubo desaparecido. En su mente se recreaba la palabra «mundo» mientras pensaba en el pan con aceite.

Era lector de enciclopedias y estudioso del vocabulario: cada mañana, camino del trabajo, repetía una y otra vez las diez palabras que había extraído del diccionario antes de salir. Había conseguido memorizar la mitad del contenido cuando sintió que se olvidaba de cómo se decía «desayuno». Desconcertado, tomó el último trozo de pan, apuró el… líquido de la… del recipiente con asa y se dio cuenta de que había olvidado las palabras «taza» y «café». Se levantó del sofá de un salto y, nervioso, echó mano del diccionario de la estantería. Esa mañana no quiso ir a trabajar, aunque perdiese un día de sueldo; en lugar de ello, se pasó las ocho horas de su turno entre las palabras ya aprendidas del diccionario.

Después de tan intensa sesión de estudio, se aseguró de conocer su vocabulario, y para comprobarlo salió a la calle con una libreta en donde anotó cuanto veían sus ojos. El paseo duró tres horas. No había olvidado ninguna de las palabras, su memoria parecía intacta. Tal vez había sido una falsa alarma, una reacción de su cabeza ocasionada por el estrés o por el miedo a olvidar sus conocimientos. Regresó a casa satisfecho y se preparó otro café en taza. Dijo: no quiero tostadas, aceite ni sal. Dijo: eso para el desayuno de mañana. Y así se aseguró de recordar lo estudiado.

Cuando sonó el teléfono y enfadado por la interrupción atendió la llamada, su respuesta fue: «Aquí no vive esa persona». En la lista de llamadas figuraba el teléfono de su oficina. 

Desde entonces merodea por las calles con aire de sabio y la cabeza alta, orgulloso de conocer a la perfección medio diccionario. Pero no recuerda ni su propio nombre.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Los papeles de Marcel (XI)


                       Y descubrí que el alba no quemaba
                       como me quema la garganta.
                       Bajo esta capa fría
                       como la piel:
                     
                       el fuego.

M. Camino