viernes, 10 de octubre de 2014

Inquietud o inocencia

                       Mientras el viento zumba,
                       ¡cómo vierte la tarde su quejido
                       de luz agonizante!
                       Se desparrama
                       su voz cansada de regir
                       la vida de los hombres.

                       El árbol está triste,
                       desde mi mesa puedo contemplarlo:
                       disuelto en el espejo de las horas,
                       ese árbol ya descolorido,
                       protagonista silencioso
                       del horizonte.

                       Ajenos al concierto,
                       los niños juegan
                       a lanzar sus riñas por el rellano
                       —devuélveme el juguete, que no es tuyo—.
                       Sólo les interesa tener en propiedad
                       sus artificios.

                       El árbol fue semilla y antes tierra.
                       Creció ordenando el mundo carroñero
                       y nos dio lluvias.
                       Pero sus hojas hoy derraman
                       sólo ceniza
                       porque se muere el tiempo o lo matan los niños.

                       ¿Por qué nadie se para a mirar su hermosura?
                       Todos desvían su atención
                       a los malditos niños
                       que claman, por derecho a divertirse,
                       contra el silencio de las nubes.
                       Dichosos, ¡ay!

Jorge Andreu

miércoles, 27 de agosto de 2014

Prisas

A veces Marcel piensa que se le van a derretir las ideas bajo el sol. Tantas ideas saturadas en el mismo rincón de la memoria y tan poco tiempo para acordarse de ellas. Y cuando de ellas se acuerda, es para verlas, maduras y con un cuerpo indefinido, en los sueños de jornadas de trabajo. 

Viajaba con prisa en uno de esos autobuses que a media tarde osan cruzar el puente aun a riesgo de sufrir una insolación cuando, medio derretida en el cristal, encontró la imagen de un jovencito que devoraba con hambre atroz una novela policíaca. El único objetivo es descubrir al asesino, diría. ¿Y los personajes, su carácter, la transposición de la realidad en un ente acartonado que cobra vida gracias al arte de la palabra bien puesta? ¿Y el suspense, ese ingrediente secreto que sólo los más audaces saben cuándo sazonar, si es que necesita condimentos antes de bajarse al fuego? Descubrir al asesino. ¿Y la sociología de la investigación? ¿Y el mensaje oculto de la novela como muestra de la narrativa mejor dotada? Bah, también él busca al asesino en la maleza de tantos interludios, después de todo.

Junto al muchacho, un hombre altísimo y robusto que había ocupado el asiento en la última parada leía, bañado en sudor, el billete del autobús. Un papel que cabe en la mano, y a lo largo de media hora de camino el hombre no hacía más que leer y releer su contenido, como si en su interior estuviese la clave, la respuesta a las preguntas más antiguas del ser humano. ¿De dónde venimos y adónde vamos? Pero sus ojos extraían el jugo de cada palabra, de cada número, el saldo restante, el logotipo de la empresa de transportes, las condiciones, la hora de venta y el límite de transbordo. Una y otra vez repasaba la misma información. Una y otra vez se detenía en el número que identificaba el saldo restante. ¿Cuánto dinero me queda? Sería lo mismo que decir cuánto cuesta mi destierro, porque si no obtenía una mínima propina en la calle todo el viaje habría sido en vano. Descubrir el modo de aguantar unas monedas. Ni personajes, ni suspense, ningún misterio: la realidad bajo el sol de agosto. Y podía leerla en pocas palabras, y podía releerla una y otra vez. Volver sobre lo mismo, la misma pregunta formulada desde infinitas perspectivas, con los ojos marcando el interior de un solo papel, menos que una servilleta, mientras el muchacho pasaba páginas y más páginas hasta llegar sin aliento al final de un nuevo capítulo donde, por supuesto, el asesino no había sido descubierto.

Las ideas de Marcel se desvanecen con prisa. Algunas aguantan un poco en la memoria, pero mueren como viejas fotografías, rotas de tanto roce con el bolsillo. Y el tiempo, impertinente, insiste en dejar su huella. Imágenes que quedarán para los sueños porque nunca se encuentra el momento preciso para llevarlas al papel. Después de todo, uno cree siempre que en las miles de caras ajenas que ve cada día encontrará, desmenuzada, la idea que busca desde hace años. Pero no es así. 

Y el autobús, lleno de gente acalorada que quiere salir al aire libre, viaja con retraso. 

Jorge Andreu

sábado, 12 de julio de 2014

Smoke (1995): de cómo pesa el humo en la creación

Con una anécdota sobre el peso del humo de un cigarro se abre esta extraordinaria película dirigida por Wayne Wang y escrita por Paul Auster. Smoke (1995) es una narración de cinco historias cruzadas por la casualidad que explora desde el vacío de la página hasta el trance previo a rellenarla, con un telón de fondo donde la suplantación de la identidad, la huida egoísta del pasado, el reencuentro con una pareja de juventud o la vacuidad de un escritor viudo componen el mecanismo de una bomba de relojería que en algún momento decidirá estallar. 

Desde el estanco de Auggie Wren, en Brooklyn, se esparcen cinco vidas enlazadas sin saberlo desde el momento fortuito en que Rashid, un joven negro que va en busca de su padre, salva al escritor Paul Benjamin de ser atropellado y este decide acogerlo en su apartamento. La historia de este muchacho, cuya pista siguen unos ladrones, será el hilo conductor de toda la película. Y ello no es de extrañar: se trata del joven desorientado que anda por la vida sin saber muy bien cómo ni por qué, con el único objetivo de encontrar a su padre. Alrededor de su búsqueda giran la tortura del escritor que no logra escribir una nueva novela y, frente a esta, la constancia de Auggie en fotografiar la misma esquina todos los días a la misma hora, como dos caras de un mismo perfil, el del creador, que intenta tomarse la vida de otra manera a pesar de sus desdichas. El pasado de Paul, su mujer asesinada y la sequedad creativa que el desastre supuso, y el de su amigo Auggie, cuya exnovia viene a advertirle de la existencia de una hija adicta al crack, constituyen el peso que, cada cual a su manera, cargan ambos a sus hombros. Y subyacente a estos cinco caminos que en una ocasión llegarán a cruzarse tenemos un relato verídico que sin pretenderlo ha dado pie a lo que tal vez sea el éxito definitivo de Paul Benjamin.

Entre el humo mágico de esta historia pensada y escrita por Paul Auster se mueven cinco actores cuya magnífica interpretación no permite un parpadeo. El espectador queda absorbido desde la anécdota que abre la película hasta aquella otra en la que el ciclo se cierra. Y eso acaso debido a los largos planos, que no permiten distracción, a unos diálogos a los que sin evitar la espontaneidad no les falta de nada, y sobre todo a la estructura, planeada desde el primer momento, que arrastra todas las claves hasta una excelente resolución en la segunda mitad de la película. 

Por último, la historia se cierra con una extraordinaria escena entre Harvey Keitel y William Hurt (Auggie y Paul, respectivamente) que bien vale su peso en oro, desde el monólogo del primero hasta la detenida mirada con que ambos fuman el último cigarrillo de la película. Una obra de arte, verídica y azarosa, que por fin tiene su representación en los minutos finales, mientras asoman los créditos, como una consecuencia de todo el proceso.

miércoles, 9 de julio de 2014

El pequeño filósofo

—Me ha dicho que los hombres mienten.

Así trataba el niño de convencer a su abuelo. Los hombres mienten y los árboles hablan cuando se los escucha en silencio. Tiene su tronco un baúl de secretos, su savia un color que sólo los niños, por inocentes, son capaces de distinguir. A veces los abuelos consienten demasiado.

Los vi pararse en mitad del camino justo en el momento en que Britten y yo íbamos a cruzar a toda velocidad en nuestra carrera de regreso a casa. Una hora bajo el sol y parecíamos delirantes, como si chorreásemos la energía que debíamos dejar sobre el asfalto. Hasta la respiración adoptaba un ritmo conjunto a modo de vals. A punto estuvimos de pisar al pequeño cuando se nos cruzó, los brazos abiertos, directo a otro árbol.

Como Britten necesitaba agua, me vi obligado a detener el trote. Entonces asistí al misterio. El niño abrazaba al árbol con tanta fuerza que cualquiera pensaría algo extraño. Yo pensé que se querían. ¿Acaso no hay ternura en presenciar semejante actuación? En mis tiempos luchábamos contra los árboles, les lanzábamos dardos imaginando que eran dianas, golpeábamos su costado con la misma fuerza que un guerrero intentaría derribar a su adversario. Era más valiente quien más sangre le sacaba a la corteza. Maldita falta de pudor. Hoy el niño más hermoso se me antoja abrazado a un árbol al que le formula algunas preguntas. Y en sus ojos he podido leer que existe una respuesta.

—Este también lo ha dicho: «Hijo mío, escucha a la Naturaleza. Los hombres no te dirán más que mentiras». 

—Venga, Miguelito, que tu madre nos espera.

—No, abuelo, espera tú. Tengo que abrazar a cada árbol. Así conoceré sus secretos.

—Pero no se puede abrazar a todos los árboles, Miguelito, que nos cansamos de tanto cariño.

—¡Entonces seré un desgraciado toda mi vida! 

¿Os lo imagináis? Si es que parece mentira.

El abuelo guardó silencio. Britten orinaba en la pared de la facultad. El niño se acercó al siguiente árbol y volvió a abrazarlo.

—¿Ves? Así podré escucharlos a todos. Si cada árbol me cuenta su secreto, entonces conoceré todos los secretos del mundo y seré más rico.

Y el abuelo consintió una vez más. 

Orienté a Britten en el camino de mi pie izquierdo y reemprendimos la carrera. A medida que me alejaba, pude retener algunas palabras del pequeño:

—Cuéntame tu secreto, yo sabré guardarlo.

Continuamos hasta el final de la calle y torcimos en la esquina. Allí donde todavía hay árboles que abrazar. Y secretos guardados en su savia. 

Jorge Andreu


martes, 1 de julio de 2014

Instrucciones para desnudar el arte (sonata en verso)

                      Espera que el silencio te lo pida.

                      Sin movimientos bruscos,
                      acaricia un poco sus comisuras
                      hasta humedecerlas. Recuerda
                      que no se quieren más
                      quienes efusivamente examinan
                      en lo desconocido
                      como si no supieran lo que oculta la ropa.

                      Cuando te dé permiso sin mirarte,
                      comenzará la aventura. Podrás
                      abrirle los brazos y buscar dentro
                      paisajes montañosos,
                      ríos de abundante caudal donde el tiempo se detiene,
                      donde suena la música en gotas de rocío.
                      Donde todo es posible, en suma, incluso la belleza.

                      Pero espera que lo pida el silencio.

                      Si el aire se calienta,
                      pellízcale la carne para ver
                      cómo sucede el jugo. Sabes
                      que es árido su olor
                      igual que los recuerdos infelices,
                      y que su piel reluce
                      como un manto de estrellas en el cielo tranquilo.

                      Si alguna vez te dice, te pregunta
                      por qué la exploras como un templo, piensa
                      en el eco de su garganta aullando
                      bajo la inmensa bóveda,
                      loba de amor con el lomo grisáceo de la noche.
                      Columnas sin estrías sostienen su dintel,
                      donde al fin te cobijas, perdido, manchado de su esencia.

                      Lo pedirá el silencio.

                      Mientras tanto, contémplala
                      como quien mira al infinito,
                      porque será mejor saberla toda
                      desde la lejanía,
                      que errar con los sentidos
                      cuando te enfrentes solo a la misión
                      de amar su desnudez de letra impresa.

                      Desnúdala en silencio si al final
                      te lo suplica.

Jorge Andreu
(En sentido figurado, año 7, nº 3, págs. 96-97)

domingo, 15 de junio de 2014

Anagnórisis

A M. J.

                                 Hoy puedo conocerte entera y tuya.

                                 Puedo ver
                                 porque amanece en tu ventana, porque
                                 flotan sobre tu pelo mil ácaros de luz,
                                 como si te encendieran mientras duermes.

                                 Puedo oír
                                 porque el rumor del aire y de los pájaros
                                 me acaricia la oreja con sus dedos distantes,
                                 como la nostalgia de una canción.

                                 Hoy puedo conocerte…

                                 Puedo oler
                                 porque tu boca exhala las fragancias
                                 guardadas por la noche a modo de secreto,
                                 como se esconde el sueño entre las sábanas.

                                 Puedo ser
                                 catador de la viña de tus venas,
                                 porque el tiempo contigo es eterna embriaguez,
                                 como tu lluvia de notas, mi éxtasis.

                                 …entera…

                                 Saber tu desnudez bajo la tela gris
                                 que te envuelve.

                                 …y tuya.

                                 Ver tu bostezo, oír tu estiramiento,
                                 tu nuevo despertar. Tan tuya en la mañana,
                                 tan mía por las noches, cuando volamos juntos
                                 desde la misma tierra.

Jorge Andreu
[Publicado en el nº 8 de Café de Letras]

domingo, 4 de mayo de 2014

Los cimientos derruidos de la civilización

Tiene el ser humano un miedo atroz a que las palabras se las lleve el tiempo y sus ladridos se pierdan en su propio eco. El hombre no deja de ser un animal que lucha por mantener su espacio y se acomoda en cuanto el habitáculo es próspero. Así lo ha hecho ver Antonio Muñoz Molina en su último libro, Todo lo que era sólido, que es un zarpazo a la mentalidad acomodada que los españoles hemos acostumbrado a sostener desde los comienzos de la prosperidad que convirtió a nuestro país en uno de los más ricos del mundo. Tan ensimismados anduvimos en la bonanza económica, a tanto llegó el despilfarro general, que todo lo que era sólido se diluyó en el aire.

Nacido en una tierra que fue de esplendor y ahora parece objeto de burlas para el resto de los españoles, este escritor jienense, académico de la lengua y reconocido con los más prestigiosos galardones literarios nacionales e internacionales como el Premio Nacional de Narrativa por sus novelas El invierno en Lisboa y El jinete polaco, el Premio Jerusalén o el reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras, es desde hace ya muchos años autor de cabecera de multitud de lectores y una figura universal de las letras hispánicas, representante de una literatura comprometida con su tiempo que a cada trazo arrastra una marea de opiniones de los mayores especialistas en la materia. Procedente de una familia que en la posguerra, como muchas otras, se las vio y se las deseó para salir adelante, ha vivido el tránsito de la dictadura franquista hasta la democracia y luego hacia una etapa de sumo esplendor económico, inmerso en un país amnésico que ha dedicado buena parte de su historia a mirar hacia el pasado con ojos soñadores. 

Este libro se configura, pues, como un testimonio de alguien que vive y luego piensa sobre lo vivido, que vuelve sobre sus pasos para comprobar si ha acertado o no en su andadura. Escrito desde la primera persona porque el compromiso del intelectual le exige incluirse en la culpa colectiva, es este un ensayo de amargas verdades y azotes sinceros sin menosprecio de ninguna ideología, en el que su autor desarrolla por escrito todo eso que tantas veces hemos pensado desde que a la bolsa se le vieron los bordes descosidos. 

La codicia de los españoles, tema central, pasa por diferentes estratos a lo largo de estas páginas. Bajo el peso de la memoria histórica, los que vivimos observando hemos perdido de vista el momento presente para detenernos en exceso en el pasado, con la mirada fija en un periodo de supuestas libertades, el de la II República, truncado por el estallido de la Guerra Civil y que ahora pretendemos, en vano, traer a nuestros días. Esta excesiva atención, desmesurada por cuanto de fantasioso tiene el mirar hacia aquella época ensombrecida por lo que vino después y por el mismo motivo recreada en nuestro imaginario, ha llevado al grueso de la sociedad española a configurar un pasado ficticio, idealizado hasta el ridículo, donde se presupone la presencia de una libertad que todavía no ha vuelto a alcanzarse. Pero justo por mirar de esa manera el camino que nuestros antepasados dejaron atrás, surge una disputa entre bandos diferentes, de opuesta ideología, que se traduce en una pelea a ciegas contra el presente. Devastadora caracterización de nuestra época, la imagen del país amnésico que sólo ha querido ensalzar lo que le interesaba en busca de la riqueza material es el hilo conductor de este ensayo donde se desmenuzan las verdades de la carrera administrativa, del sectarismo presente en todo acto de tipo político y de la religión que convierte el culto en la seña de identidad de un país como el nuestro.

La carrera administrativa, que durante los primeros años de la Democracia era un camino de auto-superación, ha mutado de un tiempo a esta parte en un solar de desgana generalizada que desemboca en trabajos de alta remuneración para gente poco apta cuyo único mérito radica en su amistad con el jefe de turno, de ahí el tópico del funcionario vago que desempeña su labor profesional a regañadientes. Con la misma desgana, pero con mayor fervor por lo que les interesa, actúan las clases dirigentes que, desde el momento en que pertenecen a un partido político, forman ya parte de una sociedad sectaria a la que le causa más que reparos el hecho de admitir una crítica del grupo contrario o, más aún, una actitud cuestionadora por parte de un miembro del propio partido, sectarismo que se traduce inmediatamente en el estás conmigo o estás contra mí. Por último, la religión ha dejado de ser el opio del pueblo para convertirse en parte de una cultura que hay que asumir nos guste o no, pues hasta los más socialistas han mostrado interés en participar en una procesión de Semana Santa. A estos tres palos les dedica Muñoz Molina buena parte del libro porque son elementos sustanciales de la identidad española, y para ilustrar su opinión alude a constantes viajes al extranjero, como la serie de episodios que hacia el final del libro contiene sus experiencias en Ámsterdam, donde todo es tan distinto.

Sin embargo, una cosa es cierta en todo lo que el lector puede advertir a lo largo de estas páginas: el testimonio de Muñoz Molina no deja de ser una muestra más de indignación hecha texto. La palabra de Orwell, tan valiosa y con tanta frecuencia citada en este manual de zarpazos lanzados desde la intimidad del escritorio, y el conjunto de reflexiones, recopilación de datos estadísticos y recuerdos del pasado personal del escritor, todo junto conduce a una conclusión: la culpa es sobre todo nuestra porque nos hemos dedicado durante demasiado tiempo a quejarnos sin actuar. De ahí este pasaje que bien puede recoger la idea principal del libro: «Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados» (pág. 166). Por eso, el hecho de que todo lo que era sólido se desvanece en el aire, sentencia acuñada por el filósofo Karl Marx y que da título a este ensayo, llega a ser la dura realidad de la España del siglo XXI, un país en el que cuenta más, pese a que se diga lo contrario, el peso de la palabra que las actuaciones, porque «hemos vivido descuidados de los actos y enfermos de palabras, más atentos a su sonido que a su correspondencia con la realidad». 

En cuanto a la forma literaria que todo buen libro exige o debería exigir, la escritura desatada de Muñoz Molina establece un recorrido por capítulos breves que son como pequeños impactos que preceden al impacto global, cada vez con más tensión y en cada pasaje con verdades más rotundas, hasta alcanzar tal grado de exactitud que pone sobre el papel datos concretos extraídos de periódicos. No obstante, parece que hacia la mitad del libro, cansado de ofrecer certezas o tal vez harto de hablar sobre asuntos en el fondo incómodos, el autor prefiere adoptar un tono más distendido y ejemplificar sus opiniones con el relato de los tiempos en que los cimientos del texto se forjaban y sus raíces solidificaban, opción que, sin alejar del punto de mira el objetivo principal, hace que el texto adquiera la forma de una llamarada consumida poco a poco en su calor.

En consecuencia, podría decirse sin ningún género de dudas que, si bien Antonio Muñoz Molina imprime sus opiniones en representación de un colectivo de españoles indignados por la situación actual y lo hace en un tono franco y realista que pincha donde más duele, Todo lo que era sólido no deja de ser, por lo general, como la rabieta de un perro que defiende su espacio. El animal, presintiendo quizá un terrible desastre, gruñe, ladra y aúlla, y cuando ha conseguido expulsar al intruso aún permanece un rato refunfuñando hasta que termina por callarse y echarse de nuevo en la cuna, rey absoluto de su territorio. Sin embargo, frente a todos los perros ladradores y poco mordedores que hay en la literatura, en las artes y, por extensión, en la sociedad española, podemos darnos por satisfechos de comprobar que, en efecto, Muñoz Molina ha tenido la osadía y el acierto de enseñar los dientes.

Jorge Andreu
(publicado en Revista de Letras)

viernes, 25 de abril de 2014

Lágrimas del cielo

…y era llorar tu único destino.

JOSÉ DE ESPRONCEDA

                         Si pronunciase tu nombre,
                         ¿vendrías desde el cielo a rescatarme?

                         ¿Atenderías tal vez mi llamada
                         desde esa casa tuya
                         en un país tan infinito, de cuya visita nadie regresa?
                         ¿Vendrías a mirarme con tus ojos
                         que acaso no me reconocerían?
                         ¿Vendrías a tocarme
                         con esas manos tan desalentadas
                         de haberme despedido antes de tiempo?

                         Si pronunciase tu nombre…
                         Pero tengo que ser fuerte y resistir.

                         Si tuviese tu olvido
                         disperso por las palmas de mis manos
                         y pudiera atrapar cada palabra,
                         aquellas que en el tiempo se perdieron
                         como una gota de amor en la arena.
                         Si tuviese tu voz
                         aún presente bajo mis latidos
                         y haciéndote reír tal vez pudiera
                         acariciarte el alma desde dentro.
                         Si tuviese tus piernas,
                         donde apoyarme pudiera de noche
                         al ritmo de las olas de la infancia.
                         Si tuviese tus ojos en los míos
                         y ya no te envolvieran las tinieblas.
                         Si tuviese tus manos.

                         Tu nombre se me escapa
                         del hueco que dejaste en mi sonrisa.
                         Cómo vibran las venas
                         de esta garganta que te busca
                         sin saber adónde fuiste.

                         ...Pero tengo que ser fuerte. Y Resistir.
                         Y esperar en esta playa de tu ausencia
                         que vengas a buscarme.
                         En esta casa gris, tan lejos de la tuya.

Jorge Andreu
(Del mar y sus vestigios, 2013)

sábado, 29 de marzo de 2014

Los papeles de Marcel (XL)

FIN DE SIESTA 
(HAIKU DE SOFÁ CON TÍTULO EXCESIVO)

                                          Incorporarse,
                                          apresurar un verso
                                          y renacer.

M. Camino

jueves, 20 de marzo de 2014

Suspiros y siseos

                       Susurra, siempre solo en su sordera,
                       sus santas sensaciones. Su sonoro
                       silencio siembra el signo que yo añoro:
                       el silbo rosa de la primavera.

                       Se sabe como un sol, y desespera
                       si siente hacia tus sueños un decoro,
                       pues sufre mientras se alza con su lloro
                       el sitio de tu suave y vil cadera.

                       Se salen los siseos de su boca,
                       se vuelve cuerdo cuando estabas loca
                       si al darte nombre su hilo de voz mengua.

                       Le secan la saliva sus sabores,
                       los cantos libres de esos ruiseñores,
                       los vientos que se esconden tras su lengua.

domingo, 16 de marzo de 2014

Huellas

                    Silencio. El mundo se detiene
                    ante infinitas huellas.

                    Aquella ola que rompe en el costado
                    de la piedra dañando sus virtudes.
                    Aquel verso que sufre sin palabras
                    porque nadie lo quiso nombrar antes.
                    Aquel instante que se fue en la bruma
                    de la experiencia. Aquel momento.

                    Sólo nos queda el rastro
                    de las cosas que no dijimos.

Jorge Andreu


[Este poema ha sido seleccionado para la Antología I Concurso de Poesía "Por Amor a la Poesía", que organiza la web de Letras con Arte y que se pondrá en venta a partir del 20 de marzo]

jueves, 6 de marzo de 2014

El escozor de la pérdida

Existe en todo ser humano una tendencia natural a cicatrizar heridas por medio de la palabra. Decir cómo la vida duele es una manera de paliar el escozor. A ello se ha dedicado buena parte de la literatura universal de todos los tiempos, unos con más acierto que otros, todos con idéntico objetivo: dotar al arte de un papel activo en la vida diaria de las personas. La última novela de Ricardo Menéndez Salmón, donde la pérdida protagoniza tres instantes decisivos, ofrece una muestra de la curación que lleva a cabo el fabular, gracias a la elaboración minuciosa de tres situaciones de niños alejadas en el tiempo y sustentadas por el poder del verbo.

Cuando un lector habituado a la obra del escritor gijonés encuentra entre las novedades editoriales un título suyo, la primera reacción es la de echarse a temblar, hasta tal punto resuena la trayectoria cada vez más edificada de Menéndez Salmón. La destrucción, el pesimismo, el mal en todas sus manifestaciones acaparan al lector cuando recuerda aquella tremenda trilogía (La ofensa, Derrumbe y El corrector) con la que el novelista sentó cátedra, y que desde entonces no ha hecho sino confirmarlo como uno de los mejores narradores de nuestra época. Su título más reciente, Niños en el tiempo (Seix Barral, 2014), supone una vuelta de tuerca al lado más pesimista de la vida, que es la muerte, en cuanto ofrece una solución para aliviar el mal de la pérdida, en una visión más optimista que otra vez lo hace merecedor de elogios.

Niños en el tiempo es una novela compuesta por tres vías argumentales. El matrimonio formado por Antares y Elena empieza a desmoronarse desde la muerte de su hijo como una figura de arena mal construida. Una recuperación ficticia y transgresora de la infancia de Jesús arroja su imagen universal sobre los años más significativos de la vida del hombre. La coincidencia en Creta de una mujer embarazada y un caballero que ha abandonado su identidad da comienzo al acercamiento entre dos desconocidos que bien podría terminar en una nueva historia de amor. Son tres tramos de un trayecto en línea recta hacia la cristalización de la tristeza como un rasguño del pasado, un camino hacia delante en sentido contrario, de la vida robada por una enfermedad a una infancia devuelta por la palabra y a una futura existencia proyectada desde el vientre materno. Tres ejemplos de cómo la vida vence las adversidades aunque a costa de superarlas deje por el camino alguna víctima inocente.

El autor establece un diálogo con sus lectores en un entramado narrativo que huye del artificio para conseguir una arquitectura sutilmente resuelta en el último eslabón. Un triángulo de vértices conectados en apariencia por un único nexo, el niño, pero que sin embargo, como una figura alzada en relieve, con su sombreado y su cara más nítida, alcanza la belleza y la perfección de una obra de arte. Pues muchas y disimuladas son las conexiones entre las distintas partes de la novela: la figura del padre dolido, el descubrimiento de la inocencia y la forma de pez desde las alturas, respectivamente, unen a los personajes centrales mediante un motivo arraigado en el relato de cualquier niñez, el de una vida en construcción, truncada, recuperada o planificada en cada uno de los tres ejemplos.

Con la profundidad y densidad que caracteriza su estilo, con la precisión habitual de su prosa siempre desprovista de elementos insustanciales, Menéndez Salmón condensa las escenas hasta disparar los posibles significados de una imagen y formular las preguntas que atormentan a quien sufre en silencio. Pasajes duros y terriblemente hermosos alternan con instantes de incomparable dulzura, componiendo un friso de palabras curativas que cierran la herida hasta restaurar la piel. Quien busque respuestas, en estas páginas solo hallará preguntas, pero quien formule esas preguntas tal vez llegue a vislumbrar un ápice de certeza más allá del dolor de los personajes y de su afán por luchar contra las circunstancias.

Todo ello parece llevar a una conclusión optimista: después de todo, cuando parece que no hay escapatoria, la vida sigue su curso y el ser humano se reconforta en hallar una explicación a sus dolencias, aunque las causas sean inevitables. He aquí el valor de la literatura, que es recuerdo, “como una enfermedad de la que uno no desea curarse a pesar del daño que provoca”, pero que sin embargo, en su lado más optimista, complace a quien recurre a ella para entenderse a sí mismo.

Una vez más, con esta joya de plácida y demoledora lectura, Ricardo Menéndez Salmón demuestra que el camino es empedrado pero la letra ayuda a recorrerlo. Una espléndida novela que revitaliza el valor del arte como nexo de unión entre el individuo y su tiempo, entre el hombre y su transcurso, que no defrauda ni en los pasajes más punzantes y nos hace ver que la vida tiene más importancia que el arte mismo. Paliar el dolor mediante la palabra escrita, dejar constancia del sufrimiento de un padre para recuperar la vitalidad de un tiempo feliz que se fue: he aquí el valor de la literatura.

Jorge Andreu
(publicado en Revista de Letras)

domingo, 23 de febrero de 2014

Manuel Martín Cuenca - Caníbal (2013)

A menudo la más absoluta maestría radica en la frialdad y la sencillez. Es más difícil dejar asuntos en el tintero para que otros completen un cuadro que ofrecer todas las posibilidades sin dejar lugar a dudas y reinterpretaciones. La mirada fija, sin asomo de sentimientos, unida a la meticulosidad en el tratamiento de los telares, convierte a Antonio de la Torre en un magnífico retrato del tirano calculador que juega con la carne de sus víctimas mientras planea tejer en beneficio propio. Ese es el depredador del que Manuel Martín Cuenca se ocupa en su última película, Caníbal (2013), que rebasa los límites del silencio y hace estremecer al espectador sin artificios ni sorpresas.

Afincado en Granada, Carlos tiene una sastrería donde teje y desteje a mano los mejores trajes de la ciudad, pero guarda un secreto que no se puede compartir: basa su alimentación en la carne humana de mujeres con las que no tiene ningún lazo emocional. Una noche de lluvia conoce a Alexandra, una rumana que acaba de llegar a la ciudad y se anuncia como masajista para salir adelante. Aunque todo parece normal, después de una discusión con su hermana gemela desaparece y nadie vuelve a saber de ella. Entretanto, la hermana, Nina, pide ayuda a Carlos y, como muestra de agradecimiento, intenta prestarle tanta atención que acaba por enamorarse de él, sin saber cuáles pueden ser las consecuencias.

La película es un adagio sostenuto. Transcurre a ritmo lento, sin que por ello su protagonista se convierta en objeto a desmenuzar: largas escenas en un solo pero amplísimo plano como la secuencia inicial de la gasolinera; momentos de calma como la cena de un buen trozo de carne acompañado de vino tinto; fríos diálogos que suceden a los silencios y que si no llevan a perfilar al personaje de Carlos, sí lo convierten en un hombre normal a vista de la gente que lo rodea. La belleza del montaje radica justo en eso: en aparentar normalidad, con una ausencia total de sentimientos y una mirada sin vida ni pretensión de grandeza, mientras por dentro se agita cada vez más el devorador de mujeres que descubre su mayor debilidad sin ponerle remedio. 

Con ocho nominaciones a los Goya y el premio a la mejor fotografía, Caníbal es una metáfora del político sin escrúpulos que ofrece su lado menos agitado mientras por dentro se revuelve en maquinaciones. La espectacular interpretación de Antonio de la Torre y la ternura de su pareja de reparto, Olimpia Melinte, junto a la limpieza total de elementos como la música, los diálogos vacíos de contenido o la ausencia del dinamismo exigido por norma en el cine comercial, hacen de esta película una obra de arte que, si bien tropieza en un par de ocasiones a lo largo de sus dos horas, sacude desde la primera escena e induce a la espera para la resolución del conflicto en el último momento. Completa la línea principal un telón de fondo compuesto por tres motivos: la catedral de Granada en un plano fugaz de los primeros minutos, un breve recordatorio de tambores hacia la mitad de la cinta y la larga secuencia de la procesión con la que se cierra el argumento, dejando entrever un ápice de la personalidad de ese frío trabajador de las telas y la carne. 

Merece la pena, después de superar la idea sobre la que se construye la historia, asomarse a esta muestra de que decirlo todo no exige ser explícitos. No defrauda si lo que se espera no es una película absurdamente sangrienta.

viernes, 14 de febrero de 2014

Cuerpo de corchea

                  Eres música cuando te desnudas
                  y suenas consonante cuando gimes.
                  Poesía es tu cadera cuando imprimes
                  los versos que mis manos dejan mudas.

                  Tus poros son vainilla cuando sudas
                  paciencia, cuando el tiempo cruel exprimes.
                  Dos jueces son tus ojos si me eximes
                  de penas y nostalgias testarudas.

                  Te miro, así tendida en la maleza
                  de un lecho mientras pruebo mi destreza
                  en éxtasis bendito por tu sueño.

                  Y no puedo dejar de ser el mismo
                  que canta merodeando por tu abismo
                  en busca de un amor feliz e isleño.

Jorge Andreu
100 versos de amor (2012)
Premio Literario María Agustina

lunes, 27 de enero de 2014

Los papeles de Marcel (XXXIX)

               Tiene el teléfono un aire siniestro
               cuando rompe el murmullo de la tarde
               con su trino imprudente.

               Sus notas eternizan el segundo
               que tarda un lector en cerrar su libro
               matando al personaje.

               Y cuando el dedo silencia su canto
               para atender a la voz electrónica
               de un buzón sin garganta,

               retumba la paciencia contra el techo
               de saber que otro instante inabarcable
               la aleja del placer.

M. Camino

domingo, 26 de enero de 2014

Hermann Broch - Pasenow o el romanticismo (1931)

Toda obra artística es hija de su tiempo. Ya lo dijeron algunos filósofos antes y muchos escritores lo demostraron, lo cual convertiría a Hermann Broch, aparentemente, en uno más. El vienés que a sus 45 años todavía no era conocido como el gran escritor cuya fama trascendería el flujo de la edad, en 1931, dio a la luz la primera entrega de una de las trilogías más emblemáticas de la literatura universal de principios de siglo: Los sonámbulos. Compuesta por Pasenow o el romanticismo, Esch o la anarquía y Hugueneau o el realismo, la obra pinta un mural de la decadencia de finales del XIX y los primeros años del XX a través de tres fechas significativas —1888, 1903 y 1938— y tres personajes que preludian el desastre en que se convertiría Europa. La primera de ellas supone una revisión del sentimiento romántico, la falsa virtud de las apariencias y las tradiciones decimonónicas.

La acción arranca cuando en 1888 el señor Von Passenow visita a su hijo Joachim en Berlín. Joachim von Passenow es un militar aristócrata que ha confiado su seguridad a la hombría de su uniforme y que, en el transcurso de una velada, se cruza con Ruzena, una meretriz polaca de la que cae perdidamente enamorado. Su relación con la joven, un contacto carnal y soñador que lo induce a pretender una vida más agradable, supondrá un inconveniente para el matrimonio que sus padres han acordado entre Joachim y Elizabeth Baddesen, procedente de otra familia aristocrática y cara opuesta a la sensualidad de Ruzena. Junto al indeciso militar circula, en la misma corriente pero a otro ritmo, Bertrand, complemento de la personalidad del protagonista, representante de un positivismo en ciernes que lo cuestiona todo y persigue la objetividad alejándose de los sentimientos. 

Así pues, encontramos cuatro puntos cardinales que ven la vida desde un prisma distinto: el soñador Joachim von Passenow frente al objetivista Bertrand, la sensual Ruzena en oposición a la formal Elizabeth. Amor sentimental y amor interesado luchan en el interior de Joachim contra la figura paterna que encarna la tradición.

El elenco de personajes constituye una metáfora de las cuatro caras del ser humano, reflejo del decadente fin de siglo. Dos actitudes del hombre enfrentadas entre sí, la de seguir el cauce de la tradición —Joachim— o encarar una nueva vida —Bertrand—, son las que plantea Hermann Broch en un relato que va más allá del mero entretenimiento. Con la prosa densa, llena de matices, que caracterizaría más tarde su novela más famosa, La muerte de Virgilio, el narrador desgrana el alma de sus personajes, reflexiona de manera explícita y llega a unas conclusiones que, en complicidad con el lector, completan el perfil de cada uno de sus personajes. 

Para leer con un lápiz en la mano y la disposición de extraer la última gota de su jugo, Pasenow o el romanticismo es una de esas lecturas que calan por sus logros de entonces y su inevitable actualidad. Porque, en cierto modo, ¿no es verdad que asistimos a la caducidad de una época cada vez más podrida? Toda obra artística es hija de su tiempo. Y sobrevive al flujo natural.

lunes, 13 de enero de 2014

Los papeles de Marcel (XXXVIII)

                       Bajo la piel oculta del cuaderno
                       emergen las palabras,
                       heridas de punzón y tinta
                       con aroma a renacimiento.

                       Es mirar la vida un instante
                       y convertirla en letra impresa,
                       eternizada hasta que el tiempo
                       arrastre de un soplo nuestros papeles.

M. Camino