sábado, 27 de marzo de 2010

Verdura soleada con un baño de tierra agridulce

Este laudatorio escrito a mi más fiel compañera de correas y lametazos, de quejidos y bostezos, fue publicado en el blog de la Generación del Ocho el día 14 de marzo, hace muy poco tiempo, pero quería añadirlo a la lista de entradas publicadas bajo el título de una receta, de un plato tan delicioso como su compañía. Espero que quienes no lo hayan leído en el otro blog disfruten del contenido.

La lengua a un lado, a otro, agitada al compás de tu respiración, como arrojada al vacío por la brisa, por este aire que nos envuelve en un silencio profundo, íntimo, propicio para compartir unas miradas. Tus ojos brillan y en su luz veo el reflejo de mi rostro, el pelo alborotado y el ceño fruncido, mientras las pausas de tus parpadeos y tu constante movimiento me impiden dirigirte un guiño. Suspiras, tragas saliva, vuelves a sacar la lengua y lames mi cuello justo cuando un amigo pasa ante nosotros y se lleva el recuerdo de una imagen feliz. El sol me enseña el mundo, y tú la vida.

Desde mis pestañas se desliza colina abajo una lágrima fugada de su hogar y cae parsimoniosa hacia la tierra. Tú la sorbes y rastreas la huella gris que ha dejado para luego mirarme, pedir una respuesta que no puedo concederte, y a mí sólo se me ocurre abrigarme en tus brazos. Gimes, sin llegar al llanto, y mis mejillas saladas relames; yo recojo la aspereza de tu lengua en tanto acaricio tu piel y los espasmos se apoderan de mi pecho. Entonces te echas sobre mí y me demuestras tu cariño bajo la protección del astro rey, sobre este reloj que ya no mide mis horas perdidas, que se ha detenido en un minuto con el propósito de no confiarme más secretos.

De repente, oigo una voz a lo lejos que me dice: «ven, ya es la hora, hemos de volver»; y entonces me levanto del suelo, sacudo la tierra de mis pantalones, beso tu cabeza y te pido que me acompañes hasta el banco. Me vuelves a exigir una respuesta y yo sólo puedo darte una sonrisa y una caricia bajo el cuello, un pellizco tras la oreja y el crujido de la cadena al contacto con la anilla del collar.

Cruzamos la carretera, y en el campo te dejo libertad. Sosiegas tu vejiga sobre la hierba, la dejas reluciente y luego correteas entre los matorrales. Desde lejos te veo sumergida en la maleza, muy quieta, y al instante retornas tus pasos hacia mí en un gracioso trote, saltas a mi lado y lames otra vez la mano que te engancha a la cadena. Susurro en tu oído unas palabras: «vámonos a casa». Y dejo que marques el ritmo.

Pobre amiga mía, que tantas veces me has pedido salir de paseo; pobre hermosura de vellos resplandecientes bajo la intensidad agridulce del sol: vamos a casa, donde te prepararé un delicioso manjar y jugaré contigo hasta el crepúsculo. Y yo que no esperaba una respuesta de tu boca, no merezco la palabra más grata que sabes dirigirme: «guau».


Jorge Andreu.
A quien comparte mi soledad con sus lamidos.

lunes, 22 de marzo de 2010

De cómo un adolescente reacio a los estudios llegó a convertirse en prestidigitador de los minutos (III)

TERCERA PARTE

Así que —como decía—no bien dio comienzo el curso, y con él su preparación para el ingreso a la universidad, el nuevo Marcel, poeta y músico pese a sus negativas ante nuestras lisonjas, se autoimpuso un horario que casi cumplía a rajatabla, en cuyos huecos libres, frente a la dedicación que en otro momento hubiese dado a la televisión o a los juegos de ordenador, escribió las cuatro letras entonces convertidas en las más importantes de su vida: «leer». Y la lectura ocupaba todo su tiempo libre: cada tarde, después del almuerzo, cuando los ojos echan las persianas a causa de la presión de la comida y la mente desconecta del mundo para exigir al cuerpo unos minutos de descanso, en lugar de relajarse en el sofá con la serie humorística de dibujos animados más popular, se sentaba en la cama, libro en mano, y así disfrutaba durante media hora. Su padre, por entonces distanciado de él a raíz del accidente de aquella tarde ya lejana, le dijo en más de una ocasión: «Marcel, hijo, deja de leer tanto, que te va a pasar como a don Quijote», y Marcel se burlaba a escondidas porque pensaba que su padre no sabía qué le ocurrió de verdad al hidalgo, aunque después de pensarlo una desazón incontrolable se apoderaba de sus entrañas y lo recorría igual que el rugido del hambre. Luego siempre retomaba la lectura sin hacer caso a las palabras de su padre.

Era —la lectura— como un soplo de vida antes no requerido, como una droga cuya adicción acude al cuerpo tras haberla probado una vez, como caminar a través de un mundo paralelo, visionar las montañas, los paisajes, el anochecer junto a la amada compañía de la soledad; era como si la fiebre de una enfermedad penetrase en su cabeza cuando abría los libros, olía su interior y recordaba la historia igual que un personaje de su novela favorita, a la cual acudía (y acude hoy) para ahogar sus penas. Si llegaba estresado de clase, las palabras de sus poetas lo solazaban, y si quería despejarse de la tensión de los exámenes, empleaba el descanso en la lectura de un capítulo corto o un relato. De ese modo las letras aliviaron su inquietud en los momentos más difíciles.

A las cuatro de la tarde ocupaba su escritorio para los ejercicios de análisis y traducción de textos latinos: el diccionario a un lado, el libro al otro y los apuntes en el centro, y aunque a veces sus fuerzas no pudieron resistir la tentación, lo habitual era encontrarlo embebecido en la prosa de César. Las lecturas de filosofía jamás le requirieron esfuerzo, pues el mero hecho de leer un texto ya se convertía en el mayor placer de su intelecto, pese a las vueltas que algunos fragmentos sobre el alma exigían.

En ocasiones no disponía de tiempo libre en casa porque las clases de música le impedían disfrutar del placer de la lectura a la hora de la siesta, de manera que se obligó a aprovechar la media hora de ida y otro tanto de vuelta en autobús a fin de avanzar el número de páginas de cada día. Mientras viajaba, muchos le dirigían miradas extrañas, pero él disfrutaba tanto más cuanto peor era el gesto de quien ocupara el asiento contiguo. Ahora comprendía lo absurdo que había sido insultar al empollón en la noche de botellón, cuyo recuerdo, mira, no ha sido en vano.

Una vez llegó a clase —porque los martes a primera hora de la mañana teníamos juntos francés, aunque mi itinerario era diferente al suyo en las materias de modalidad— y, pues se mostraba inquieto, yo le pregunté el motivo, pero de inmediato supe que la causa no era sino el haberse levantado más temprano de lo habitual a fin de emplear un paréntesis de veinte minutos en la lectura, unos minutos de oro entre el desayuno y la salida rumbo al instituto, momentos del tiempo en una vida anterior desconocidos, que ahora se empeñaba en exprimir. Yo alguna vez me he levantado una hora antes para repasar un examen, hacerlo por placer, para continuar un libro que de igual modo podría retomar por la tarde, me parecía excesivo.

Excesivo fue, empero, el modo en que estrujó las horas en el curso siguiente, el cual exigía mayor dedicación. Además, dada la escasez de matriculados en su rama, incluyeron a Marcel entre la multitud científica, por lo que a la hora de fijar una fecha de examen sus compañeros eran injustos con él; no obstante, supo tragar obscenas palabras como nunca hiciera y aprovechar el tiempo, y fue tal el rendimiento, que en mayo lo premiaron con una de las matrículas de honor del curso. El tiempo es oro —alegó— y desperdiciarlo sería como tirar el oro. Y por eso había aprendido a manejar los minutos.

Según me confió una noche, el examen de acceso a la universidad, el cual constaba de seis materias distintas, se lo preparó por las mañanas acompañado de un vaso de güisqui, mientras que aplicaba la tarde en sus acostumbradas dosis de lecturas sin interrupción. Cuando salimos de la última prueba, me dijo emocionado: «Ahora voy a vivir la vida como ninguno de mis compañeros». No sé si exageraba.

Desde entonces, eso sí es verdad, la vida la ha vivido como nadie: en menos de dos años ha alcanzado la cultura que un estudiante puede lograr durante toda su vida hasta la entrada a la universidad. La lectura y la música son para él los dos círculos más importantes de su existencia. Del amor no es momento de hablar: el amor que siente hacia los libros es superior al de los besos, las caricias y el aliento compartido.

COLOFÓN

Se nos hace tarde. La vida amorosa de Marcel con la hermosa Sara no era el asunto que nos había reunido en este café, y no hablaremos de ese tema a no ser que él mismo tenga la intención de contarnos algo.

—Ahora no, gracias.

—De acuerdo, Marcel. Entonces ha llegado la hora de pedir la cuenta. ¡Camarero!

—Dígame —me responde el caballero de camisa blanca y negro pantalón.

—La cuenta, por favor.

Dos güisquis de etiqueta negra y un batido de fresa. Marcel y yo nos hemos decantado por la amargura de la poesía, pero como tú prefieres el azucarado manjar de leche y fresa que acompaña las historias de amor, y puesto que tú has sido quien nos has hecho venir aquí con intención de conocer la historia de mi amigo, te toca pagar.

—Cuando quieras saber mi historia de desamoríos, llámame y te invitaré a merendar.

—Gracias, Marcel. Esta vez pago yo.

El camarero nos despide y los tres salimos a la calle. Son las ocho y media de la tarde, el sol se ha puesto y las calles apenas quedan alumbradas por tenues luces de farolas en esta villa dejada de la mano de Dios. A la sombra del letrero luminoso de una agencia de viajes, me has preguntado si esta conversación puede ser objeto de un reportaje, y yo resuelvo tu duda: si consideras interesante la vida que te he contado y crees que puede dar lugar a un buen reportaje para tu periódico, tienes mi permiso, pero no creo que esta historia la lea alguien dos veces. Es la historia de un triste soñador arrepentido de jugar con los años. Desde su escritorio, el bohemio Marcel se reirá de que su vida haya sido noticia durante un día. No considerará jamás el buen poeta que sus versos sean dorados como el brillo de unos ojos.


Jorge Andreu
Puerto Real-Sevilla, marzo de 2010

viernes, 19 de marzo de 2010

De cómo un adolescente reacio a los estudios llegó a convertirse en prestidigitador de los minutos (II)

SEGUNDA PARTE

Perdonad el bostezo, pero es que la vida de mi amigo Marcel antes de su metamorfosis siempre me resultó aburrida: tenía mucha acción en lo que se refiere a movimiento, esto es, montaba muchas peleas en el instituto, insultaba a los profesores y se metía con quienes obtenían buenas calificaciones en clase, en lugar de extraer de ellos el ejemplo; sin embargo, hay aspectos personales que sólo podemos apreciar los amigos, y después de muchas horas junto a Marcel, además de vivir a su lado la transformación de su personalidad, descubrí que en realidad el Marcel de ahora dormitaba en el subsuelo de su corazón, sólo que aún no se había dado cuenta. La vida a partir de su primera lectura me resulta mucho más grata de contar. Pero no adelantemos acontecimientos.

Decía que meses después su vida experimentaría un cambio extraordinario, y en efecto así fue: una tarde llegó a su casa enfadado por algún asunto semejante a los ya referidos y su padre, sin venir a cuento, le reprochó las salidas imprevistas de cada día, a lo que mi amigo no supo cómo responder. Su carácter estaba muy disparatado en aquella época y reaccionaba con euforia ante cualquier estímulo, hasta lanzar un puñetazo sin detenerse a pensar en lo que hacía —lo mismo que les sucede a los callejeros de su edad, aunque no sean capaces de admitirlo—. Así que al ver a su padre enfurecido sin motivos se encolerizó aún más, de manera que la casa se convirtió en pocos segundos en una perrera donde se oían gruñidos y casi hubo zarpazos. Esta pelea fue quizá la última de Marcel y le sirvió para dar el cambio que me disponía a contar antes de que el acontecimiento de los carteles mal escritos se cruzara en mi camino. Así pues, Marcel corrió a su habitación, donde su hermano jugaba al ordenador, y pues no hallaba otro modo de olvidar el ruido de su alrededor, de una estantería poco poblada extrajo al azar un libro de doscientas páginas que desde su compra nadie había abierto. Se tumbó en la cama, encendió la lámpara de la mesita de noche y se sumergió en la lectura el resto de la tarde y la noche completa, sin bajar a tomar la cena, de modo que a la mañana siguiente, como lo vi tan callado, le pregunté qué le ocurría y me contó que no había dormido nada para leerse un libro completo. Imaginad mi reacción de entonces. Él le quitó importancia con un gesto de la mano, pero yo sabía que aquello dejaría sus huellas en mi amigo.

El curso llegó a su fin y, tal como se esperaba, Marcel obtuvo buenos resultados. Nunca supe cómo lo hacía, pero el caso es que sin estudiar avanzaba curso tras curso. A mí me suspendieron la asignatura de música: no sabía entonar y aunque la teoría estaba aprobada, el profesor no quiso darme un voto de confianza, así que ese verano me harté de canturrear el himno de la alegría.

No sé si conocéis a Joaquín Sabina. Es un tipo que cantaba algo de que los besos duran tanto como el hielo de un güisqui. Lo sé porque ese verano Marcel se mostró feliz de haber descubierto en el sótano de su casa los discos de ese hombre y los escuchaba a todas horas. Una mañana fui a que me ayudara con el solfeo, porque a él le había ido bien desde el principio, y me sorprendió ver su emoción cada vez que el cantante pronunciaba un verso; y entonces comprendí que había dejado de lado a los pinchadiscos pastilleros. También fue una sorpresa descubrir algo que se había tenido muy callado: sabía tocar el piano, y de hecho lo hacía muy bien. Al curso siguiente —yo aprobé mi examen de septiembre gracias a su ayuda—, todos nos dimos cuenta de su arte: al principio de la clase, un chico se había acercado a nosotros y había escuchado cómo Marcel planeaba un atentado contra las ruedas del coche de una profesora, y se asustó, pero cuando lo vio salir al centro de la sala, sentarse en el piano e interpretar como nadie un estudio de Chopin, supo que no era tan macarra. En efecto, Javier —que así se llamaba el muchacho— se unió a nuestro grupo muy poco tiempo después, mientras que Mario se volvió ajeno a nuestra presencia y terminó por alejarse debido a su actitud tan reacia a lo que consideraba una pijada y no era sino una loable habilidad artística. Sin embargo, el rechazo de Mario ejerció una notable influencia en mi amigo, como ahora veréis.

Mario cambió de amistades hasta llegar a extremos innombrables. Empezó a faltar a clase y mostraba más desinterés que el peor Marcel, e incluso una vez lo insultó al verlo en compañía del nuevo amigo; le dijo: «hay que ver, con lo leal que eras y me cambiaste por una rata de biblioteca», y es que esta especie demoledora sugiere echar la culpa a quien hace el bien. La rata de biblioteca no era sino un joven amante de la lectura que disfrutaba con el intercambio de opiniones, y aunque se mostraba indeciso a la hora de sacar el tema porque no estaba seguro de que fuera del agrado de Marcel, éste en ningún momento cambió su sonrisa por una mueca de asco como otrora hiciera en la noche de botellón. Además, la conversación con este chico desembocó en una propuesta para que presentara un poema al concurso del instituto. Habéis oído bien: mi amigo Marcel guardaba poemas de desamor dedicados a Helena y muchas otras sonrisas, versos de los cuales nunca me habló, y pues había salido el tema en el recreo de una mañana de abril, decidió enseñármelos y presentar al certamen, el cual concluía con una copla muy hermosa:

Me moriré en solitario
yo, triste y sin el orgullo
de cumplir mi gran deseo,
que es besar los labios tuyos.

Ganó el primer premio. Nadie lo esperaba, ni aun el profesor de lengua, que en aquel año nos explicó su parte y la que debía haber explicado la profesora del curso anterior. No conocía esta faceta de Marcel porque aún era muy pasota: prefería estudiar música, ahora que todos sabían de su lado artístico, y rehusaba perder el tiempo con la sintaxis. De hecho, ahora recuerdo aquella mañana remota en que nos deleitó, por orden del profesor, con un recital cargado de romanticismo y ensueños de Debussy. Era ya mayo, ya le había sido entregado el premio de poesía —un libro, por celebrarse el acto de entrega el 23 de abril— y pocas semanas después llegaría el final de la secundaria. El aula aguardaba vacía y en silencio la entrada del concertista, quien tardó unos minutos en atravesar el umbral de la puerta con su camisa blanca y su pantalón negro, con sus zapatos elegantes y su mirada indecisa. Toda la indiferencia que en otro tiempo mostrase ante los eventos culturales ahora se mezclaba al miedo escénico, a los temblores antes de ejecutar su primera pieza en público, que fue un nocturno de Chopin, y después del colofón al que dedicó una danza española de Enrique Granados, más una propina mozartiana a petición de la profesora de biología. A mí se me saltaron las lágrimas cuando vi a mi mejor amigo saludar con esa inclinación de músico profesional. Con los últimos acordes a Mario le entraron ganas de vomitar e hizo el gesto ante la mirada del pianista. A Helena, que asistió gracias a mi llamada, se le rompió el corazón y a su novio el mito de hombre duro. El resto de los oyentes contuvieron la respiración durante la hora y media de música sólo interrumpida por los crujidos de la banqueta del piano, cuyos chirridos facilitaban la concentración a su ocupante.

Así pues, Marcel fue capaz de sacar emociones de sus dedos, y éstos calaron en lo más hondo del público, de modo que esa mañana se convirtió en el chico más popular del instituto.

A lo largo del verano ofreció dos conciertos más en un teatro, pero llevaba detrás un profesor y debido a su autoridad no le permitieron elaborar un buen programa de mano, pero aun así nos volvió a mover el corazón. El curso había terminado, el primer recital fue la noche del 26 de junio y justo después salimos a celebrarlo; sin embargo, Marcel se mostró reacio a probar una gota de mi cóctel ni quiso prepararse uno para él, sino que pidió a una atractiva camarera un vaso de güisqui con hielo. Decía que ya no soportaba las mezclas. Y yo lo comprendí después del verano.

Se resistió a mezclar la lengua y las matemáticas para el curso siguiente, así que escogió la rama de letras y se embarcó junto a Virgilio en una horrible travesía. Freud, Platón y Nietzsche lo sacaron del agujero de ignorancia donde se hallaba, y las construcciones de participio absoluto más las subordinadas de infinitivo con acusativo de sujeto lo empujaron a hacer la mayor locura que de él he conocido: leer un libro cada semana. Para lograr este objetivo, para alcanzar la cifra impuesta a sí mismo en noches de hastío y arrepentimiento por los años resbalados de sus manos, tuvo que aprender del arte de la prestidigitación y hacer malabares con las horas. Pronto se convirtió en un maestro del reloj. Pero dejadme pegar un sorbo a mi licor antes de terminar.

lunes, 15 de marzo de 2010

De cómo un adolescente reacio a los estudios llegó a convertirse en prestidigitador de los minutos

PRIMERA PARTE

—¿Habéis sido vosotros?

—No.

—Bueno. De todas formas, enseñadme el carnet de identidad.

—No lo llevo encima.

—Tampoco yo. Sólo salíamos a airearnos un rato.

—Bien. Entonces, me decís vuestro nombre, apellidos y domicilio.

La vida de mi amigo Marcel siempre estuvo en constante cambio, tanto que en ningún momento adiviné que sería capaz de hacerlo. Cuando íbamos de vuelta a casa, pasó un coche de cuyo interior salía humo y música, nos pitó y tras ver nuestro saludo continuó el trayecto; yo, que esperaba ver libre la carretera, aproveché la ocasión para despedirme y cruzar en dirección a mi puerta, en tanto Marcel seguía a paso lento hasta el final de la calle.

Mientras recorría la distancia de doce números pares que separaba nuestras viviendas, Marcel pensaba en los sucesos de aquella noche: era sábado y el reloj acababa de dar la última campanada de las once cuando el teléfono emitió un ring ruidoso, incómodo, y el padre de mi amigo atendió la llamada en estado de vigilia. De inmediato me pasó con Marcel, quien en ningún momento rechazó la invitación: tenía una botella de ron para compartirla con tres personas. Aceptó enseguida la oferta y salimos a celebrar mi cumpleaños en un parque cuyo aforo rebosaba cada fin de semana gracias a aquellos jóvenes sedientos de alcohol que iban en busca de carne. Marcel, Mario, Julián y yo nos situamos en un rincón, compramos vasos de tubo y una bolsa de hielo, servimos generosos cubatas e iniciamos una conversación, y como para compartir opiniones entre nosotros había un tema frecuente que giraba en torno a los videojuegos y a las películas americanas de borracheras, chistes fáciles y rubias teñidas cuyo desnudo tenía menor precio que su falda ante las cámaras, el tiempo transcurrió deprisa entre comentarios, risas y anécdotas relacionadas con esas películas que durante algunas noches veraniegas veríamos en mi casa. También solíamos hablar de fútbol, pero Marcel se aburría cuando de nuestra boca salían nombres de jugadores brasileños y explicaciones teóricas de la buena labor del árbitro, porque si de verdad había algo en el mundo que no le gustaba era el fútbol. Aunque lo mismo podría deciros de la lectura.

En efecto, mediaban la noche y la copa de Marcel justo en el momento en que detrás de él un chico con gafas y camisa rosa de mangas largas, que sostenía en la mano derecha un refresco de naranja y tenía voz nasal, le contó a su amigo que aquella noche había terminado de leer el libro que le regalaron con motivo de su decimoquinto cumpleaños, y fue tal el desprecio que expresó la mueca de Marcel, que no sólo no podría describir su gesto, sino que además la risa me impediría continuar el relato. Baste decir, pues, que mi amigo dirigió aquella mirada al joven de las gafas y le dijo: «¿libros?, por eso tienes esa cara de empollón», y acto seguido inclinó el codo para apurar el cubata, como si el hecho de beber el alcohol más rápido que nadie otorgara un grado más de heroicidad a su hazaña; y mientras se reía del chico, que permaneció en silencio para evitar problemas, llenó otra vez su vaso hasta la mitad de ron y completó el cóctel con refresco.

El crujido de la llave al contacto con la cerradura lo sacó de su recuerdo, pero no impidió que en su mejilla izquierda se dibujara un amago de sonrisa. Giró la muñeca y accedió al salón, oscuro, de su casa. Aquella noche no se había encendido la chimenea pese al frío. Fue al baño, se lavó los dientes como pudo, y también como pudo subió poco a poco las escaleras hasta su dormitorio. El cuaderno rojo sobre la cama, que descubrió una vez encendida la luz, le trajo a la memoria los deberes del lunes: acabábamos de estudiar métrica y la profesora de lengua había repartido en fotocopias sonetos de Garcilaso cuyos versos debíamos medir. Bah, se dijo, mañana lo haré si me levanto con ganas, y si no, seguro que algún pringado se ofrece voluntario. Lo más probable es que en ese momento se acordara del empollón al que insultara en el parque, pero no duró mucho este recuerdo, pues al tiempo que se desvestía luchando contra una inminente caída de espaldas, se le vino a la cabeza un suceso de poco después de la segunda copa.

A pesar de que Marcel odiaba el deporte y cada vez que concertábamos una cita para jugar un partido amistoso de fútbol se negaba a acudir al encuentro, la mañana en que apareció en las pistas sin avisar fue como si todo hubiese dado un vuelco. En nuestro equipo jugaba una chica llamada Helena, cuyos regateos superaban nuestra estrategia invencible. Marcel se vio obligado a convertirse en jugador para así acercarse a aquella jovencita que tenía dos años menos y una sonrisa capaz de muchos tantos. Después de una intensa jornada de balompié, Marcel se atrevió a pedirle su número de teléfono. Sin embargo, aunque estuvieron juntos en varias ocasiones, nunca llegó a besar aquellos labios deportistas, y en lugar de ello Helena lo tomó por confidente y le contó que andaba detrás de un chico cuatro años mayor que ella. La relación casi se rompió en pedazos a pesar de los intentos de Marcel por desenamorarse. Pero cuando el grifo se abre sobre un vaso lleno, el agua se derrama, y casi se pudo ver cómo se derramaba la vida de mi amigo por sus ojos al encontrar entre la multitud del parque a Helena abrazada a un chico cuya lengua recorría su cuello y cuyas manos estrujaban sus nalgas; y no tuvo el empollón ocasión de ver por primera vez sangre derramada en el suelo porque mi amigo Mario y yo conseguimos sujetar, cada uno de un brazo, al enfurecido Marcel, que no por ello dejó de montar alboroto con sus gritos y los intentos de zafarse. En vista de que no éramos capaces de sostenerlo, tuvimos que tirar fuerte y aguantarlo contra el suelo hasta que se relajó y empezó a lloriquear como un niño. Nunca antes, ni después de aquella noche, lo he visto en ese estado: tanta era su impotencia, que no pudimos quedarnos en el parque. Mario me ayudó a sacarlo de allí y juntos nos dirigimos a paso lento e indeciso hacia un callejón, donde se sentó un rato. Tras derramar lágrimas de desamor que agitaban su pecho y provocaban en su cuerpo el mismo vaivén de su habitación, en la que ya tapado hasta el cuello intentaba dormir, se decidió a caminar por su propio pie.

Llegamos, muertos de frío —porque aun al aire libre en el parque del botellón hacía calor—, a una plaza abierta donde el silencio de la noche sólo era interrumpido por el balanceo de un columpio al contacto con el viento; en cuyo centro había una especie de olla colgada de dos mástiles que también hacía las veces de columpio. Marcel se puso contento de repente y saltó la olla cual alada mascota desobediente, y una vez en el fondo del balancín, empezó un continuo movimiento de vaivén en tanto que llamaba a la chica objeto de su llanto y la enviaba desde muy lejos a un lugar mucho más lejano. Mario y yo nos miramos atónitos y acto seguido fuimos a hacerle compañía. Al cabo de no pocos minutos de juegos infantiles, bromas absurdas y balanceos de borracho en aquel parque en miniatura, Marcel se levantó, se tambaleó y, cuando logró mantener el equilibrio, se dio a correr por la calle desierta, de suerte que llegó, gracias al azar y a nuestra persecución, a los jardines exteriores del pueblo, cercanos al paseo marítimo. Allí detuvo su carrera, como extasiado, y nosotros que íbamos en pos de él paramos unos metros más atrás. Contemplamos su actitud: estaba quieto y mantenía la vista fija en un extremo del jardín, donde en un cartel clavado se leían las palabras «prohibido defecar perros». A mí se me escapó una breve carcajada de pensar hasta qué punto llegaba la incultura del alcalde. Pero Marcel hizo algo más que reírse: corrió hacia el cartel y lo sacó del agujero.

Ahora me río al recordar la escena, e incluso recuerdo haberme divertido en su momento; tengo un recuerdo fotográfico de la experiencia. Sin embargo, la rabia me roía las entrañas cuando despedí a mi amigo y entré en mi casa, porque a la vuelta de aquella juerga un coche patrulla se detuvo ante nosotros y de él se apeó un policía a pedirnos la documentación. Ya podía, de todas formas, haber sido ese el motivo del llanto de Marcel, pero para su desgracia había sido peor el encuentro de su amada a los brazos de otro. Tardó mucho en dormirse, pese al efecto depresor del alcohol, y al levantarse a la mañana siguiente lo primero que dijo fue: «No tengo ganas de hacer los deberes, algún pringado los hará por mí».

Así que el lunes la profesora le preguntó si había analizado algún poema y recibió como respuesta la absurda excusa de que no sabía hacerlo. A Marcel nunca le gustó estudiar. Decía tener mejores entretenimientos y más interesantes deberes que pasarse tres horas cada tarde con ejercicios para el instituto. Lo peor era que tampoco estudiaba el día antes del examen igual que muchos de nosotros, y peor aún: solía superar las pruebas escritas. Pero era muy perezoso. Por muy inteligente que sea —me decía una y otra vez—, no me importa perder el tiempo, porque esa es la opinión de los profesores y a esos malditos siempre hay que desobedecerlos. Nadie se imaginaba que meses después su vida empezaría a experimentar el cambio más importante que jamás le deparó el destino.