miércoles, 27 de agosto de 2014

Prisas

A veces Marcel piensa que se le van a derretir las ideas bajo el sol. Tantas ideas saturadas en el mismo rincón de la memoria y tan poco tiempo para acordarse de ellas. Y cuando de ellas se acuerda, es para verlas, maduras y con un cuerpo indefinido, en los sueños de jornadas de trabajo. 

Viajaba con prisa en uno de esos autobuses que a media tarde osan cruzar el puente aun a riesgo de sufrir una insolación cuando, medio derretida en el cristal, encontró la imagen de un jovencito que devoraba con hambre atroz una novela policíaca. El único objetivo es descubrir al asesino, diría. ¿Y los personajes, su carácter, la transposición de la realidad en un ente acartonado que cobra vida gracias al arte de la palabra bien puesta? ¿Y el suspense, ese ingrediente secreto que sólo los más audaces saben cuándo sazonar, si es que necesita condimentos antes de bajarse al fuego? Descubrir al asesino. ¿Y la sociología de la investigación? ¿Y el mensaje oculto de la novela como muestra de la narrativa mejor dotada? Bah, también él busca al asesino en la maleza de tantos interludios, después de todo.

Junto al muchacho, un hombre altísimo y robusto que había ocupado el asiento en la última parada leía, bañado en sudor, el billete del autobús. Un papel que cabe en la mano, y a lo largo de media hora de camino el hombre no hacía más que leer y releer su contenido, como si en su interior estuviese la clave, la respuesta a las preguntas más antiguas del ser humano. ¿De dónde venimos y adónde vamos? Pero sus ojos extraían el jugo de cada palabra, de cada número, el saldo restante, el logotipo de la empresa de transportes, las condiciones, la hora de venta y el límite de transbordo. Una y otra vez repasaba la misma información. Una y otra vez se detenía en el número que identificaba el saldo restante. ¿Cuánto dinero me queda? Sería lo mismo que decir cuánto cuesta mi destierro, porque si no obtenía una mínima propina en la calle todo el viaje habría sido en vano. Descubrir el modo de aguantar unas monedas. Ni personajes, ni suspense, ningún misterio: la realidad bajo el sol de agosto. Y podía leerla en pocas palabras, y podía releerla una y otra vez. Volver sobre lo mismo, la misma pregunta formulada desde infinitas perspectivas, con los ojos marcando el interior de un solo papel, menos que una servilleta, mientras el muchacho pasaba páginas y más páginas hasta llegar sin aliento al final de un nuevo capítulo donde, por supuesto, el asesino no había sido descubierto.

Las ideas de Marcel se desvanecen con prisa. Algunas aguantan un poco en la memoria, pero mueren como viejas fotografías, rotas de tanto roce con el bolsillo. Y el tiempo, impertinente, insiste en dejar su huella. Imágenes que quedarán para los sueños porque nunca se encuentra el momento preciso para llevarlas al papel. Después de todo, uno cree siempre que en las miles de caras ajenas que ve cada día encontrará, desmenuzada, la idea que busca desde hace años. Pero no es así. 

Y el autobús, lleno de gente acalorada que quiere salir al aire libre, viaja con retraso. 

Jorge Andreu