domingo, 28 de julio de 2013

Clara Usón - La hija del Este

Toda novela que se precie surge de una pregunta. La realidad está plagada de ficciones que bucean bajo la superficie de lo cotidiano en busca de un motivo de peso por el que subir a tomar aire: entonces se produce el prodigio de la literatura, una ficción basada en el mundo y que al mundo viene para mejorarlo. Así definieron los escritores decimonónicos la composición novelesca, opinión que ha trascendido hasta nuestros días. A pesar de cuantas innovaciones sean pretendidas en el género, los escritores saben, en el fondo, que sólo hay diferentes maneras de entender una misma realidad, y más allá de las técnicas literarias lo que importa es reflejar un pensamiento. El caso de Clara Usón lleva al extremo dos cosas: el planteamiento de una tesis sobre un problema universal —el comportamiento del hombre en situaciones extremas— y la búsqueda de la ficción por debajo de la realidad para alcanzar un nexo de unión entre ambas, formando ese instante mágico en que literatura y vida componen un vínculo indisociable. 

La autora de La hija del Este toma como punto de partida un vídeo en el que aparece el general Mladić con su hija durante una fiesta y, más tarde, llorando sobre la tumba de la muchacha. Con este comienzo el lector que no conozca la verdadera historia de Ana Mladić, al comprobar desde el principio que la protagonista muere, relegará el asunto a segundo plano en busca de algo que va más allá de lo anecdótico: los motivos por los que una vida en construcción llega de pronto a su final. En busca de esa respuesta la voz narrativa iniciará las andadas a través de un viaje de fin de estudios a Moscú. 

Ana Mladić tiene veintitrés años y una prometedora carrera de cirujana por delante, pero en el transcurso de su viaje descubre en boca de sus compañeros una verdad que hasta la fecha había creído diferente: que su padre, el bueno de Ratko, no es sólo el hombre cariñoso que tan bien se porta con su hija, sino también el general Ratko Mladić, conocido como el «carnicero de Bosnia», responsable de la muerte de muchísimas personas. A medida que descubre quién es en realidad su padre, en su interior crece una profunda angustia que la llevará a tomar una decisión irreparable a su regreso en Belgrado. Paralela a esta línea argumental, la voz de un conocido de Ana elabora un fresco de los conflictos que han sacudido a la antigua Yugoslavia desde la batalla de Kosovo (1389) hasta la actualidad, una «galería de héroes» donde se representa a los personajes capitales de las contiendas que buscaban la limpieza étnica, como exponente de la malicia del ser humano.

En el transcurso de la novela puede apreciarse una larga evolución de la mentalidad de Ana Mladić, ya que ella misma traza sus pensamientos y hace evolucionar un sentimiento que en primera instancia es nacionalista y patriótico, hacia una decepción al descubrir que la han engañado todos estos años. Ana se encuentra con un dilema moral: el enfrentamiento entre el amor filial y las atrocidades de las que su padre es responsable. El lector cambia de pareceres con la protagonista y comprende hasta la reacción final de Ana. El ser humano está gobernado por una mente contradictoria y son, en muchas ocasiones, las circunstancias y las opiniones ajenas aquellos elementos que inciden en nuestro cambio de opinión.

El lector más avistado puede acercarse a la obra para reflexionar acerca de la necesidad o la inutilidad de todo conflicto bélico, de la moralidad que esconde cualquier comportamiento que ponga en peligro una vida, y puede asimismo extraer una serie de ideas que no sólo representan a la Serbia de los años noventa, después de siglos de luchas incansables, sino al ser humano en toda su extensión. El pasado nos ayuda a planificar el futuro y a entender nuestro presente, de ahí el valor de recuperar figuras legendarias como las que aquí se evocan, en un tono y con un estilo de muy amena lectura —una vez logrado el nivel de concentración necesario—, que ayuda a disfrutar hasta de las mayores atrocidades de las que es capaz el ser humano.

Estamos, pues, ante una novela que ha dejado su marca en el panorama literario español de nuestros tiempos por cuantos aciertos guardan sus páginas: una historia que entretiene a quien sólo busque diversión, pero que al mismo tiempo induce a reflexionar por el hecho de plantear un dilema moral de gran envergadura, y por supuesto, invita al lector más exigente a detenerse en cada página para deleitarse con las palabras. Clara Usón ha logrado el objetivo principal de toda novela que se precie: permite distintos niveles de lectura, todos válidos y todos posibles. Recomiendo con fervor que futuros lectores se asomen a esta obra, porque a pesar de su aparente dificultad, el contacto con la prosa de Clara Usón se convierte en una adicción desde la primera página. La hija del Este es el planteamiento de una duda universal —qué es el bien, qué es el mal—, a la que intenta responder acariciando lo más crudo de la mente humana como un diamante: su narración reluce con un brillo especial que, si bien nos revuelve el estómago por lo agrio del asunto, también despierta las conciencias.

sábado, 6 de julio de 2013

Discurso de graduación (Filología Hispánica, promoción 2008/2013)

Buenas tardes. Excelentísimo Rector de la Universidad de Cádiz, honorable Decano de la Facultad de Filosofía y Letras, autoridades académicas y profesores. 

(Dando vuelta al papel)

Queridos amigos:

En primer lugar, permitidme una mención especial a esos compañeros, los de clase, que me han dado la posibilidad de escribir estas palabras, actitud que demuestra confianza por parte de muchos de ellos y que no deja, con todo, de ponerme en un aprieto porque, en el fondo, todos esperan mucho de mí y lo que yo puedo hacer, en cambio, es bien poco. Mi presencia sobre el estrado, que ahora mismo me convierte en foco de atención y en punto de mira de los más maliciosos si los hay, no tiene otro logro que el de haberme ganado la consideración de los compañeros ni mayor objetivo que el de acariciaros un poco la fibra que os mantiene sobre los asientos y no al calor de los pasillos. Gracias, entonces, por vuestra amabilidad y por vuestra disposición a escuchar las palabras de un estudiante que hoy —o eso parece— evoluciona a filólogo.

La tarde no me acompaña cuando digo que aún mantengo vivo el recuerdo del frescor que me empujó a cruzar la entrada de esta facultad aquella mañana de octubre de 2008. Venía de un instituto de Puerto Real donde había sido felizmente odiado por algunos profesores que no pensaban que llegaría muy lejos, y me encontré de cara con una de las mejores profesoras que he tenido en mi vida. Nos enseñó a analizar los textos narrativos como nunca nadie lo hiciera, y consiguió que una novela de un autor hasta entonces desconocido para mí cambiase el rumbo de mi existencia (no hace falta decir nombres, por supuesto, todos saben de quién, de quiénes hablo). Luego, al salir de clase, un caballero me preguntó si yo tenía algo que ver con la música y otro me estrechó la mano por beber café solo con hielo, como él. Ese fue el comienzo de una bonita amistad.

Hace de esto cinco años y para el resto del mundo es como si el tiempo hubiese volado, pero yo, sin duda por el maldito afán de atrapar los granos de arena, he sentido el transcurso de cada minuto bajo este techo, que me ha dado muchas alegrías y causado también mucha angustia. He hablado y abrazado a personas que en la vida hubiese creído puestas en mi camino y que, sin embargo, en lo que dura un café, acaso unas tostadas, un cigarro a veces en el patio, muy pronto adquirieron conmigo tal afinidad que ahora no hay leyes, reformas educativas ni charlatanes con corbata que nos separen. 

A lo largo de estos años hemos conocido dos tipos de estudiantes, también dos de profesores, opuestos y complementarios, necesarios ambos. El estudiante que ocupa sus horas de clase en tomar apuntes y sus horas de estudio en pasarlos a limpio, con una inercia informática, confiando a ciegas en lo que ha oído en las sesiones teóricas; el estudiante que ficha en una mesa de la cafetería a las nueve en punto y trabaja sin descanso por cuenta propia hasta las tres, almuerzo de por medio, con un entusiasmo a veces contagioso, y que en ocasiones desvía su atención hacia unas clases magistrales que sólo dos, tres, cuatro profesores, acaso un par de ellos más, tienen la capacidad de impartir. Por su parte, el profesor que recomienda la bibliografía con el corazón en un puño porque son obras imprescindibles; y el profesor que descarta toda posibilidad de razonamiento y reduce el saber a la limitación de una sola persona, porque al fin y al cabo lo que nos interesa no es el conocimiento, sino el examen. Todos forman el elenco de personajes que interpretan una obra en este teatro que llamamos universidad, o eso me pareció desde el principio. Un campo de batalla, según me dijeron antiguos universitarios.

Algunos, estudiantes de aliento que bucean en los libros en busca de respuestas, vinieron aquí para luchar. Venir a memorizar fechas y rasgos literarios es venir para  nada. Venir por los apuntes sin interés hacia las mejores plumas que nos ha dado la historia, es venir para nada. Bueno, sí: para sacarnos un título que, con un poco de suerte, nos servirá para envolver el bocadillo y que el viaje a Alemania no se nos haga tan largo.

El estudiante que aspira a ser filólogo ya lo es desde el principio. Amar la palabra, amar tan solamente, es el primer objetivo de nuestra disciplina. Quien ama la palabra, hace de las lecturas obligatorias una tarea necesaria que no se lleva a cabo en la biblioteca, sino en el parque, tomando una cerveza y con la compañía de las fuentes. Así se pasan las tardes más productivas que uno puede tener, enfocadas sobre todo a que tres días antes del examen —si es tal vez lo que al final importa— las lecturas obligatorias se hayan hecho por placer y no suponga una tortura repasar los contenidos.

Pelear en el campo de batalla exige la formación de un espíritu crítico que nos ayude a avanzar, no a retroceder como dicen que cada vez hacemos con más frecuencia, y eso sólo se consigue si damos rienda suelta al pensamiento. Sin la reflexión, sin abrir la mente, difícilmente puede entenderse el mundo. Por eso el estudiante que aprende en la cafetería se desintoxica de la información estática y se cuestiona lo que hay más allá del texto, incluso de los grandes, porque para eso hemos venido: Cervantes no era el autor del Quijote hasta que lo escribió, y Lorca no pensaba en Bernarda Alba cuando aún estudiaba piano con Manuel de Falla.

La literatura sirve para mover al hombre, no sólo para conmoverlo. Es la función principal de todas las manifestaciones artísticas, arte por medio de la palabra. Pero literatura no es sólo una buena novela, un buen soneto, una obra de teatro: literatura es aquello que podemos encontrar en la calle y que, sin ningún esfuerzo sobrehumano, pasa de lo anecdótico a lo trascendente como por casualidad. Podemos convertir en arte cualquier objeto de deseo, hasta un libro de Dialectología Hispánica al que echáramos a volar por la ventana y él solo abriese sus alas —perdón, hojas— al viento para planear sobre la carretera. Hasta una vivencia insignificante como las de todos los hombres se nos antoja susceptible de embellecimiento: eso es la literatura, y a partir de la belleza, el amante que la persigue puede pretender la justicia tal y como el autor la pensara en su discurso. 

En busca de la justicia, por cierto, hemos vivido huelgas, manifestaciones de todos los tipos y maneras que no sé si habrán conseguido algo, pero desde luego han llenado las calles de gente con una idea en común. La educación es para todos, la universidad pública, venimos a desarrollarnos como personas para contactar con el mundo y para entenderlo, si cabe. 

Pero no creo que sea el momento de recordar anécdotas de cómo conseguimos enfrentarnos al mundo a lo largo de estos años. Claro que también hemos vivido experiencias divertidas que merece la pena contar, pero una relación de los acontecimientos más emocionantes de nuestra carrera sería, primero, imposible si no quiero extenderme demasiado, y segundo, de escaso interés para buena parte del sector que me escucha. Del mismo modo en que la educación debe ser cosa pública y no sólo de unos cuantos "privilegiados", tampoco creo que debamos recordar esos momentos comunes sólo para los compañeros y que nuestros padres no entiendan qué le pasó a Periquito el de los Palotes cuando iba con su tráiler, ni quién dijo si el Mío Cid era una novela y la Celestina una obra de teatro, ni quién confundió El Buscón con Cervantes dándoselas de erudito; ni tampoco quién gastó esta broma antes de un examen, ni quién discutió por tonterías cuando íbamos a fecharlo, ni quién estuvo a punto de caerse —digo bien— de un balcón con tal de desviarse de las teorías; ni mucho menos cuáles han sido los temas de conversación y disparates en los pasillos y en las noches de fiesta. 

Todas estas anécdotas me impedirían poner punto final a mis palabras, pero llega el momento de despedirme del auditorio, que no de mis compañeros. Seamos, amigos, quienes fuimos, inocentes en las mismas mesas de la cafetería, donde los héroes verdaderos, los que no se cambian para ayudar a la gente y reciben con una sonrisa de oreja a oreja, nos han hecho, en fin, felices. Gracias a Javi, Manolo, Pepa y los que vinieron antes —Alberto, que nos espera en la Bomba para la hora feliz cuando se tercia—. Gracias al batallón de secretaría que nos ha solucionado la vida con unos cuantos trámites. Gracias a los profesores que me han considerado digno de servir durante unos minutos al conjunto de padres, madres y amigos de cada recién graduado, y que también comparten con ellos el patio de butacas. A la nómina de becarios y doctores, Marieta, Miguel, Carlitos Cruz, Paco Cuevas, Jesús; a la de profesores más cercanos, Manolo Rivas, María Jesús Ruiz, Pepe Jurado, María del Carmen García Tejera, Alberto Romero, Nuria Campos. A todos, muchas gracias. Y a mi admiradísima y querida Nieves Vázquez, por favor, querida amiga y compañera de fatigas literarias, porque tú sí que eres inagotable.

Y las anécdotas personales… en fin, son muchas y muy buenas. Quedarán en la memoria porque pertenecen a la intimidad de ese grupo que se reúne en dos o tres bancos de acero allí abajo, donde el sol nos alimenta y las palomas se chocan contra los cristales. 

Muchas gracias.

Jorge Andreu
5 de julio de 2013

[Siguió a la lectura de este discurso la interpretación de una pieza de Franz Liszt, Sueño de amor (Liebesträume nº 3), que podéis encontrar también en esta entrada]