lunes, 28 de noviembre de 2011

Un divertimento

Estaba Marcel esta tarde sentado en un banco del conservatorio, con un libro de Elytis entre las manos y ensimismado en algunos versos, cuando resonaron los pasos de un rebaño de músicos de corta y tierna edad, confundidos con el griterío y los ecos del patio. Mi amigo abandonó la lectura y sacó su libreta para garabatear un divertimento que más tarde me ha confiado. Desde la sombra, con una sonrisa tímida, espera que os guste:

Pequeños músicos celebrando el final de una jornada

Está a mi lado el campo turbulento
de niños cantarines, contrabajo
vibrante de recuerdo y desparpajo
frotado por el arco de un momento;

igual que un aleteo, este tormento,
de moscas pululando por lo bajo,
en tiempos ya remotos me distrajo
y ahora se me antoja tan violento;

así es la sensación que reverbera
bajo estos arcos, tan sólo un segundo,
reflejo de una angustia pasajera:

¿quién iba a mí a decirme que el profundo
misterio de este cuadro sólo fuera
la síntesis existencial del mundo?

Jorge Andreu
28 de noviembre de 2011

sábado, 19 de noviembre de 2011

En las puertas de un museo

Esta mañana, cuando salía a las puertas del museo durante el descanso del concierto, me encontré a Marcel apoyado en las columnas y con la vista fija en el suelo mojado de la plaza. Me preguntó cómo fue la noche, porque algunos asuntos le impidieron asistir a la primera presentación de un libro de poemas en el que con humildad e ilusión he tenido la suerte de participar: Alborada, publicado por la asociación cultural La Media Luneta; y le he resumido cuál fue el procedimiento: las palabras de Juanma, la canción de Alfonso, la lectura de poemas y el cierre de Manuel Ballester con su formidable interpretación del Capricho árabe de Tárrega, y con un blues de Alfonso Baro, para luego dar paso a una gratificante sesión de dedicatorias. Marcel se alegró de mi fortuna. Luego le pregunté por el motivo de su visita, y me dijo que quería ver mi cara de emoción cuando la autora de Maktub II saliese a celebrar la interpretación de Cristina Montes. Y en efecto, a mi expresión le escribiría un poema mi buen amigo si de ello tuviese la oportunidad. Pero a su indignación también quiero escribirle yo algunas líneas por lo que aconteció en la entrada, donde dos personas charlaban de gramática.

Decían —y Marcel lo escuchó con interés primero y después con cierta desgana— que un idioma se convierte en tal cuando una gramática fija las normas, y que por eso el valenciano, el mallorquín y el catalán son la misma lengua, aunque presenten variantes que no contempla la gramática. Porque algunos dicen ferru donde el castellano antiguo dijera fierro. La cara de Marcel sí que era un poema. ¿Entonces los villancicos —me dijo con ese tono socarrón que tanto me divierte— se cantaban en un idioma inventado? O sea, ¿que hasta Nebrija no existía el castellano? Y el poema del Cid lo transcribió ese Per Abat en aquel año tan remoto en que Elio Antonio aún no había nacido. Literatura en extranjero, pues —se reía mi amigo—. Entretanto, el otro interlocutor argumentaba que el Tirante el Blanco, una novela de caballerías de la época de Cervantes, había sido escrito en catalán cuando aún no existía la gramática. Marcel se acordó del siglo que lo separaba del primer Quijote, y bromeó acerca de que si ahora publicaba su novela lo considerarían de la generación de Thomas Mann. En definitiva, la patada que le habían dado a la lengua y a la literatura en un momento desencajó la mandíbula de Marcel. Qué falta de piedad, decía con lástima.

Pero humanos somos todos, y todos nos equivocamos. Una señora se equivocó dentro del museo al poner el pie en un escalón. Desde fuera se oyó un golpe que interrumpió el debate. Y por suerte para la humanidad, los dos hombres corrieron a socorrer a la señora. Marcel pensó que la falta de piedad se había extinguido al ver cómo trataban de levantar a la pobre anciana, que dibujaba una de esas sonrisas entrañables para decir que se encontraba bien, que sólo había sido un traspié.

Cuando por fin me enfrenté a la lluvia, pensaba que Marcel no escribe relatos porque le gustan las narraciones largas, pero que en pocos minutos habían nacido suficientes ideas sobre las cuales podría componer uno de esos relatos extraños. ¡Ay, Marcel, cuántas veces aprendes que es mejor no escuchar las conversaciones ajenas!