viernes, 29 de marzo de 2013

Fred Zinnemann - Julia (1977)

A menudo conmueve comprobar que algunas amistades no envejecen, como no envejecen muchas películas. Después de más de treinta años, Julia (1977) aún contiene la frescura de una bellísima narración sobre la amistad al mismo tiempo que rescata la sensación de que alguien nos observa desde cerca. Drama y suspense mezclados en una cinta que protagonizan Jane Fonda en el papel de la escritora Lillian Hellman y Vanessa Redgrave en el de su amiga Julia, dirigida por el vienés Fred Zinnemann y con una evocadora banda sonora de Georges Delerue

Desde su edad adulta, mientras se muestra de espaldas pescando en una barca, a solas con su testarudez, Lillian Hellman recuerda cómo conoció a su amiga Julia, una joven de familia acaudalada que dejó una huella imborrable en su adolescencia. Con la mirada nostálgica de quien se encuentra a la búsqueda del tiempo perdido, la narradora y protagonista de esta historia nos da cuenta, primero, de sus juegos de adolescencia con Julia, segundo, de cómo la vida las ha obligado a adoptar diferentes caminos —Lili se convierte en una escritora de éxito mientras que Julia se marcha a Oxford y luego a Viena para estudiar con el doctor Freud—, y por último, de un largo viaje en tren  hacia Moscú en el que tendrá que cumplir con un encargo de Julia, que en vísperas de la Segunda Guerra Mundial es miembro de un grupo antinazi. Basada en hechos reales, esta historia es la travesía vital de una judía que pudo ver desde dentro cómo funcionaban las cosas en los años previos a la guerra. 

Así pues, la película consta de tres partes. La primera de ellas, y más breve, cuenta la amistad entre Lillian y Julia, de la que surge la posterior fidelidad de la primera hacia la segunda. Desde este momento se hace patente el hecho de que la admiración de Lillian hacia su amiga le daría fuerzas para hacer lo imposible por satisfacerla, como puede verse en la segunda parte, que se centra en el desarrollo de esa amistad desde la distancia: Julia se ha ido a estudiar al extranjero y Lillian intenta seguirle la pista, aunque en ocasiones sus cartas parecen no llegar a su destino. Por último, la tercera parte, que ocupa la segunda mitad de la película, constituye un relato de suspense en toda regla: es el viaje que hace Lillian en tren hacia Moscú, con trasbordo en Berlín cumpliendo con un encargo de su amiga que consiste en transportar 50.000 dólares destinados a comprar la libertad de una gran cantidad de judíos. A lo largo de este viaje, donde prima la intriga frente al tono de nostalgia que poblaba la primera mitad de la narración, Lillian muestra su valentía y, sobre todo, su fidelidad hacia Julia. 

Mención aparte merece el cambio de tono de este tercer capítulo. Al reconocer el motivo del tren con que se abre la cinta y al que de nuevo se recurre en esta ocasión, el espectador comprende y conoce, por lo que la historia ha dejado atrás, que el propósito de la narradora no es recuperar del olvido una serie de vivencias adolescentes ni explicar los lazos de amistad que unen a las dos protagonistas, sino que pretende ir mucho más allá: en esta segunda hora de película ofrece una visión interna de cómo se ponen de acuerdo los verdaderos luchadores en la clandestinidad. De manera que la primera mitad de la historia, enmarcada por el humo de la locomotora, no era sino una presentación de dos caracteres en apariencia opuestos que al final se unirían por un interés común. Y por fin, todo el relato, envuelto en la bruma del recuerdo —esa mujer sentada sobre una barca como si intentase pescar imágenes del pasado—, contiene la frescura de la inmortalidad artística: es un lienzo al óleo que con el transcurso de los años se ha vuelto transparente.

Toda una joya cinematográfica que recibió, entre otros premios, el Oscar al mejor guión adaptado por el excelente trabajo de Alvin Sargent sobre el relato autobiográfico de Lillian Hellman. Una reliquia por la que no pasa el tiempo, aunque los años hagan de ella una pieza de coleccionista con imágenes traslúcidas de una realidad, la de los años veinte y treinta, oscura como el fondo de un lago.

domingo, 24 de marzo de 2013

Blas de Otero - Ángel fieramente humano

Mientras en la calle un grupo de personas se rompe la espalda de cargar una estatua montada en un burro, en mi cabeza ha sonado la voz de Blas de Otero cuando dedicaba uno de sus libros fundamentales a «la inmensa mayoría». Y es que esa mayoría hace alusión al batallón de personas que sin ser culpables sufrieron la crueldad de un mundo en mal estado: aquellas que tuvieron la desgracia de conocer la destrucción del hombre por el hombre sin que la religión sirviera de nada.

Publicado en 1945, Ángel fieramente humano representa, para la trayectoria literaria del poeta, lo mismo que para la historia de un hombre colectivo, el comienzo de un abandono. Las tres partes que componen este libro están dedicadas al desengaño amoroso, al sufrimiento del hombre que vive las injusticias de un país roto y al silencio con que un ente superior al que llaman Dios contempla la vida. Con un poema de introducción cuyos temas se desarrollarán a lo largo de otros veintiocho —la mayoría de ellos en la cárcel del soneto— hasta un desgarrador final que cuestiona todos los asuntos planteados, este libro representa el grito de un hombre que se muerde la lengua al descubrir que ni el amor, ni el presente ni la fe merecen la pena. Todo es sufrimiento porque en «este árbol desgajado», al descubrir tanta injusticia, «sólo el hombre está solo», como declara la voz poética en sus primeros versos. Nos encontramos ante un testimonio de capital importancia para entender la angustia de buena parte de la población española durante los años de la posguerra. 

Blas de Otero habla de sí mismo en este libro y se dirige a un tú que representa al hombre de la calle y que se funde con un nosotros conforme avanza el libro, pura representación de la unión que pretendía al hablar de «la inmensa mayoría» —cuyo concepto sería lo más importante de su poesía al conformarse como su propósito fundamental en la creación literaria—. El poeta, parafraseando las palabras de Octavio Paz, habla de todos los hombres cuando se refiere a sí mismo, tal como podemos comprobar en este poemario.

Resulta estremecedor pararse a pensar que, mientras la naturaleza sigue su curso, el hombre se da cuenta de que la única verdad es la muerte que lo rodea. Ni el amor, que el ser humano persigue «a través de la sangre y de la nada», ni el presente, plagado de muerte y de hombres que arañan sombras en busca de respuestas donde se juntan la desolación y el vértigo, ni la esperanza de hallar esta respuesta en la figura de Dios porque su existencia se convierte en un «poderoso silencio», ninguno de estos tres pilares consuelan al poeta. Es por eso que llega a la conclusión, primero, de que lo importante es ser conscientes de que existimos, dejar de ser «bestias disfrazadas de ansias de Dios» porque al fin y al cabo el único destino es la muerte.

Blas de Otero, maestro del encabalgamiento, construye con Ángel fieramente humano un ideario de gran utilidad para plantearse con seriedad algunas cuestiones; y entonces y además, con un verso de palabra directa como una púa. Recomiendo su lectura por el fondo de estos poemas y por la precisión de cada verso. Supone un buen punto de partida para conocer la obra del poeta bilbaíno.

lunes, 18 de marzo de 2013

Los papeles de Marcel (XXII)

Oficio

                    Papeles, más papeles, más papeles:
                    ni un solo hueco para los sonidos.
                    Cómo cantar desde el silencio.
                                                                   El aire
                    no vibra en las entrañas del papel,

                    sólo se intuye, como un hilo débil
                    de luz por la rendija de una puerta.
                    El salón es silencio si termina
                    mi voz sobre los pliegos manuscritos:

                    ¿cómo nombrar, entonces, el silencio?
                    Si lo nombro y no existe, si lo canto
                    tan sólo en mi interior porque no vibra,

                    ¿de qué será este ardor que se insinúa
                    entre papeles y papeles? ¿Cuántas
                    voces habrán de ser rugido en vano?

M. Camino

lunes, 11 de marzo de 2013

Los papeles de Marcel (XXI)

                  Luchar contra las mantas
                  bajo este flujo de toxinas,
                  con fiebre y a lo loco.

                  Un sueño de horas infinitas
                  dura un minuto de reloj.
                  El silencio se convierte en silbido
                  mientras las manecillas suenan
                  como campanas, a lo lejos.

                  ¡Tarde de inmensa eternidad,
                  cantan las calles
                  como si me echaran de menos!

                  Cuántos sueños habré de superar,
                  cuántos minutos hondos y serenos
                  habrán de suceder en esta frente…

M. Camino

viernes, 8 de marzo de 2013

Jon Avnet - Tomates verdes fritos (1991)

Detrás del título Tomates verdes fritos se esconde una preciosa muestra de la importancia de la amistad, una de las más emocionantes que he visto en los últimos meses. El afán de superación por la creencia en un modelo de conducta, el humor como método de fortalecimiento, la salvación por medio de la fantasía: he aquí tres claves planteadas en esta cinta que dirige Jon Avnet y que está basada en una novela de la norteamericana Fannie Flagg.

El encuentro fortuito de Evelyn con Ninny en el geriátrico donde ésta vive, sirve de punto de partida para una metanarración en voz de la anciana. Evelyn es una mujer que tiene problemas para hacer funcionar su matrimonio y, en el colmo del desánimo, se refugia en las aventuras de Idgie y Ruth, de las que da cuenta su nueva amiga durante sus visitas. Idgie y Ruth son dos personajes opuestos entre sí cuyos caracteres poco a poco se unen a raíz de la fundación de un restaurante en el que cocinaban tomates verdes fritos. Ambas amigas muestran un apoyo mutuo y consiguen tomarse la vida con optimismo gracias a la actitud que infunde Idgie, marcada desde niña por un trágico acontecimiento que forjó su rebeldía ante toda clase de obstáculos.

En líneas generales, la historia inmersa en la conversación de Ninny y Evelyn traza un recorrido vital por las desgracias a las que se someten Idgie y Ruth, haciendo hincapié en la superación de estos problemas. La valentía de «Towanda» —nombre con el que en un principio se conoce a la joven Idgie después del acontecimiento que cambió su infancia— impregna tanto a Ruth como, más allá de esta realidad hecha ficción, a Evelyn. Ésta sigue el modelo de conducta de Idgie desde que se da cuenta de hasta qué punto un individuo debe tener su personalidad y expresar sus opiniones, una evolución que la lleva a enfrentarse, a su vez, con la cuesta empinada en que se ha convertido su matrimonio y a superar sus problemas con la comida.

Cabe destacar el carácter episódico de la película, con dos historias, una en pasado y otra en presente, que se entrelazan de acuerdo con el avance de los personajes, de manera que la evolución de Idgie es paralela a su influjo sobre Evelyn en el presente. En este sentido la narración resulta muy eficaz porque vemos evolucionar dos caracteres diferentes en dos tiempos y espacios muy distintos, por lo que dos líneas argumentales que podrían no tener relación entre sí quedan conectadas.

Mención especial merece la escena del juicio, en torno a la mitad de la cinta. Se trata de una secuencia donde confluyen todos los caracteres de la obra en un punto culminante enriquecido por el empleo del humor y la picaresca, otro de los elementos clave para superar los problemas cotidianos. El desarrollo y el final de esta secuencia de unos diez minutos son motivos más que suficientes para acercarse a la película, por no hablar de un desenlace que, aunque previsible, toca en la fibra del espectador con tanto ahínco que uno le perdona cualquier error a favor de cuantas joyas ha encontrado por el camino.

Una película, en suma, muy recomendable para una tarde de invierno. Refresca la memoria y hace pensar en el valor de la amistad como algo necesario para afrontar los problemas a los que estamos expuestos cada día.

lunes, 4 de marzo de 2013

Los papeles de Marcel (XX)

Escena de un día lluvioso

                    Bajo esta lluvia torrencial de atardecer de marzo
                    que se derrama como tinta sobre la alcantarilla,
                    cada gota es un minuto que rebota en su reflejo,
                    cada paso un estallido de secuencias infinitas.

M. Camino