jueves, 27 de junio de 2013

Juegos de espejo

El día en que terminó su carrera, el recién licenciado aprovechó las últimas horas de la mañana para hacer una visita a su viejo centro de estudios. Solicitó la llave del aula de piano en conserjería con una sonrisa de satisfacción ya olvidada tiempo atrás y agradeció que por la frecuencia de sus visitas no le pidieran los datos personales. 

Mientras esperaba que llegara el ascensor, consultó el tablón de novedades, donde la otra tarde había colgado una oferta de clases particulares, y vio que aún no habían arrancado ninguna de las tiras con su número de teléfono. El timbre del ascensor, y luego una voz que imitaba un tono femenino, indicaron que ya estaba disponible para subir a la última planta del conservatorio. Entró, pulsó el número 3 y al anuncio de «cierre de puerta» el ascensor empezó a funcionar.

Tres plantas no son nada. Apenas si da tiempo de consultar la agenda, de comprobar si el móvil está en silencio y de leer la primera página de una partitura que viene de memoria. Como no tenía partitura, se aseguró de que llevaba encima las llaves de casa, desbloqueó y bloqueó el teléfono con rapidez y se dio la vuelta para enfrentarse a su imagen. El viento lo había despeinado por completo y ni la espuma hacía ya su efecto rizo, vuelto todo del revés, un amasijo de pelambre sin orden ni acierto. Agitó la mano a todo lo largo del cabello y trató de ordenar el peinado en la medida de lo posible, al menos hasta que tuviese ocasión de echarse un poco de agua, nada más salir al pasillo, en el baño de la izquierda. La tercera planta estaba próxima.

Entonces descubrió, detrás de esa figura que no le quitaba ojo, que el número dos de la segunda planta se había convertido en un cinco rojo y le hizo hasta gracia. Cinco años de estudios para acabar despeinado en un ascensor, cinco años de lecturas y más lecturas y más pensamiento crítico para que al final lo único importante fuese la nota. Hizo una mueca leve y un amago de guiño hacia ese personaje que había crecido en poco tiempo. Pero antes de terminar el gesto, que aún le duraba desde el mediodía, el cinco en que se había convertido el dos en el espejo cedió su paso a una E.

«¡Error! ¡Error!» gritó la máquina habladora al tiempo que activaba la alarma. Un sonido estridente envolvió de pronto la superficie del ascensor e hizo chirriar al recién licenciado. ¿De verdad que me voy a quedar encerrado aquí? Pronunció esas palabras como un grito de sorpresa, y enseguida las luces, los chirridos y la voz de la máquina se extinguieron. El movimiento también. Ya ni ascendía ni descendía, pero tampoco había llegado a la tercera planta. La maquinaria había dejado de trabajar justo después del segundo piso. 

De nada sirvieron los golpes contra las paredes, ni los intentos de pedir auxilio, ni el botón de la campanita, ni las llamadas telefónicas. Al cabo de dos horas que parecían eternizarse frente al fugaz recorrido que esa mañana había hecho su cabeza desde el comienzo de la carrera, los profesores reunidos en junta levantaron acta y se marcharon. El conserje, seguro de que ya no había nadie en el centro, cerró la puerta principal y emprendió el camino de vuelta a casa. Y el licenciado tuvo que permanecer toda una vida entre cuatro paredes de hierro. Tan sólo lo acompañaba su reflejo y, detrás, un 3 invertido.

Jorge Andreu

martes, 25 de junio de 2013

El beso


Tus ojos son un bálsamo de plata,
tan grises, tan serenos, tan lejanos;
tu frente se desliza entre mis manos,
tan pálida, tan tierna, tan pacata;

tus dientes chirriando una sonata
tan lírica y sutil, tan soberanos;
maúlla esa sonrisa en tonos llanos,
tan pícara y feroz como una gata.

Por ese mapa mudo del deseo
camino entre montañas y llanura
con una sed de ti que me disloca.

Al fondo estás del mundo, allí te veo:
avanzo sin perder la compostura
y llego lentamente hasta tu boca.


Jorge Andreu
(Del mar y sus vestigios, 2013)

miércoles, 19 de junio de 2013

La culpa

Al caer la tarde, un hombre llegó a casa, tomó un cuchillo de cocina y apuñaló a su mujer. Después de cebarse con ella durante diecisiete puñaladas, miró su gesto de terror sin vida y dejó caer el instrumento. Se echó las manos a la cabeza y gritó, arrepentido de sus acciones. Pero ya no había vuelta atrás. El cuento había acabado.

Jorge Andreu