viernes, 31 de diciembre de 2010

Despedida del 2010

«Poder escribir dentro de un año aquí otro mensaje como éste. Eso significará que sigo vivo, que tengo salud y ganas de seguir escribiendo y en este mundo»


¿Ya han pasado dos años? ¡Cómo se escapan los días! Si volviese a ser un niño… «¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?» El que encabeza esta entrada fue el tercer propósito para el 2009, y creo que el único bien cumplido. Este año tenía un poemario casi terminado, pero ahí se ha quedado, a la espera de que lo termine el mes que viene y lo pueda mandar a algún certamen. Pero no me importa: si voy lento será por algo, o al menos eso espero.

¿Recuentos de este año? ¿Por qué no? Nunca lo había hecho…

Este año he hecho algunas cosas de provecho. He escrito poemas, relatos, una novela y muchas canciones (tres de las cuales tuve el placer de cantar en un bar este verano y otras tres antes del verano en la facultad); he conocido a gente nueva, he hablado con mis escritores favoritos, Luis Landero, Eduardo Mendoza, Luis García Montero; he intercambiado opiniones con los hijos de José Hierro, y gracias a sus ánimos me he dispuesto a hacer un estudio sobre un aspecto muy interesante de la obra de mi poeta favorito; he recibido la enhorabuena de Luis Eduardo Aute por nuestra intervención en el homenaje a Carlos Edmundo de Ory, y otra felicitación de Laura, la viuda del poeta; he amado, besado y abrazado a mucha gente que ha recibido mis abrazos, mis besos y mi amor con buena cara; he quitado el polvo al piano y he vuelto a tocar cada día (y a estudiar, que era menos frecuente); he leído a Virginia Woolf, a Baudelaire y a Marcel Proust, que se han convertido en tres escritores de cabecera, junto a mi Blasco Ibáñez, mi Landero, mi Saramago y mi buena amiga Nieves Vázquez; he sufrido de insomnio, de ansiedad, de nostalgia; he llorado con cada verso; he visto buenas películas; he ido a buenos conciertos; he tenido un accidente de coche, gracias al cual conocí a una fisioterapeuta estupenda con una voz dulce, digna de encomio; he reído entre cafés y humo con mis amigos de la Generación del Ocho; he cambiado mi percepción acerca de la lingüística; he comido con mi hermano y mi cuñada para celebrar la alegría de su embarazo; he caminado despistado por los despachos de la facultad sin saber adónde iba; he mejorado mi salud, aunque me mate frente a la barra antes de entrar en clase; he observado el mundo; he sentido miedo; he recibido los lametazos de mi perra y la he enseñado a quererme; he soñado con volar; he abrazado a un poeta cubano y a una actriz matemática; he estado en el hospital; he abrazado a mis abuelos. He sido, como veis, muy feliz: mi vida ha continuado su rumbo y yo estoy contento de pilotar el timón.

No voy a proponerme nada nuevo para el 2011. Quiero seguir con salud, cuidarme con la gente que me quiere, escribir y leer mucho. Disfrutar de la vida y sacar tiempo de donde sea. «Sólo quiero que la ola que surge del último suspiro de un segundo me transporte mecido hasta el siguiente».

Las campanadas de Rachmaninov se confunden con la lluvia torrencial que desde mi escritorio veo caer. ¡Pero, de repente, sale el sol! Ahora se confunden con la conversación en la habitación de al lado. Los libros me miran desde la estantería con cara de nostalgia: otro año se les escapa de las páginas. Ni la luz del flexo sabe cuánto los adoro. Los quiero tanto como a vosotros. No lo olvidéis. Yo, mientras sigo aquí, al calor de su refugio, haré lo posible por refrescaros la memoria.

Feliz 2011.

Salud y libertad.

Placeres.


Jorge Andreu

jueves, 30 de diciembre de 2010

Lecturas 2010

El año pasado, por esta fecha, hice una lista con unos setenta títulos correspondientes a mis lecturas de 2009, y este año quería hacer lo mismo. En esta ocasión han sido 54 los libros anotados, entre los cuales se cuentan algunos volúmenes de obras completas que contienen más de un título (como las de José Hierro o las de Virginia Woolf). Por otra parte, también hay relecturas (Luis Landero, Cervantes, el Mio Cid…). En cualquier caso, esta es la lista que he recuperado de mis anotaciones durante todo el 2010 y así os la dejo. Espero que os guste. Agradeceré que alguien me enseñe su lista, porque siempre hay algún título que se nos escapa y que anotaré con gusto para una próxima lectura.

Juegos de la edad tardía, de Luis Landero.
Tres vidas de santos, de Eduardo Mendoza.
El viaje íntimo de la locura, de Roberto Iniesta.
En busca del tiempo perdido I. Por el camino de Swann, de Marcel Proust.
La maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamisso.
El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez.
La balsa de piedra, de José Saramago.
Las uvas de la ira, de John Steinbeck.
Juan Salvador Gaviota, un relato, de Richard Bach.
Narciso y Goldmundo, de Hermann Hesse.
Don Quijote de la Mancha I y II, de Miguel de Cervantes.
La sonata a Kreutzer, de Léon Tolstoi.
El castillo de Otranto, de Horace Walpole.
Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño.
Cantar de Mio Cid.
El viajero del siglo, de Andrés Neuman.
Alamut, de Vladimir Bartol.
Signo de interrogación, de Tino Barriuso.
El espíritu áspero, de Gonzalo Hidalgo Bayal.
Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal.
León de ojos verdes, de Manuel Vicent.
De ratones y hombres, de John Steinbeck.
Alicia en el país de las maravillas / Al otro lado del espejo, de Lewis Carroll.
Las manos del pianista, de Eugenio Fuentes.
La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher-Masoch.
La hora azul, de Josefa Parra.
La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel.
El piano: notas y vivencias, de Charles Rosen.
Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé.
Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda.
Rabos de lagartija, de Juan Marsé.
El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde.
Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez.
Herzog, de Saul Bellow.
Tratado de cicatrices, de Josefa Parra.
El huerto deseado, de Tomás Rodríguez Reyes.
Obra poética completa (edición bilingüe), de Charles Baudelaire.
El caballero de la armadura oxidada, de Robert Fisher.
Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda.
El día de la ballena, de Nieves Vázquez.
Habitaciones separadas, de Luis García Montero.
La canción de Dorotea, de Rosa Regás.
Historia de una maestra, de Josefina R. Aldecoa.
Los mares del sur, de Manuel Vázquez Montalbán.
Lobas de mar, de Zoé Valdés.
Cartas marruecas / Noches lúgubres, de José de Cadalso.
Eva Luna, de Isabel Allende.
Los justos, de Albert Camus.
La tía Tula, de Miguel de Unamuno.
Seda, de Alessandro Baricco.
Poesías completas, de José Hierro.
Mi vida sin Eva Gundersen, de Manuel J. Ramos Ortega.
Novela de ajedrez, de Stephan Zweig.
Relatos completos, de Virginia Woolf.

martes, 28 de diciembre de 2010

Viaje de vuelta. Santander-Cádiz

Oídos taponados.
Un murmullo de fondo.
Reflejo bajo un túnel. La montaña.
Cada palabra, un sorbo.
De gente rodeado, y sin embargo,
contemplo el mundo solo.

La vida se pasea en los cristales.
El campo emite chorros
de luz —linterna cálida del tiempo.

Me sabe amargo todo.
Hasta el triste bocado del cruasán
untado en mantequilla.
Todo.
Hasta el azúcar del café.

Añoro
la dulzura del claro sol poniente,
el mágico y sonoro
gemido que sopló tras de mi oreja,
el mar y aquel rocoso
escudo de hierbas, sal, poesía.
¡Cómo era tu viento! ¡De qué modo
me abrazaba por las noches!

…Rescoldos
de pájaros fugaces. Otro sorbo.
Un campo de amapolas.
Un circo. Un lecho. Un cable roto.
Girasoles cegados
por el humo de una fábrica. Lodo
entre los matorrales
de mi memoria. Mientras, en el fondo
resuenan los murmullos.
¿No cesará este acoso
que me deja impedidos
los dedos del alma?

…Ya falta poco,
los rayos ya se esconden
detrás de la montaña. Yo me escondo
detrás de mi merienda, entre el gentío
que ya se calla, como
guardan silencio los muertos del tren.
Estoy cansado. Soplo
las migas del cruasán, pago la cuenta
y me someto al hondo
desvarío de un recuerdo. Los campos
bañados de tarde, con esos chorros
de luz que ya se han ido.
Camareros. Periódicos.
Anuncia una garganta de altavoz
la próxima parada. Falta poco.


Escribo estas mentiras
ahora que el ruido se filtra, rojo
como el fucilazo de mi mirada.
Y lentamente noto
que hasta las camareras ya me dejan
mirando el mundo. Solo.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Homenaje a Carlos Edmundo de Ory

Hoy, mientras desayunaba, he visto en una revista literaria titulada Ocho un texto que me resultaba familiar, a cuyo autor creo haber conocido alguna noche entre dos copas. Pensaba que podía interesaros, así que os lo he transcrito:

«Esta tarde, mientras hacía limpieza con objeto de tener la casa presentable para la cena de Nochebuena, he encontrado un pedazo de papel de cuaderno escolar antiguo, abarrotado de tinta negra y letra casi ilegible, que hubiese arrojado a la chimenea de no ser por la extrañeza de la firma, la cual declara la existencia de un ente privilegiado, capaz de otorgar lo que muchos llaman inspiración en las mentes perversas de cuatro jóvenes distraídos del mundo; y no contento con la inmensidad de mi espíritu curioso, he empleado media tarde, como si de media vida se tratara, en descifrar los códigos inscritos en este trozo de árbol impedido de amar, pues si impedido queda alguien de sus actos, motivos habrá para ejercer sobre él la influencia de las cadenas, y pues no podía ser de otro modo, mi instinto me llevó a transcribir el contenido, que no he comprendido aún, tal es la facilidad de engaño que el ser humano tiene cuando se enfrenta a las palabras. Así pues, quizá haya algún interesado en recuperar la información de un documento ya extinto de la memoria de lo que nuestro abuelo llamara, con razón, poesía, de modo que me han encomendado la labor de enseñar este mensaje y argumentar mi incertidumbre con un nexo gráfico como prueba de su valía.

"Querido diario:

Han pasado cinco días desde que, a eso de las diez menos cuarto de la noche, se abriera el telón y aparecieran, sobre el entarimado, cuatro jóvenes de aspecto distraído que se hacían llamar miembros de la Generación del Ocho. Uno de ellos, el primero en irse del escenario, quizá por timidez, es quien en nombre de los demás me dicta ahora estas líneas de agradecimiento que escribo en tu cuerpo, tallado en cuadros y con una réplica del Hombre de Vitruvio. No se asemeja al texto creado para la ocasión, que no se reproducirá en palabras en este bloc, porque ha sido entregado a un poeta amigo de la Generación para incluirlo en un libro que recoja todas las adhesiones a este homenaje.

Carlos Edmundo de Ory murió con 87 años y ha resucitado este lunes, a poco más de un mes de la desgracia, en el aula magna de la facultad de filosofía y letras de Cádiz, acompañado de su familia, de cautautores, de muchos escritores y catedráticos universitarios, y de un humilde grupo de estudiantes que un día decidieron hacer un pacto con la literatura, como si ésta les ofreciese la inmortalidad. Lo cierto es que inmortales se sintieron durante cinco minutos por varias razones: porque apagaron las luces de butacas mientras salían al escenario a representar una dramatización de un manifiesto de fidelidad literaria; porque doscientas personas guardaron silencio con la curiosidad detrás de la oreja; porque compartieron escenario con Luis Eduardo Aute, que aguardaba sentado el último momento de la noche; porque se les permitió exponer parte de su personalidad sobre un entarimado lleno de portadores de un conocimiento previo; porque hasta la viuda de Carlos Edmundo se sintió conmovida con el breve espectáculo; y, en fin, porque sentían muy cercano el calor de la poesía edmundiana y de sus propios amigos, que los observaban desde sus asientos, unos con la cámara en la mano, otros con los ojos abiertos de par en par.

Así fue el homenaje que pudieron rendirle al hijo predilecto de Cádiz, que paso a paso hizo de la poesía una vida con labios oscuros. Quiero enseñarte el vídeo de la actuación, donde el capitán Cancio lee el discurso que saldrá publicado en ese libro de homenaje que prepara Jesús Fernández Palacios con otros compañeros. Gracias, Jesús, en nombre de estos aspirantes a poetas.


Literatocho,
musa de la Generación"


[NOTA: En el reverso del manuscrito se agradece también la labor de Adrián Perales (gadi), quien se encargó de grabar con su magnífico pulso este vídeo]»


Así era el texto que he encontrado, y así os lo he transcrito.

Jorge Andreu

sábado, 18 de diciembre de 2010

Manuel J. Ramos Ortega - Mi vida sin Eva Gundersen

Manuel J. Ramos Ortega (Cádiz, 1948) es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Cádiz y ha dedicado gran parte de su vida profesional a estudiar la obra de algunos autores contemporáneos españoles, en especial de Luis Cernuda, al que dedicó un libro entero titulado La prosa literaria de Luis Cernuda (1982). Recientemente acaba de publicar un nuevo estudio sobre poesía española contemporánea metafóricamente titulado Las alas de Ícaro. En el campo de la narrativa, su primera creación vio la luz en 1999 bajo el título de La ciudad de los sueños, obra por la cual recibió el Premio Opera Prima de la Crítica Andaluza. Su segunda novela, Las campanas del Duomo, obtuvo el Premio Vargas Llosa de novela en 2003. De su tercera novela, Mi vida sin Eva Gundersen, publicada en la editorial Paréntesis, nos encargaremos a continuación.

Eva Gundersen era una alemana rubia y de ojos azules que enamoraban a los amigos de André, protagonista y primer narrador de esta historia. André, un chico tímido, recuerda desde su madurez el tiempo que ha pasado desde que a los dieciocho años la joven alemana apareciera ahogada en la playa Victoria. Ambientada en los años sesenta en Cádiz, esta novela coral tiene seis narradores que despliegan el mapa de sucesos desde una perspectiva distinta: el ya maduro André desde su mirada hacia la niñez; el argentino Forlán desde sus experiencias con la hermana gemela de Eva G.; el periodista Thomas desde sus reportajes; la cantante Carla con sus recuerdos en el escenario; la tía Carol y el camarero Ricardo.

La narración se lleva a cabo, en principio, desde la memoria de André, enamorado de Eva G. desde la primera vez que la vio bajar a la playa con su biquini de cuadros, para luego dar a Forlán la oportunidad de contar, a partir de un encuentro casual que desemboca en unas reuniones en un bar, la otra cara de la historia, los sucesos que se dieron desde la partida de André para Madrid. Después las voces de Thomas y Carla (ésta mediante una carta) y, por último, las reuniones con Carol, la tía de Eva Gundersen, y con Ricardo, el camarero del hotel Playa Victoria, en cuyo transcurso se desvelan oscuros asuntos acerca de la segunda oportunidad que todo ser humano se merece en la vida.

Repleta de alusiones al cine, en especial a la figura de Humphrey Bogart en su papel de Rick Blaine en Casablanca, esta novela es una historia de amor y secretos, de frustraciones, de palabras nunca dichas, de declaraciones que se quedaron en el intento, de cigarrillos y coches descapotables y de sábados de cine. Los largos periodos sintácticos que, al menos en la narración de André y de Forlán, recuerdan a la prosa faulkneriana (o de Luis Martín-Santos si hablamos de literatura en lengua española), tienen un carácter de monólogo que también parece tener ecos de Joyce o de la voz de Carmen en la famosa obra de Miguel Delibes. Pero lo cierto es que esta fluidez propicia una lectura cómoda, amena por las alusiones al cine, a la literatura y a las calles de una ciudad en tiempos oscuros donde las creencias religiosas eran un tema que se prestaba a debate y al sarcasmo de quienes tenían una concepción diferente del mundo.

(Publicado también en Libros y libretas)

martes, 14 de diciembre de 2010

Premio "Literatura Entretenida"

Hoy me he llevado una grata sorpresa al ver en un blog que conozco desde hace poco tiempo una alusión a mi blog: quiero decir que Carmen me ha reservado una sorpresa, y así lo ha avisado en un comentario a la tercera parte de mi delirio sobre las abejas. Ha consistido ese regalo en escoger, de todos sus amigos de blogs, cinco direcciones entre las cuales está la mía. ¿Y para qué? Para hacer una pequeña lista (muy pequeña, coincido con ella) de lecturas que me hayan entretenido y así participar en el Premio Literatura Entretenida.

Sabemos que el entretenimiento es subjetivo y que mientras unos disfrutan con el Quijote otros prefieren leer a Federico Moccia, opciones ambas respetables aunque yo no comparta una de las dos. Pero dejemos a un lado el subjetivismo del entretenimiento y hablemos de la pequeña lista que he decidido enseñaros: me he ceñido a lecturas de este año, y como Carmen, no he podido evitar seleccionar, más que los únicamente entretenidos, aquellos que se han convertido en una parte de mí mismo (aunque lo cierto es que después de leer un libro, si nos ha gustado, intentamos incluirlo en nuestro carácter, y si no nos ha gustado, irremediablemente y para nuestra desgracia lo incluimos). Así pues, voy a enseñaros mi pequeña lista de lecturas de este año que han significado algo muy importante para mí:

Juegos de la edad tardía. He leído buenas novelas, algunas de las cuales se consideran obras cumbres de la literatura universal, pero creo que esta novela, por el carácter del protagonista (infantil aunque sea un oficinista gris de cuarenta y seis años), por el interés de la trama, por el dominio de la prosa y por otros muchos motivos (en mi caso, sentimentales hacia quien me la recomendó), merece una atención especial. Además, hace poco tuve el placer de conocer a Luis Landero y, desde entonces, el estremecimiento cada vez que me acerco a este libro es aún mayor.

Narciso y Goldmundo. Hermann Hesse es uno de mis escritores favoritos, un autor de cabecera de los de verdad. Que alguien consiga describir los dos pilares fundamentales de la personalidad del ser humano, es decir, los sentidos y el intelecto, el conocimiento artístico (visual, sensitivo, tangible) y el conocimiento intelectual, y que lo haga mediante dos personajes tan entrañables, es un logro que impide separarse de esta novela. La llevo en el corazón y la tendré muchas veces más entre las manos.

Bomarzo. Una maravillosa obra de Manuel Mujica Láinez sobre el renacimiento italiano. Fantástica en todos los sentidos. Digna de saborear con goce, sin tragar hasta pasado un buen rato de cada bocado. Tiene una prosa realmente admirable.

De ratones y hombres. Otro de mis autores de cabecera es el nobel John Steinbeck. Esta novela, corta pero intensa, tiene otros dos personajes que conviene recordar, sobre todo el de Lennie. Hay una película basada en esta obra, pero aunque está muy bien adaptada y el actor principal (y director) me gusta mucho, no la recomiendo. Me quedo mejor con su papel de Teniente Dan Taylor en la magnífica película de Tom Hanks.

El retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde y su maestría. Cómo en cada capítulo puede uno detenerse a releer párrafos y párrafos una y otra vez por la mera sensación de repetir la experiencia, eso es algo que ni el propio lord Henry podría explicarse.

Dicho esto, me queda seleccionar a cinco amigos para que colaboren con sus listas. Me gustaría nombrar a mucha gente a quien quiero mucho, pero voy a decantarme por mis compañeros de la Generación del Ocho porque éstos sí que son parte de mí. Y también voy a seleccionar dos amigos a quienes tengo un cariño especial.

Vero.

Espero que os haya gustado la lista. Y agradezco una vez más a Carmen su humanidad con alguien a quien conoce desde hace tan poco tiempo.


Jorge Andreu

domingo, 12 de diciembre de 2010

Crónica de una batalla en un campo de disfraces (y III)

TERCERA PARTE

La última abeja cayó víctima del zarpazo de un esquimal, que con su guante estampó al bicho contra el cristal. Cuando despegó la mano, una estrella de un color oscilante entre el amarillo y el negro se proyectaba en la ventana, a través de la cual entraba la tenue luz del atardecer, lo que dio a entender a los pasajeros —que iban de fiesta y de festejar ya no tenían ganas— que el tren alcanzaba su destino. Al punto una voz femenina anunció por megafonía la próxima parada, la plaza donde se iba a celebrar la consagración de los disfraces. El tren hizo un descenso paulatino de velocidad y se detuvo cuando ya nadie lo esperaba. Los pasajeros se levantaron a un ritmo lento, dificultoso.

Las puertas se abrieron y a través de ellas salieron, sin la efusión anterior, aquellos jóvenes de veinte años que tanto alboroto habían levantado en la estación de origen; y los cuarentones que habían sufrido sufrieran la inesperada acometida. Detrás de éstos, salió el grupo de siete jóvenes de dieciocho años recién cumplidos, uno de ellos menor de edad, formado por una Policía traviesa que ahora, lejos de ejercer su autoridad, reclamaba ayuda; un Preso ataviado con un mono de rayas blanquinegras y una bola de plástico, que exigía libertad; una joven de rostro infantil que canturreaba como la Sirenita de los dibujos animados, pero con un mensaje muy distinto; un Enfermo que gritaba de dolor a causa de la picadura sufrida y la tensión del viaje, y no por su pierna y su brazo; un cura médico al que llamaban doctor Santidad, que había iniciado la catástrofe al pronunciar un comentario de mal gusto y que profetizaba por momentos, arrepentido, los espasmos que le llegarían enseguida a causa de la experiencia; un Tigre lloroso y preocupado por su amigo; y la pequeña Ovejita, entomofóbica, que no había sufrido un solo rasguño de las abejas porque consiguió mantenerse erguido durante el trayecto sin balar más palabras que las pronunciadas al oído de su pareja —tengo miedo, mucho miedo.

Y como por naturaleza las abejas todas habían muerto después de su ataque, el único rescoldo que quedó en el interior de los vagones fue el de los ciento noventa componentes del terror que acució en el transcurso de un viaje la peor desgracia del ser humano: el egoísmo.

Al día siguiente, en los informativos, el periodista cometió dos errores: creer que los pasajeros habían permanecido unidos, y confiar a ciegas en que el número de abejas era tan reducido que salieron muchos ilesos; un error, éste último, que se suele cometer en muchas ocasiones cuando se relata un suceso tan trágico y extraño, y tan ajeno, por otra parte, al conductor de aquellos vagones, el cual declaró ante el micrófono su completa ignorancia sobre el problema y confirió así que en ningún momento llegaron hasta su cabina el tumulto y el paroxismo generados durante aquel corto viaje de veinte minutos.

¿Y si de repente una colmena de abejas entrase en nuestro automóvil mientras conducimos por la autopista? No formulen nunca esa pregunta, advirtió el periodista, y acto seguido, como si hubiese dictado el discurso del aspirante al próximo premio nobel de la idiotez, guiñó un ojo a la cámara y se cortó la emisión. Y a continuación, el deporte…

jueves, 9 de diciembre de 2010

Crónica de una batalla en un campo de disfraces (II)

SEGUNDA PARTE

Durante muy poco tiempo se hizo un silencio atroz entre la muchedumbre, pero al cabo de un respirar fogoso y aterrador, tras escuchar el aleteo incesante, majestuoso de los insectos, cundió el pánico y empezaron los gritos, los empujones, los pisotones y los codazos, los quédate junto a mí, no te muevas, los quítate de en medio, déjame pasar, los socorro, que alguien detenga este tren y abra las puertas. No hubo siquiera oportunidad de dirigir una mirada al doctor Santidad y a su amigo el Enfermo, pues la multitud arrasaba con todo cuanto encontraba a su paso y trataba de huir de la picadura de aquellos bichos que parecían convertidos en helicópteros por su poder sobre el gentío.

Huelga decir, para aportar nuevos datos de certidumbre en esta cuestión que sólo sucedió una vez y nunca más se volvería a dar porque el pobre doctor Santidad ya no estaría para gastar aquella broma, que el número de abejas era poco reducido al de personas; es decir, para seguir con los cálculos matemáticos: a los doscientos aterrados viajeros les correspondían ciento noventa insectos, información ésta importante que se les escapó a los reporteros cuando al día siguiente comunicaron el desastre. El otro dato, también imprescindible, y diríamos que mucho más relevante, es la naturaleza biológica de estos seres, que sólo pican si se ven acorralados y que de inmediato, una vez clavado el aguijón, se desangran por el hueco que éste deja al quedarse introducido como el miedo en la piel de su víctima. De este segundo punto se percataron quienes intentaban zafarse de aquellas agujas, y así fue como con exactitud lo pensaron al luchar por ser tú y no yo quien sufra el picotazo negro de la abeja, por ser tú el que lo merece y no yo, por haber gastado la broma, y tú por haberte reído, y yo por tener miedo a los bichos. Estos tres efímeros lamentos se entrecruzaban de boca en boca, en orden inverso, entre la Ovejita, el Médico y el Enfermo, y este pensamiento oscilaba también de algún modo por las mentes dementes del resto, que sin piedad se agachaba y refugiaba en un rincón para librarse de las picaduras.

Antes de actuar las abejas, el corral ya se había desbarajustado. Los dos únicos animales que permanecían juntos, además de los causantes del bullicio prematuro, eran el Tigre y su Ovejita acompañante, uno de los cuales balaba, la otra rugía y ambos sollozaban bajo sus disfraces, abrazados para evitar que los empujones los separasen. La Sirenita entonaba un mi bemol, sostenido por el temblor torrencial de su miedo, al otro lado del cuadrilátero que ocupaban los animales abrazados, junto al resto de la multitud. El Enfermo gritaba de dolor por sus pies pisoteados y a causa del terror de ver a los minúsculos puntos negros volando hacia su cara, y no podía compartir su angustia con el doctor Santidad, pues éste se encontraba a pocos metros en el pasillo de los asientos y bajo aquellas sillas intentaba cobijarse. El preso, que llevaba callado desde que su amada Policía traviesa lo recogiera de su celda, había empezado a exigir su libertad, pero ambos estaban también separados cuando empezó lo peor.

Hartas de mantenerse a flote, ansiosas de posarse en suelo blando, las obreras descendieron de las alturas y provocaron así un crecimiento en la congoja colectiva y en el griterío imperante. Porque gran cantidad de manos intentaron en vano apartar la trayectoria de los artrópodos, la respuesta fue dirigirse hacia aquellos ataques proyectados contra algunos de los miembros del ejército en orden de batalla. Con esto se estremeció el público y los problemas dieron comienzo.

Los individuos agachados pasaron a un nivel inferior: se sentaron en el suelo y ocuparon el tren sin dejar que los últimos que quedaban de pie pudieran librarse de los picotazos; sin saber que si el agua cae no pasa del suelo, pero sí lo acaricia. Así que entre el gentío descendente y los disfraces más amplios se silenciaron los vuelos de algunas abejas, las primeras que dieron su vida por defender su territorio. Los aullidos de quienes sufrieron las picaduras, en su mayoría hombres vestidos de capa y espada, de monjes o de algún tipo de monstruo fantástico con capucha y hueco libre entre su disfraz y el cuerpo, fueron mayores al griterío general, y fue tal el estrépito de este fortissimo súbito y en sforzando, que los otros ojos se tornaron hacia su origen y en el lugar de los hechos localizaron a varios jóvenes veinteañeros, de esos que sacan a relucir su pecho y su voz varonil cuando una dama pasa por su lado, que se mordían la lengua y emitían graves blasfemias que, hasta en honor de los himenópteros, el doctor Santidad no conseguiría nunca aceptar.

De la túnica marrón de un monje con barba perfilada, con las mejillas y los ojos enrojecidos y el cuello tallado por prominentes venas, salió un punto negro del que colgaba una minúscula línea amarillenta, y se posó en la barra que ocupara minutos antes la mano de un viajero. Allí permaneció boca abajo hasta que expiró su último suspiro; entonces se dejó caer, seguida por el hilo de hemolinfa, hasta el suelo. El estupor recorrió los cuerpos expectantes que habían guardado silencio para luego volver con rapidez a llenar los vagones con sus chirridos humanos. Por entonces, muchas abejas habían caído por defenderse del mundo que las rodeaba, y con ellas muchos de los bizarros veinteañeros habían dejado de serlo para convertirse en llorosos animales, mordidos y cándidos, que se relamían la herida. Estarían demasiado ocupados durante todo el viaje con sus dolores como para pensar un contraataque.

Las abejas bajaron al nivel que los demás ocupaban de pie, y a causa del reflejo de la muchedumbre de intentar esquivarlas, se organizó un segundo asalto. Esta vez fue el turno de las policías sensuales, las gatitas presumidas y las amantes de ocasión con sus piernas al aire, el ombligo y la espalda a la vista y sus cuerpos cubiertos apenas por una tela que rodeaba su cintura y otra, rematada en un nudo a la altura de la espalda, que tapaba la mitad superior de su tronco. Las enemigas bajaron hasta lo más íntimo con una gallardía y una táctica impropias de un ejército preparado para guerrear con ametralladoras, y el resto de la gente supo que habían cumplido su misión cuando vieron dos efectos que declararon tal mensaje: el primero, todos los puntos seguidos por el amarillo casi invisible, y el segundo, el nuevo ataque de voz desgañitado en la garganta de las jovenzuelas atractivas y explosivas que terminaron de explotar en llantos de dolor. El segundo combate, pues, había concluido.

Tengo miedo, balaba la Ovejita a su amiga disfrazada de Tigre, tengo mucho miedo, no quiero que me piquen, lloraba también el jovencito. El Tigre rugía e intentaba cubrir a su pareja, no te preocupes, cariño, yo estoy contigo, le susurraba al oído mientras con sus zarpas de terciopelo apartaba cada punto negro que se aproximaba. Todo iba muy bien hasta que una de las abejas pensó la jugada antes de acercarse por la espalda y sumergirse entre las ropas del Tigre. La apifobia de la Ovejita se incrementó al ver de cerca cómo la minúscula mancha negra se colaba por el hueco de la capucha, que simulaba la cabeza del Tigre y rodeaba, terminada en la frente, la cara de su amiga. Los ojos se le pusieron redondos como huevos y su garganta no le permitía pronunciar ninguna palabra que fuera a servir de ayuda, así que enseguida apreció el cambio de expresión en el rostro del Tigre y su derrumbamiento doloroso en el suelo del tren, mientras la abeja volvía a escapar agonizante por el diminuto hueco de la vestidura. Junto al Tigre cayeron más animales del tamaño de una persona: una vaca, un toro, un leopardo, otro tigre, un pollo y una conejita de playboy.

El doctor Santidad y el Enfermo se llegaron a encontrar en el pasillo de los asientos, pero tampoco lograron hablarse antes de experimentar el mismo dolor que hacía estremecerse a los de su alrededor. El ejército himenóptero había enviado su ala derecha hacia los cuellos de quienes ocupaban las sillas. Al caer fulminados por el pinchazo, escucharon a alguien que murmuraba encogido bajo una silla: que termine ya, por favor, que piquen las que faltan y se acabe ya esta masacre; a lo que el Enfermo respondió que esa forma de pensar en la vida no lo lleva a ningún sitio, caballero, y pronto también usted habrá sido aguijoneado por estos bichos, sin saber en ningún momento quién sería el afortunado que formara parte del grupo de diez personas sin sufrir un ataque.

Sonó como un silbato en el otro extremo del tren y una porra empezó a golpear los puntos negros, mientras a su lado el Preso, unido ya a su amada Policía traviesa, lanzaba la bola contra los insectos, aunque su arma volvía al punto de origen en cuanto la cadena se tensaba. No tardó mucho en desistir cuando se agachó y acurrucó en un rincón al lado de la puerta, como si esperase que se abriera de un momento a otro, y empujó a su chica contra las abejas. Quizá su intención fuera que su pareja se llevara dos picaduras en lugar de una. No obstante, su plan no se cumplió tan a rajatabla, pues la Policía traviesa ejerció su autoridad durante poco tiempo más, hasta que no sólo dos abejas, sino varias más, seis o siete, nadie las contaría hasta una vez terminada la hecatombe, hincaron sin piedad sus aguijones en las piernas, brazos y costado derecho de la pobre muchacha.

Pocos artrópodos quedaban ya con vida a aquellas alturas del viaje: en el suelo se dibujaba una mancha que parecía prolongarse por los vagones, un conjunto de insectos muertos, con una mezcla de la sangre amarillenta y el oscuro de sus cuerpos, y las casi veinte abejas que aún mantenían su vuelo majestuoso sobre las cabezas alocadas, aún no se dejaban caer contra los pocos ilesos.

El combate final estaba a punto de empezar. Parecía como en los momentos más emocionantes de una película de acción, cuando el protagonista va a salvar a la chica guapa y parece transcurrir una eternidad en un solo salto del héroe. Como si la vida se hubiera parado de momento, la Ovejita miró a ambos lados: a su izquierda la gente tropezaba con los que estaban sentados, y algunas abejas bullían por el techo, se posaban en los cristales o daban vueltas por una atmósfera de angustia; a su derecha casi todo era igual, pero en el marco las abejas ganaban en cantidad y aunque había gente sentada en el suelo quejándose de las picaduras, era mayor el conjunto de abejas que merodeaban por el techo. El adolescente que era la Ovejita permaneció quieto mientras veía agitarse en un lado los insectos y en el otro los animales heridos; bajo sus pies descansaba una inmensa turba de abejas muertas; con todo, fue capaz de apreciar, erguido hasta el final, que a su alrededor quien se movía, caía al instante fulminado. Se dio cuenta también de que a él no se le había acercado aún ninguna abeja desde que hirieron a su amiga, porque su propio miedo lo mantenía paralizado, con los ojos entrecerrados y la tensión acumulada en el pecho, soportando el calor que acechaba dentro del disfraz y que amenazaba con desatar sus nervios.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Crónica de una batalla en un campo de disfraces (I)

[Voy a aprovechar la escasez de tiempo disponible en estos días para enseñaros algo que escribí hace ya más de un año (abril de 2009). Se trata de un relato un tanto extraño que se me ocurrió mientras leía a Saramago y luchaba contra una abeja, animal que considero endiabladamente terrorífico desde que casi por tradición recibo como mínimo una picadura cada verano. Me asustan las abejas, sí, y en este texto llevé al extremo mi temor. Lo pasé muy mal al escribirlo porque me imaginaba en la misma situación, pero también me divirtió mucho comparar un panal de abejas con un ejército. Por eso, porque tan sólo fue un acto de diversión como otro cualquiera (Virginia Woolf le escribió a un caracol que había pegado a la pared y Patricia Highsmith a unos pájaros), me gustaría que así lo consideréis.

He dividido en tres partes el relato, porque publicarlo en una sola entrada supone un buen rato de lectura que queda fuera de lugar, creo, en estos soportes. Así que he dividido en presentación, nudo y desenlace el texto, de lo que se deduce que la parte central será la más larga. Sin más, os dejo con el texto.]


PRIMERA PARTE

Como cada año, el carnaval provocó en las personas una alegre euforia que no experimentaban ante cualquier otro acontecimiento anual importante. En el andén número tres esperaban, ansiosos, entre chistes y risas, fotos y flashes, disfrazados de mendigo, de momia, de policía, de preso, de prostituta, de tigre y tigresa, de gato y gata, de demonio, de cordero, de ángel, aquellos jóvenes que pensaban caminar despiertos durante toda la noche de un lado a otro de la ciudad, llenar las calles siempre desiertas, beber de sus botellas baratas de supermercado, bailar con una radio portátil a todo volumen y orinar en cada esquina cuando las necesidades lo exigieran. El tren de las ocho y media aún no había llegado, y el reloj de nuestro amigo ya reprochaba la demora. Toda la estación temblaba de impaciencia y reclamos, los disfrazados comenzaban a sentir cierta incomodidad con sus colas, túnicas y pelucas.

El más joven de un pequeño grupo, que iba por primera vez a un lugar tan deseado por todos, esperaba en silencio que el foco del tren se dejara ver al fondo de la vía, y sus amigos, mayores de edad todos, que harían lo imposible en su favor para burlar la seguridad de los porteros de las discotecas, trataban, también callados, de no perder la paciencia, aunque a veces uno de ellos, el más risueño y bromista, dejaba escapar breves palabras que se quedaban en sólo eso. La Ovejita no balaba, el Tigre que permanecía a su lado no rugía, el doctor Santidad, con sus pelos rizados e izados por el empuje de una buena dosis de laca, el cual se hacía pasar por un cura médico, no profetizaba la dosis de paciencia que los demás tendrían que tomar; el Enfermo, por su parte, no gritaba dolorido por las fracturas de su muñeca y su rodilla, no cantaba el dulce timbre de la Sirenita y había un Preso que, en compañía de una Policía traviesa, no exigía libertad.

Junto a este reducido grupo de jóvenes que respetaban su turno y habían comprado sus billetes, una extensa multitud de veinteañeros aguardaba la llegada del tren, dispuestos a saltar a su interior en cuanto se abriesen las puertas, sin dejar de ningún modo títere con cabeza en caso de que alguien se quisiera interponer en su camino. Completaban el andén un pequeño grupo de seis personas cuya edad debía de rondar los cuarenta años y que vestían trajes de gala los tres hombres y vestidos elegantes con pamela las tres mujeres, en honor, por supuesto, a los atuendos clásicos de años remotos en que oscilaban los cañones y las ametralladoras por las calles pueblerinas.

Para hacer un recuento, podríamos sumar el total de estas personas que esperan la felicidad dando voces, y quizá sea posible obtener como resultado un número redondo: cien individuos, por no sobrepasar el límite de aforo máximo de la estación, más los viajeros que ya montados en la anterior parada ocupan los asientos y las plazas libres para pasajeros de pie. El tren estará provisto de vagones añadidos; tanto espacio se requiere para esta noche, que el ayuntamiento ha preparado dos medios de transporte unidos entre sí y que conforman seis vagones en lugar de tres, pero no serán suficientes para este centenar de transeúntes aglomerados ante a las puertas a punto de abrirse. En efecto, en un instante se ilumina el interruptor redondo y verde y, tras pulsarlo el primero de la fila, se prepara el suelo artificial que aparece bajo las puertas y éstas descubren, al abrirse, a otro centenar de personas que ya viajan en el interior del vagón. Las puertas recién abiertas dejan ver un espacio ocupado por multitud de personas que se estrujan entre sí para que alguien más pueda acceder al interior, y así hacen todos a fin de dejar la estación vacía y llenos los vagones hasta reventar. No obstante, el espacio libre desde las cabezas hasta el techo, no más de un metro, se completará en unos instantes, cuando los últimos viajeros se apresuren a entrar.

Desde muy lejos, con vista de águila, podía verse la parte deshabitada de la estación y allí el tren a punto de reanudar la marcha. Pero todavía quedaba alguien más por subir. El conjunto de vigilantes vio crecer su objetivo a medida que se acercaban con velocidad; y al fondo divisaron una puerta aún abierta.

El doctor Santidad, siempre tan apuesto y puesto a gastar cualquier broma, tuvo la genial idea de que si de pronto entrase una avispa en el tren y revolotease por nuestras cabezas, no seríamos capaces de mantener la calma, imagínate, chico, el bicho volando por todo el tren y la gente asustada corriendo de un lado para otro. Qué miedo, baló la Ovejita, que padecía entomofobia, y su compañera vestida de Tigre le acarició los rizos blancos de lana. Nadie miró al médico, quizá porque nadie se tomó en serio aquel comentario; el único en añadir algo, además del más joven, fue el Enfermo, de cuya boca escapó una risa nerviosa.

El ejército siseante acudió a la llamada del doctor Santidad. Antes de que se cerraran las puertas, una inmensa multitud de abejas arrasaron contra la entrada y llenaron el hueco libre del techo, y acompañaron su intromisión con el silbido de sus alas, transportadoras y agitadas a gran velocidad, sin otra intención que la de explorar la zona. En ese mismo momento sonó la sirena que informa de la salida del tren y las puertas terminaron de cerrarse. Pareció transcurrir un solo segundo desde que el techo estuviera vacío hasta que se llenó de negrura, y sin embargo la visión de cómo las puertas se cerraban no fue tan de golpe como había de serlo, sino que las doscientas personas que contemplaron la clausura tuvieron la sensación escalofriante de que toda una vida corría ante sus ojos mientras quedaban encerrados.

sábado, 27 de noviembre de 2010

We wishlist a Merry Xmas



Anoche descubrí en el blog de Vero, y desde éste en el de Carol, un concurso convocado por Fnac que consiste en sortear un vale de 2011 euros para compras en la tienda. Para participar en el sorteo es necesario hacer una lista con los regalos que nos gustaría recibir estas navidades, así que yo también he hecho mi wishlist para probar suertes. Este concurso es para blogueros, hay otra modalidad para Facebook pero quizás sean unas bases diferentes, así que si alguien quiere participar en la otra modalidad, será mejor que lea antes las bases específicas de Facebook.

Me ha costado mucho decidirme por un artículo u otro, porque la suma a la que podemos optar es realmente golosa. Y al terminar mi lista, con el último libro, parece haberse cumplido una casualidad que alguien interpretará como una profecía: el último libro de la lista es 1984, de George Orwell, y la suma de todos los demás da como resultado la misma cifra del título. ¿Casualidad o profecía? No lo sé: ilusión, al fin y al cabo. Aquí os dejo con mi lista:

Informática:

Cine:

Música:

Libros:


martes, 16 de noviembre de 2010

Calle de la amargura, 17.00

(Un caminante detiene su trayecto, mira hacia el suelo, mete sus manos en los bolsillos y continúa su andar, ahora lento, meditabundo, como si hubiese recordado un amor pasajero de su juventud. Luego, se detiene en un banco, extrae de su chaqueta un cuaderno y emborrona unas frases para saciar su apetito.)

Hoy me he encontrado un corazón tirado en el suelo. Era de plata y estaba roto en dos pedazos, en uno de los cuales cinco letras estampadas de un color algo más oscuro dejaban constancia de un amor ya caduco. Ninguna cadena unía los dos trozos de pasión, como si el viento se hubiese llevado las caricias de cada mano, los susurros de cada boca. Entonces me acordé: ¿estaría así mi corazón cuando te fuiste: rajado en dos mitades y esparcido por el asfalto sin un nexo con la realidad? ¿Estaría así mi pecho cuando me tomaste por estúpido? Qué inocente era, y qué callado. Nadie tuvo en cuenta las narices que rompí y los cristales que empañé. Como nadie ha tenido en cuenta que esta tarde un bosquejo de plata grabada con tu nombre se ha cruzado en mi camino y me ha traído tu perfume de años remotos y lejanas tierras.


Jorge Andreu
16 de noviembre de 2010.
Cádiz, calle San Francisco,
camino de la estación de autobuses.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Coda melancólica

Se manchan los papeles sin decir
la música que suena en mis entrañas.
Parece todo un sueño:
irreal como un boceto, imaginario
como una fantasía de nostalgia,
transparente como el cristal que ahora
del mundo y los sentidos me separa.

Podría lanzar gritos
de dolor, pero no me duele nada.

Tengo una enfermedad tan incurable
que ni la tinta puede ya
nombrarla.

¡Maldita seas, poesía,
si en una noche triste, como tantas,
me miras desde lejos
y guardas tras el humo tu mirada!


Jorge Andreu
10 de noviembre de 2010
Con estos versos firmo el final
de mi primer cuaderno Paperblanks,
herido como Mozart.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Un inocente jugo de palabras

El verbo se hizo carne
y con tu salsa brava
hicimos estofado de sintaxis.

Jorge Andreu
6 de noviembre de 2010

jueves, 14 de octubre de 2010

Una chica apoyada en la barra

Tus ojos son enigmas desde lejos.
¿Serán, cuando te acercas, transparentes?
Ven, déjame que te clave los dientes
a ver si surgen besos de reflejos.

Tu cuerpo se menea sin complejos
esperando tus tostadas calientes.
Detrás de tu figura esbelta sientes
el frío de los ojos más añejos.

Me miras. Yo te escribo —soy sincero—
sin quitar la mirada de tu brillo,
y no sé qué respuesta de ti espero.

No guardes tu sonrisa en el bolsillo,
que yo con este acoso sólo quiero
emblanquecer mi papel amarillo


Jorge Andreu
13 octubre de 2010

Cádiz, cafetería de la facultad de Filosofía y Letras.
A unos ojos lejanos apoyados en la barra.

lunes, 4 de octubre de 2010

Coincidencias de la memoria

Desde hace una semana, la hora del almuerzo se ha convertido en un momento de intimidad lírica en que, sentado en mi oficina, esa mesa al aire libre, de madera y pintarrajeada con grafitis, a la cual llaman merendero, devoro una manzana o una ensalada y una novela al mismo tiempo. Luego bebo un trago de agua, respiro el aire fresco de los árboles, saludo a mis amigas voladoras que vienen a hacerme una visita, concentro mi bolígrafo en la libreta y, para olvidarme de la realidad, me sumerjo en las mentiras que la tinta exige en el papel. A veces escribo versos sueltos a fin de construir un poema de esos trozos inmediatos del destino; a veces, en cambio, esbozo la estructura narrativa de un relato, como si edificara esa librería que tanto he soñado en noches interminables, sin detenerme a pensar que, claro, para levantar un negocio así antes hacen falta muchas cosas, una licencia de apertura, un local o un mostrador donde colocar una caja registradora. Con una caja registradora… ¡qué no haría yo con una de ésas!

Esta tarde me embargó una emoción antes vivida desde lejos, hoy como una ensoñación. Recuerdo una fila de niños que caminaban agarrados de la mano calle abajo, encabezado el grupo por una profesora guapa y sonriente. Esta vez, la profesora era mayor, pero en su tono de voz se adivinaba la vocación de la enseñanza que en ocasiones desaparece al tratar a niños difíciles. En sus llamadas había tanta alegría contenida, que hasta yo quisiera haber vuelto a los tiempos de mi educación preescolar.

Decía, pues, que a la hora del almuerzo, como en un delirio se avivaron algunos recuerdos de mi infancia. Una pareja feliz, con mochilas de dibujos animados y chándal de colegio privado, se acercó a mi mesa y, pese a ver que en mi cara no había más de veinte años, el chico preguntó si se podían sentar —señor, dijo, eso es lo que me encendió—. Yo asentí, les hice un hueco y continué con mi fantasía. Leía en ese momento —no escribía— una novela de Josefina R. Aldecoa, y al ver el volumen amarillo, ajado por el uso continuo de lectores de biblioteca pública, dijo el niño:

—¿A usted le gusta leer? —había en su acento un dejillo que me señalaba que no era de aquí.

—Claro. A todo el mundo debería gustarle.

—A mí también.

Se hizo un silencio largo.

—Éste —señalé mi libro— trata de una maestra parecida a la vuestra. Los niños la hacían tan feliz que decidió dedicarse a la enseñanza.

—Nuestra profe es muy buena. Nos da conguitos cuando nos portamos bien.

Sonreí. El niño desvió la conversación y me presentó a su amiga.

—Ella es Virginia, nos vamos a casar.

Era una muñequita rosada y tímida que escondía su sonrisa tras su mano derecha, blanca, pequeña, con una alianza de goma rosa como si fuese su anillo de compromiso. Tenía los ojos brillantes y el pelo castaño, rizado, recogido en una cola, y una mancha de chocolate asomaba en la comisura izquierda de su boca, entre sus dedos de porcelana.

—Vaya, qué bien. ¿Y os vais a querer siempre?

—Siempre. Mucho, mucho.

Y entonces ella despertó al niño que fui, cuando estas palabras escaparon como indecisos silbidos de su boca:

—Pero nunca nos besaremos porque me da asco la saliva de otro.

Hizo una mueca y yo no pude dejar de sonreír. Al poco tiempo, la profe los llamó y ellos se despidieron de mí como si ya me considerasen un amigo. Claro que compartíamos algo: cuando era pequeño, no quería tener pareja porque me repudiaba dar besos en la boca. Alguien me dijo una vez: cuando des el primero, no querrás parar. Y, en efecto, ahora extraño los besos de una rubia guapísima y lejana con quien me comunicaré por teléfono dentro de un rato.

Volví, pues, a intentar la lectura de ese texto hermoso, ahora guardado en mi mochila, pero otro recuerdo me sacó de mis casillas. Y digo bien, porque un muchacho de unos quince años me devolvió a la realidad lanzando insultos a un pobre conductor de motocicleta. Lo vi desde lejos y hasta mí llegaban sus palabras de macarra sin uso racional del lenguaje. Y pensar que estuve a punto de convertirme en uno de esos…

En fin, se me hacía tarde, de modo que aproveché la ocasión para guardar mis cosas, cargarlas al hombro y emprender el camino, acompañado de mi cojera ocasionada por el dolor de una periostitis, rumbo a un lugar donde la música se funde con un vaso. De plástico, claro, pero no me importó: necesitaba aquel café antes de entrar en clase.


Jorge Andreu
4 de octubre de 2010

domingo, 26 de septiembre de 2010

Despedida del verano (y mis lecturas veraniegas)

Anoche terminé de leer Herzog, de Saul Bellow, una novela que me ha dejado muy buen sabor de boca para terminar las lecturas veraniegas. Ya no me da tiempo a leer los libros que me quedan de la lista, así que los añado a la lista de otoño. De la que os enseñé a principios del verano, me han quedado cinco libros por leer: Anna Karénina y Los miserables (que eran los más interesantes y, por eso, los dejé para el final, sin contar con que se me cruzarían muchas lecturas y el final llegaría antes de tiempo); La calera, Orgullo y prejuicio y La muerte de Virgilio (este último porque vencía el periodo de préstamo en la biblioteca y muchos asuntos se entrecruzaron aquellos días —no iba a leer a Broch en el tren hasta Santander porque me volvería loco y apenas podría paladear el sabor de su prosa). Tengo pendientes, sobre todo, a Hermann Broch —pues me gustaba mucho la novela y llevaba 200 páginas— y los dos volúmenes más gruesos de la lista: Tolstoi y Victor Hugo.

Ya he hecho otra lista para el otoño. Me he centrado en literatura universal de principios del siglo XX y algo del XIX, aprovechando que este año curso esas dos asignaturas en la carrera y que, aunque nos pese, no estudiamos literatura universal, sino sólo española, así que conviene buscarse la vida. Algunos de los nombres, pues, que he colocado en primera fila para los próximos meses son: Virginia Woolf, Thomas Mann, Marcel Proust, William Faulkner, Sylvia Plath, entre otros. Y por supuesto, en otro extremo, la última novela de Almudena Grandes, que no la dejaré pasar y que empezaré, casi seguro, en diciembre (tras la feria del libro del instituto donde abandoné al macarra que fui y me hice lector de Saramago).

Este verano ha sido un poco extraño. No me detendré a contar con detalle sus rarezas, pero las ha habido, y algunas me han servido de mucho. El viaje a Santander, una tierra que nunca pensé que conocería, me ha abierto los ojos a muchas cosas y me ha hecho contemplar el mar como nunca antes lo había mirado: «nunca jamás volveré a verte / con estos ojos que hoy te miro». Ese y otros acontecimientos del verano, como el pequeño concierto que hicimos con el grupo del Fuego de la Utopía, donde canté tres canciones (una de ellas dedicada al recién fallecido José Saramago, que causó emoción a algunos de los oyentes), o el camping, me han hecho vivir un buen verano. En fin, aunque podía haber sido mejor de haberse dado determinadas circunstancias, no me quejo.

Mañana comienza mi curso universitario. Tercero de Filología Hispánica, como sabéis. Y sexto de piano. Será un año duro. Habrá que soportar, como siempre, muchas injusticias y muchas tonterías, pero de eso está hecho el arte y no podemos remediarlo. Ahora salgo a la calle a disfrutar de la naturaleza en mi último domingo de plena libertad, libro en mano, cuaderno de anotaciones en bandolera y muchas ganas de empezar con buen pie el nuevo curso. Veremos qué se puede hacer.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Una imagen poética

(Escrito el 23 de septiembre, a falta de una cámara de fotos)


El extremo izquierdo es gris, toda la tristeza la ha absorbido el cielo. Ha llegado el otoño y son las seis de una tarde nublada. Pero cuando miro a la derecha veo algún resquicio de luz: parece que el sol ha llorado luces sobre el mundo, y sus lágrimas se derraman sobre los edificios lejanos, como si fueran copas de cristal de bohemia. Sin embargo, el suelo, según veo, sigue seco y jadea con la voz del viento que acaricia mis mejillas y eriza el vello de mi nuca. Está a punto de llover, pero las nubes, caprichosas, se resisten a prestarnos su fragancia.

¿Acaso no es eso la poesía: una imagen que sugiere sin enseñar, que cautiva con la mirada sin decir nada concreto, que esconde tras su aire de inocencia, como una bella nínfula, un deje de melancolía, desprecio, sensualidad o desaliento? Ahora me acuerdo de Humbert Humbert y su obsesión. Respiro una vez más el aire de la costa, cierro mi libreta, me despido del banco de piedra y, con la vista fija en esta imagen imposible de inmortalizar con una cámara fotográfica, reanudo mi paseo.


Jorge Andreu


jueves, 23 de septiembre de 2010

Los clásicos de Grecia y Roma (Biblioteca Gredos)

Ha terminado el verano y, aunque —como sabéis— mi verano abarcó desde el 17 de junio hasta el 31 de julio y en agosto se detuvo por completo a causa de los exámenes de septiembre y, por tanto, mi verano continuará hasta el domingo de esta semana, he de hacer algo que me prometí a mí mismo y a Bloguzz desde que recibí esta promoción.


Los clásicos de Grecia y Roma es un producto de RBA coleccionables, una colección de la Biblioteca Gredos dirigida por el catedrático de Filología Griega Carlos García Gual, que consta de 149 libros correspondientes a las grandes letras clásicas: desde la Odisea hasta Diógenes Laercio, desde tragedias hasta diálogos de Platón, desde poesía lírica como la de Catulo u Horacio hasta la épica latina de Virgilio. Todo esto en una edición de pastas duras, elegantes, comentada y anotada por especialistas de la talla de Emilio Lledó, Francisco Rodríguez Adrados o Francisco L. Lisi.

Las primeras cinco entregas, las que he recibido como promoción, contienen títulos de conocimiento básico de las letras griegas. La primera entrega es la Ilíada, en un volumen de 600 páginas con Introducción General, la obra, mapas, un índice analítico y otro onomástico (muy útil en estas lecturas).

La segunda entrega son dos libros: la Odisea y la Teogonía de Hesíodo (donde también se incluyen los Trabajos y días y Escudo, más otros fragmentos), de nuevo con buenas introducciones y sus índices analítico y onomástico. La Odisea, por cierto (que es la obra en que me embarco en estos días mientras trato de llevar a buen puerto mis últimas lecturas veraniegas), está adaptada de un modo sorprendente a los metros clásicos y tiene, pues, un ritmo constante de dáctilos en castellano a la manera del hexámetro con sus pies de largas y breves en griego.

Para la tercera entrega cambian de género literario y se introducen en las Fábulas de Esopo en un volumen que también incluye las fábulas de Babrio. Se trata de textos muy breves y útiles para reflexionar.

La cuarta y quinta entregas pertenecen al teatro clásico y, a falta de Eurípides que vendrá en la siguiente entrega, tenemos las Tragedias de Esquilo y las Tragedias de Sófocles en dos volúmenes, uno por entrega.

La primera entrega salió a la venta en el quiosco el 9 de septiembre a 3.95€. Ha pasado ya tiempo, pero quizá quien esté interesado logre encontrarla en alguna librería. De hecho, casualmente ayer paseaba por un centro comercial y en una pequeña librería la vi expuesta al público. La segunda entrega salió a la venta hace dos días a 9.95 €, y seguro que podrán encontrarla con facilidad. La siguiente entrega será el día 28.

He de decir algo de interés para aquellos que deseen hacerse con la colección completa. En la web tienen la opción de suscribirse. ¿Y qué ventajas tiene ser suscriptor? Entre otras, la de adquirir todas las entregas con un descuento de 1 euro, que no es mucho ahorro pero que a la larga se nota. Además, también podrán tener algunas entregas gratuitas y, por si esto no es poco, darse de baja en cualquier momento.

Es una oportunidad, creo, de tener aquellos libros cuya lectura a veces no se lleva a cabo por la incomodidad de salir a una librería a comprar un título determinado. Por este precio, hacerse con las obras clásicas será fácil, y más aún si son en ediciones bien tratadas.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Madrugada del 17 de septiembre

Siento cómo el mundo tiembla a mi alrededor: se mueven las cortinas, el ventilador se agita, mi pelo se interpone en el camino de mis ojos, la sombra de mi mano al escribir, iluminada por el flexo situado a mi derecha, se tambalea al compás de la escritura. De vez en vez, un fucilazo deslumbra la habitación como una cámara fotográfica, y entonces la sombra de mi mano cambia de posición del mismo modo que mi vista, otrora fija en el papel y luego ensimismada en un cielo cuya oscuridad, atravesada por un rayo, goza del rescoldo de su resplandor. Las gotas se empujan, impacientes por chocar contra el suelo de una calle que se estremece con los gritos de las nubes. Es como si la vida se fuese a romper de un momento a otro. Hasta el pobre Cortázar me mira asustado desde la portada de su libro.

Escribo tras los cristales, envuelto en el silencio de mi dormitorio, de mi casa entera a oscuras, sólo habitada por mí en estos días; tan sólo resuena el repiqueteo incesante de la lluvia sobre mi techo, como si intentara acceder al interior y hacer que fluya la tinta con cuyo rastro dejo constancia del momento. Son las tres de la madrugada y no pienso sino en el sabor que el Sacro Bosque de Bomarzo me ha dejado en el paladar tras la última página, y en la vida de ese Pier Francesco Orsini que esta noche me sirve de consuelo.

Ahora me chirrían los oídos: se ha hecho el silencio total después del último rugido del horizonte. Extinto el rumor de la lluvia, oigo desde el escritorio, más allá de las paredes, las ventanas, las persianas y los barrotes, el llanto de mi compañera de pesares, asustadiza, que bajo el porche, sumergida, refugiada en su caseta y aislada del mundo cruel que amenaza su sueño, reclama tranquilidad, pues madruga más que nadie y debe estar fresca para defender con sus ladridos nuestro espacio. Gracias a ella, hoy me siento protegido pese a mi soledad. Aunque todavía siento como si el cielo quisiera resquebrajarse. ¿Lo conseguirá? Esperaré sentado.


Jorge Andreu

lunes, 30 de agosto de 2010

Reflejo de la luna en la playa durante una noche de julio

La luna me maúlla pa que yo menee el rabo

Marea, «Venas con humo y palabras»,
en Besos de perro (2002)


Un banco de pétrea resistencia soportaba el peso de mi cansancio. La llanura casi en calma, sólo agitada por una brisa imperceptible y cubierta del frescor de aquella noche de julio, se extendía ante mis ojos, majestuosa, rematada por espumosas olas. Al fondo, entusiasmados, bajo una toalla, escondidos detrás de las tumbonas, se agitaban dos cuerpos que habían llegado a encontrar un punto en común, superado el debate de las caricias en las mejillas. Una cámara de fotos, a mi lado, inmortalizó con su disparo un instante irrepetible por los siglos de los siglos. Y sobre tanta realidad, la luna contemplaba la escena y con su silueta blanca, esplendorosa, como una mujer rociaba de besos a su amante, un dulce mundo diluido en agua salada y empujado a la hermosura por el viento del sur.

Yo me sentí gato por unos minutos, moví el rabo y recibí el maullido de la imponente pandereta, una música celestial, si en algo se distingue el cielo de la tierra, que me envolvió de perfección, de dulzura, hasta que el maldito rugido del teléfono móvil disolvió el acorde de la costa gaditana.


Jorge Andreu

Para Alberto Cancio, mi fiel pirata,
por presentarme a la luna
y hacerme disfrutar de su esplendor.

sábado, 28 de agosto de 2010

Recuerdos de Santander (Epílogo: Vida)


Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!»
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.


José Hierro, «Vida», en Cuaderno de Nueva York (1998)

viernes, 27 de agosto de 2010

Recuerdos de Santander (V. El mar bañado de nubes grises)


Y ahora que yo quería darte
toda mi sangre, que quería...

(¡Qué bello, mar, morir en ti
cuando no pueda con mi vida!)


José Hierro, «Llegada al mar», en Tierra sin nosotros (1947)

miércoles, 25 de agosto de 2010

Recuerdos de Santander (IV. Monumento a José Hierro en el puerto)


Es esta noche, entre las sombras,
cuando mejor podemos verte.
Es esta noche, cuando todos
participamos de tu muerte;
cuando se funde tu apariencia,
tu mar, tus luces, tus relieves;
cuando eres sólo un gran silencio
que en las entrañas se nos muere.


José Hierro, «Noche en el puerto», en Alegría (1947)

martes, 24 de agosto de 2010

Recuerdos de Santander (III. Unas vistas evocadoras)

Nunca jamás volveré a verte
con estos ojos que hoy te miro.


José Hierro: «Despedida del mar», en Tierra sin nosotros (1947)

domingo, 22 de agosto de 2010

Recuerdos de Santander (II. Sol, hierba verde y agua al punto de sal)


He abierto de nuevo los ojos. El sol da a las cosas
una lumbre irreal y dorada.
Otra vez son los montes de plata y de verde sereno.
Tiene la tierra el olor virginal de la fruta en la rama.


Repito los nombres que ofrecen un nido,
una bahía de paz a la infancia tronchada.
(El Faro, la Isla de Santa Marina,
pienso en la mole maciza de Peña Cabarga.)


He sentido el rozar de unos pies a mi lado.
Tenía la frente perdida en las nubes más altas.
«Hermosa la tierra», me ha dicho. Y ha vuelto al misterio.
Yo me he puesto a llorar de hermosura, pegada la boca a la tierra mojada.


José Hierro, «Después de la lluvia de otoño», en Alegría (1947)

sábado, 21 de agosto de 2010

Recuerdos de Santander (I. Unos barrotes frente al mar)


Desde esta cárcel podría
verse el mar, seguirse el giro
de las gaviotas, pulsar
el latir del tiempo vivo.


José Hierro: «Reportaje», en Quinta del 42 (1952)

jueves, 19 de agosto de 2010

Regreso de las tierras cántabras

He vuelto. Hace ya casi una semana de todo aquello, pero el tiempo me ha impedido detenerme a escribir mi experiencia. Aunque mi verdadera experiencia la escribiré con más detenimiento en cuanto disponga de una tarde libre con el mar de fondo y la compañía del viento en un campo cercano a mi casa.

Visité cada rincón de Santander: el puerto, el sardinero, el faro, la Magdalena y todo lo que pilla de camino. Sólo me faltaron las tabernas, que serán mi asignatura pendiente para la próxima vez (pediré, como mi buen amigo Adrián ha dicho en su blog, la beca completa para el próximo verano, y si hay suerte y seguimos con buen expediente académico, volveremos por las tierras del norte, donde hemos dejado recuerdos, palabras, fotos y un amigo colombiano, poeta de espíritu bohemio).

(Península de la Magdalena desde lejos)

El curso ha sido espectacular: cada conferencia ha aportado un buen grano de arena, información que hemos asimilado para leer de otra manera la poesía de José Hierro. Los conferenciantes, en su mayoría expertos en el tema y, además, buenos oradores, han contribuido a mantenernos los ojos abiertos durante las nueve sesiones, los cinco días del curso. Philippe Merlo Morat, Pedro J. de la Peña, Jesús Barrajón, Alberto Santamaría, Inés Fonseca y Jaime Siles, entre otros, son los nombres de los ponentes que han hecho de mi lectura de Pepe Hierro —ahora sí— algo verdaderamente enriquecedor. Rectifico, ahora que he dicho los nombres, mi comentario sobre Fanny Rubio que hice unos meses atrás: esta vez no ha sido una conferencia “aburrida y egocéntrica”, como dije, sino que se ha mostrado más académica y ha aportado información valiosa sobre la trayectoria poética del autor estudiado, añadiendo, claro está, su toque personal, aunque no en exceso.

Hemos conocido a gente muy interesante: ya he hablado de nuestro amigo colombiano, Diego, que tuvo la amabilidad de regalarnos sus dos poemarios, pero además hemos conocido a Joaquín Hierro (y a las hijas de éste, encantadoras) y a Marián Hierro (hijos del poeta), que nos han facilitado un medio de contacto para cuando llevemos a cabo algún estudio sobre la obra de su padre —estudio que ya tengo planteado desde el primer día del curso, gracias a la excelente conferencia del profesor Philippe—. También hemos tenido ocasión de hablar con Inés Fonseca, quien también nos ha proporcionado una forma de dirigirnos a ella por internet, y como no iba a ser menos, hablando de famosos, he tenido ocasión de compartir unas palabras con Sofía Nieto, a quien encontramos por casualidad en la cafetería.

(Con la familia Hierro)

(Con Sofía Nieto)

(Con Luis Sepúlveda)

La naturaleza de allí es maravillosa. Hemos contemplado el mar largas horas, acompañados por la brisa de una semana fresca de verano, que era de agradecer, pues en el sur el calor es sofocante. Escribí algunos versos gracias a aquellas vistas, y tanto mi amigo como yo hemos retomado las ganas de escribir relatos, pues varios han sido los acontecimientos y varias las ideas que se nos han ocurrido. En fin, todo un placer que esperamos volver a experimentar, un placer del que ahora me queda la nostalgia.

(Palacio de la Magdalena entre un palacio selvático)

El blog volverá a su actividad habitual, en especial después del día 3 de septiembre —justo después de terminar los exámenes del conservatorio y de comprarme la nueva novela de Almudena Grandes—, así que agradezco la presencia de todos los que estén tras la pantalla, y si hay nuevos lectores después de este viaje, me sentiré muy halagado y espero que disfruten de mis cafés —solos, siempre, con dos de azúcar.

Un abrazo a todos.


Jorge Andreu

Agradezco las fotos a Adrián (Gadi)