martes, 31 de diciembre de 2013

Despedida del 2013

Pues nada, aquí estamos otra vez. Vivo, después de todo. 

Se marcha otro año y no me importa, esta vez no me importa porque 2013 ha sido un año desastroso. Uno recoge en servilletas las babas de los malos momentos, y en ocasiones conviene tirar esas servilletas al fondo de la taza de café antes de pagar la cuenta. Eso he hecho muchas veces, por eso dejo atrás los malos momentos y creo que los buenos pueden vencerlos en cierto modo. Haberme mudado de casa, terminar la carrera, publicar un libro de poemas y no sé qué otras cosas más, en conjunto, me han ayudado a seguir adelante. El sol ahora entra por la ventana de mi derecha y es un consuelo sentirme abrigado en mi nuevo despacho, donde además ahora imparto clases de piano y me permito algunos paréntesis para escribir, sin tener en cuenta las asignaturas más inútiles de una formación universitaria ni la pérdida de tiempo que justifican las firmas en un parte de asistencia. Recién terminada mi licenciatura, con un verano de por medio, este año he empezado un Máster que necesito terminar de una vez para dar el siguiente paso hacia la madurez académica que persigo desde hace años: el título de Doctor. Llegará, así es el camino, lleno de agujeros y piedras incómodas de sobrepasar. 

Entretanto, sigo con mis lecturas, mi cine, mi música y los pequeños placeres que lo amarran a uno a la existencia. Una bolita de rizos blancos ha cambiado mi manera de ver el mundo y me ha hecho padre sin saberlo, con sus ladridos cada mañana, sus lengüetazos al despertar y su calor acurrucado por las noches. Junto a él, aquella princesa que me robó las palabras al mismo tiempo que el aliento y me sacó los 100 versos de amor que tanto éxito tuvieron en Lorca, también sin saberlo. Y como contrapunto las cinco o seis voces que siempre resuenan en mis oídos aunque me lleve meses enteros sin saber de ellas. La felicidad, en suma, a veces al alcance de la mano.

Para el 2014 tengo varios propósitos, la mayoría puramente literarios: terminar de escribir un libro de poemas que emborrono desde hace unos meses, así como la novela que ya arrastro desde hace un par de años, casi tres. Con el libro de cuentos no tengo ninguna prisa, y con la sonata para piano tampoco. Quiero volver al desafío personal de dos películas semanales, una buena lectura cada diez días y un café cada tarde en mi rincón. Tiempo habrá de ello, y recuperaré todas las cosas que necesito. La salud es un bien escaso y uno siempre hace cuanto está en su mano por curarse los resfriados, y la necesidad del deporte una vez cada dos amaneceres no amaina en mi forma de vivir el día a día. Creo que es trabajo suficiente para convertir un año difícil en un bien productivo, esculpiendo los minutos para amoldarlos al crecimiento personal, que es de lo que se trata al fin y al cabo. 

Por último, retomaré la actividad del blog y programaré una media de tres artículos por semana. Como antes: mi amigo Marcel cada lunes, los viernes de cine y las reseñas literarias los domingos. Pero además intentaré incluir algún texto en prosa los miércoles: tal vez por eso de que cuando uno sale a correr siente la necesidad de escribir cosas nuevas. En eso estamos.

No puedo terminar sin dar las gracias a quienes siguen a mi lado. Uno cuenta con los dedos de las manos las mejores relaciones, pero esas, las más añejas, permanecen igual que los escritos, a la espera de un reencuentro sin guardar rencores. Esos son los amigos. A todos ellos quiero darles las gracias. Y a todos los que se pasan de vez en cuando por aquí a leer las divagaciones que un chalado deja escritas sin más afán que la de comunicarse con el mundo. 

Un fuerte abrazo a todos. Os deseo una feliz entrada de año y espero que una vez más el año que viene sigamos juntos al cobijo de este mundo, aunque su muro tenga cada vez más grietas.

Jorge Andreu
Cádiz, 31 de diciembre de 2013

lunes, 30 de diciembre de 2013

Lecturas 2013

Como todos los años, llega la hora de hacer recuento de mis lecturas. Al echar la vista atrás he descubierto que algunas eran fantasmas del pasado a los que pretendía invocar desde hace muchísimo tiempo y con los que por razones diversas nunca entraba en contacto. Por tanto, puedo sentirme satisfecho de la mayor parte de los 29 libros leídos este año. Leídos y anotados, quiero decir, porque hay muchísimas lecturas que no llegué a anotar: lecturas obligatorias de mi último año de carrera, ensayos sobre literatura que trabajé para los exámenes finales, antologías literarias que a ninguna parte llevan sino a un conocimiento parcial de un autor o corriente estética. Todos han quedado sepultados en la memoria, pero de ninguno he anotado más que los conocimientos que ahora debo de atesorar por alguna parte, aunque no en mi libreta de lecturas. En consecuencia, 29 títulos son los apuntados a lo largo del 2013, muchos de los cuales me han dejado una huella imborrable, como el de Clara Usón, el de Dickens o el maravilloso —o mágico— volumen de Thomas Mann, al que volveré necesariamente. 

Aquí dejo, pues, los títulos de este año, enlazados a las reseñas con las que, además, he cumplido el reto "25 españoles en 2013":

1. Ángel fieramente humano, de Blas de Otero
2. El gesticulador, de Rodolfo Usigli
3. Lo que no está escrito, de Rafael Reig
4. La montaña mágica, de Thomas Mann
5. El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald
6. La hija del Este, de Clara Usón
7. La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela
8. California, de Eduardo Mendicutti
9. Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé
10. La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza
11. Cansados de estar muertos, de Juan Bonilla
13. El silencio de la escritura, de Emilio Lledó
14. El cementerio vacío, de Ramiro Pinilla
15. Sólo un muerto más, de Ramiro Pinilla
16. El reino de este mundo, de Alejo Carpentier
17. El túnel, de Ernesto Sábato
18. Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez
19. La trilogía de la guerra civil, de Juan Eduardo Zúñiga
20. Thomas Mann y la música, de Blas Matamoro
21. Tierra sin nosotros, de José Hierro
22. La vida privada de los árboles, de Alejandro Zambra
23. Las ratas, de Miguel Delibes
25. Leonora, de Elena Poniatowska 
26. Ficciones, de Jorge Luis Borges
27. Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé
29. Historia de dos ciudades, de Charles Dickens

lunes, 23 de diciembre de 2013

Sergi Pàmies - Si te comes un limón sin hacer muecas (2006)

A menudo los pequeños placeres esconden grandes emociones. Son un iceberg que esconde nueve décimas partes de su volumen, del que sólo vemos la punta y ni siquiera intuimos hasta dónde alcanza su profundidad. Cada uno de los veinte cuentos que componen este libro forma esa mole de la que ni siquiera imaginamos el fondo. Sergi Pàmies retrata a una serie de personajes cotidianos en situaciones aún más cotidianas, pasadas por lo extraño de la ficción, a los que pilla por sorpresa un elemento que dispara las vivencias más particulares. 

Si te comes un limón sin hacer muecas está lleno de sabores agrios que al mismo tiempo refrescan: por ejemplo, que un hombre descubra la agria verdad de su existencia justo después de morir, cuando la visión de sus seres queridos, felices tras su despedida, le refresca una especie de sentimiento de culpa; por ejemplo, un viaje iniciático, de crecimiento, en el que un padre somete a su hijo en el formidable cuento «La excursión». Escenas todas cargadas de una intensidad que sólo el mejor cuentista sabe aplicar a estas pequeñas muestras de un arte insuperable.

Entre los veinte textos que componen un libro breve pero interminable, según dicta Enrique Vila-Matas en su prólogo, me quedaría personalmente con «Ficción», quizá el más abstracto y, tal vez por eso, uno de los más logrados. Un cuento en el que no pasa nada extraordinario, compuesto a base de negaciones, que retrata a un personaje cualquiera convertido en ficción por el proceso de escritura. Magistral demostración de una maestría inigualable, este cuento representa un todo del que se da cuenta únicamente a partir de sus fragmentos. Una obra de arte.

Cada lector sentirá más apego hacia uno u otro cuento, desde luego sin despreciar los otros, porque cada uno aporta una semilla de la que crece, a base de la imaginación del escritor y en contacto con la recepción, un mundo completo, habitable por personajes y personas reales, lleno de vivencias particulares que a partir de la narración se convierten en extraordinarias. Literatura en estado puro y en pequeñas pero intensísimas dosis. Un libro, por supuesto, de los que conviene releer una y otra vez hasta extraer el último jugo de ese limón, sin hacer muecas para que los deseos se hagan realidad.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Sobre la caligrafía de los sueños y la vida paralela

[En honor al tercer cumpleaños de La Clandestina]

Hace justo una semana, cuando mis amigas Clandestinas me escribieron para invitarme a su tercer cumpleaños y me propusieron recomendar una lectura, acepté casi de inmediato, sin saber todavía de qué hablar. Es un asunto tan delicado el de recomendar un libro. Hablar de un libro es una manera de enjuiciar el mundo y de hacer que el mundo lo enjuicie a uno: ¿cómo recomendar, si no, Los pilares de la tierra habiendo leído la obra de Thomas Mann? ¿O cómo decir que Marcel Proust es imprescindible pero no recomendable, porque cada uno tiene que llegar a su obra en un momento determinado y personal? Así se me imponía este problema de difícil solución, de modo que eché la vista atrás en busca de un título atractivo tanto para mí como para todos ustedes. Vine también a preguntar cómo hacer los honores y ellas me dieron a probar una muestra de este vino que fue seleccionado para la cena de los últimos Oscar, con lo cual surgía una nueva idea: un libro relacionado con el cine (se ampliaba mi abanico de posibilidades). Pero igual que esos amigos que se encuentran después de mucho tiempo y no saben qué tema convendría tratar antes y cuál dejar en segundo plano, he de deciros que aún no sé muy bien de qué voy a hablar. Palabra.

Es como si el tiempo no hubiera pasado desde la última vez que salí de mi rincón, allí junto a las fotos de Cortázar, Plath y Bolaño, y sin embargo dos meses sin venir es mucho, mucho tiempo. Porque aunque no sepa qué decir, la vida ha seguido su curso igual, igual de mal, ahora que tantas cosas escasean mientras uno hace lo posible por enfocar otro asunto con un único objetivo: el de buscar una explicación para entender por qué las tardes se eternizan. 

Para atajar las tardes, por cierto, y observar la vida desde un punto de vista diferente, el protagonista de la última novela de Juan Marsé emborrona un cuaderno con sus primeras palabras traducidas de los sueños, seguidas de un tachón y una enmienda, y otro tachón y nuevas palabras, en busca de una estructura redonda que lo satisfaga al releer lo escrito. A mí siempre me satisface releer a Marsé, porque cada vez que me acerco a sus novelas, especialmente a Caligrafía de los sueños, me encuentro con un espejo. La lectura se convierte en un proceso de autoconocimiento, o de reconocimiento a secas, porque su protagonista es un niño que a los quince años pasa las tardes en una taberna leyendo novelas y practicando sobre la mesa las lecciones de piano que sus padres ya no pueden pagarle. Este muchacho, que afronta la vida como si protagonizase una película de John Ford y, aunque se llama Domingo, es conocido por el sobrenombre de Ringo Kid, tiene la curiosa afición de contar aventuras que él mismo protagoniza e imagina como una sucesión de fotogramas: las conocidas aventis que abundan en la obra literaria de Marsé, recurso más que suficiente para pasar las horas y alejarse de una realidad difícil, la de los años cuarenta. Y de ese afán por recoger la realidad dentro de un imaginario gobernado por vaqueros y apaches, por doncellas secuestradas a las que salvar, mezclado con la observación del ambiente del barrio, donde los vecinos asisten a las locuras de Victoria Mir por un amor caduco y al indiferente movimiento de caderas de su hija Violeta, que despierta un extraño cosquilleo en los niños, surge una deliciosa narración en la que todos los elementos tienen sabor añejo. Palabra.

La novela se abre con un capítulo que bien podría volcarse al lenguaje cinematográfico en un largo plano secuencia: una escena tristemente ridícula o ridículamente triste. La señora Mir, embargada por no sabemos aún qué misteriosa pesadumbre, se arroja al tranvía con intención de suicidarse y se convierte en centro de atención del barrio entero por un descuido: las vías sobre las que se ha tumbado son vías muertas, fósiles de un camino antaño transitado por el tranvía pero ahora inservibles por completo. Tristemente ridícula, decía, porque a partir de entonces la alocada actitud de Vicky despertará chismorreos entre los vecinos. Ridículamente triste, en el fondo, porque las vías muertas serán el hilo conductor de una historia más triste que ridícula y actuarán como un elemento narrativo semejante a la famosa melodía que suena en cada nuevo viaje de La diligencia por el desierto de Arizona en la popular película de John Wayne.

A todo esto, el desierto de Arizona es el terreno donde se mueven los personajes de las aventis que cuenta Ringo ante un auditorio de seis amigos. Aventuras que ejemplifican dos actitudes ante la vida: una evasión de la realidad que tanto defrauda y una invención de otro mundo diríase que a la carta, según el gusto de cada cual. A lo largo de esta secuencia del capítulo tercero podemos considerar dos clases de receptores de una obra artística: la encarnada por Ringo Kid, a quien no le importa la realidad sino la acción del relato, las emociones que suscita, producto de la imaginación y, por tanto, sin fronteras; y la que representa Julito Bayo, un chico bien distinto de los demás, un niño que no sabe ser niño, para el que la Verdad está por encima de la Ficción.

¿En qué se traduce este binomio? En una discusión sobre si los caballos podrían cabalgar por el mar de Arizona o si lo más importante del asunto es que Arizona no tiene mar porque es un desierto. «Yo puedo hacer que haya una playa donde yo quiero que haya una playa», dice Ringo, porque en el fondo, «les importa un bledo que Arizona tenga o no tenga playa, a fin de cuentas el Salvaje Oeste es un territorio de cine que ellos han hecho suyo y en el que pueden hacer lo que les dé la gana». Esta creación de un mundo propio, recreación del original para apropiarse de su dominio, es una metáfora del poder del escritor sobre la palabra, en el caso de Ringo, como en el de Marsé, con una mirada filtrada, sin duda, por el cine, el lugar donde se han fraguado los sueños de tantas generaciones, los anhelos de tantos cuerpos.

Sin embargo, no crean que se trata de una obra metaliteraria. Con frecuencia eso interesa mucho más a los escritores que a los lectores. Al lector le interesa saber los motivos por los que Vicky Mir intenta suicidarse en un lugar imposible, conocer las travesuras de esos niños que despiertan al sexo en los burdeles del Barrio Chino, seguir el trayecto de un sobre de color rosa que contiene una posible declaración del señor Alonso hacia la señora Mir, asistir al enamoramiento de Ringo, que descubre en Violeta un encanto irremplazable. Resulta doblemente gozoso seguir los trazos del gran escritor que es Juan Marsé, deleitarse con la manera de nombrarlo todo sin pecar de exceso, dinamitando la imaginación del lector sólo con los ingredientes necesarios. No le sobra ni una frase. Palabra.

Y a todo esto, ustedes se preguntarán, ¿a qué viene tanto entusiasmo por la última novela de Marsé? La respuesta sería sencilla si dijese que me parece uno de los mejores escritores españoles de todo el siglo XX y de lo que va del XXI. Pero hay más razones, una de las cuales, la fundamental, es que yo también soy, como Ringo, un niño que pasa las tardes en una cafetería leyendo novelas, tocando el piano sobre el mármol y garabateando papeles, aunque estos dos últimos meses hayan sido un maldito oasis, de los que no aparecen en el desierto de Arizona. He vivido el frío y las mañanas de verano entre estos rincones como si fueran una extensión de mi propia casa, bien lo saben mis amigas. He venido convaleciente de más de un catarro y de alguna que otra lesión emocional, y cada vez que cruzo aquella puerta de cristal la vida mejora un poco. Por eso, y porque las quiero como a mis hermanas, tengo que enseñarles una cosa que emborroné ayer en la libreta mientras rondaba un esquema para todo esto que llevo dicho —aunque parezca metido con calzador en mitad de este discurso, pues con calzador meteré una visita a este rincón cuando el mundo diga estallar.

              En el seno de una ciudad salada 
              donde no entiende el viento de fronteras, 
              hay un cielo de mesas curanderas 
              con nombre de mujer enamorada. 

              Cuando la vida sabe a casi nada, 
              su corazón arría las banderas 
              y en su huerto florecen primaveras 
              con el otoño impreso en la mirada. 

              Allí la tarde suena a terciopelo 
              y sus dueñas cobijan el señuelo 
              que esparce música por las esquinas. 

              Allí tiemblan las tazas de hermosura 
              y brindan el asombro y la locura 
              a la salud de nuestras clandestinas.

En definitiva —y retomo el hilo—, ¿por qué no recurrir a una novela de estas dimensiones para alejarnos de vez en cuando de los problemas? Ahora que el dinero, el trabajo, la salud, la felicidad en toda su extensión parecen amores platónicos como el de estos chavales hacia María Montez; ahora que nos están quitando, entre todos, el derecho a la pereza, ¿quién nos va a quitar el placer de leer un buen libro, de tomar una copa de vino, de ver una buena película? La admiración por la belleza sí que es irremplazable. A más de uno se le caerá una lagrimita de emoción o de placer con estas páginas. Porque se puede llorar de placer. Hasta la extenuación. Palabra.

Léanla, por favor.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Los papeles de Marcel (XXXVII)

               Que el aire me congele los pulmones
               de fumarme el atardecer
               a tres zancadas por aliento.

               Cansado de alumbrar, el cielo vierte
               su frío encanto sobre la calzada.
               Las luces de los coches
               detienen su esplendor en un espacio
               de apagados colores en la noche.

               Se acerca el invierno con su muralla
               invisible al otro lado del sol
               mientras se aleja el día, espectro de horas
               enfundadas en un guante de piel.

M. Camino

domingo, 15 de diciembre de 2013

Jorge Luis Borges - Ficciones (1944)

En el año 1944, la Editorial Sur sacó a relucir uno de los textos que cambiarían el rumbo de la literatura universal. Un Jorge Luis Borges en plena efervescencia literaria dio a luz a una de esas criaturas inolvidables que influyeron en el resto del siglo y cuya huella aún perdura en nuestros días: Ficciones. Obra compuesta de dos partes, una de las cuales es un libro de cuentos publicado tres años atrás con el nombre de El jardín de senderos que se bifurcan y la otra parte es una ampliación que recoge nuevos cuentos bajo el título de Artificios, recoge varios de los textos esenciales para comprender la obra literaria del escritor argentino.

Entre las joyas que podemos encontrar en las Ficciones de Borges, tenemos una de las más logradas de su literatura: «La biblioteca de Babel», un compendio de salas hexagonales que a modo de infinita biblioteca representan una visión cósmica de la realidad; «Pierre Menard, autor del Quijote», una reelaboración, a caballo entre el cuento y el ensayo, de la obra inmortal de Cervantes, cuyo fondo aportaría una buena dosis de lógica a la Teoría de la Recepción; o la inigualable metáfora del mundo «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». De la segunda parte cabe destacar «El sur», del que hablamos hace unos días al reseñar el ensayo de Nieves Vázquez, ya que es uno de los cuentos que más han influido en escritores posteriores y, en concreto, en Roberto Bolaño. Y no podemos olvidar lo que en palabras del autor constituye una «metáfora del insomnio», el famoso «Funes el memorioso». Muestras, todas, más que suficientes para que quien aún no se haya asomado a la obra borgeana se anime a hacerlo, porque se trata de uno de esos escritores que, una vez rebasado el umbral de su estética, empiezan a formar parte del mundo del lector hasta convertirse en un elemento indispensable en su vida. Uno de esos universos literarios que crean adicción.

Leer a Borges supone siempre replantearnos la realidad, enfrentarnos a una ficción que podemos palpar con las manos, un sueño confusamente verdadero. Cada cuento constituye un todo y admite múltiples interpretaciones, de ahí la posibilidad de tener este volumen como obra de referencia para tener los pies sobre la tierra y la cabeza en otra parte, recurriendo según nuestras apetencias a una u otra creación del mundo. Porque creación cósmica es la del Borges que se deja ver en cada relato.

Estamos, por tanto, ante una pieza esencial de la literatura universal, hito de la narrativa hispanoamericana y antecedente de gran parte del estilo literario que marcaría tendencia desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días: la literatura contemporánea en el más estricto sentido de la palabra. Siempre siente uno la necesidad de volver a Borges, a sus pequeñas y más totales manifestaciones del arte.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Elena Poniatowska - Leonora (2011)

La última novela de la mexicana Elena Poniatowska, reciente Premio Cervantes, es al mismo tiempo una biografía, una historia de superación, un tratado de pintura y de libertad con voces de primer orden, una novela de amor y de crecimiento y, sobre todo, un excelente homenaje a la pintora más importante del Surrealismo. Con una documentación exhaustiva y el rigor de la mejor labor periodística, una voz que a la manera de la pintura de vanguardia ofrece pinceladas de claroscuros, a veces en aparente desconexión, imprime sobre el lienzo una semblanza biográfica y artística de Leonora Carrington, convirtiéndola en protagonista de un viaje de ida y vuelta a través de las corrientes artísticas de comienzos del siglo XX, acompañada por los personajes más emblemáticos y excéntricos en los núcleos culturales europeos y americanos de la época. 

Cualquier lector puede acercarse a la figura de Leonora, que es, ante todo, más allá de la pintura y la literatura, una mujer que nació destinada a ser la rica heredera de un empresario de la industria textil y, sin embargo, supo rebelarse en busca de una personalidad independiente, porque «la finalidad de la vida no es prosperar sino transformarse».

En uno de los capítulos, dice un personaje que «la vida es una aventura surrealista». Esta novela ofrece esa dosis de irracionalidad necesaria a veces para lograr un objetivo tan primordial como la felicidad o, cuando menos, cierta paz interior. Enamorada perdidamente del pintor Max Ernst, la joven Leonora Carrington entró en contacto con los círculos artísticos de París, donde mantuvo una relación de igualdad con artistas de la talla de Pablo Picasso, Marcel DuchampSalvador Dalí o André Breton. Su evolución artística vino de la mano de una serie de experiencias amorosas que la hicieron enfrentarse a la vida como una mujer libre, muy al contrario de lo que hubiese sido su destino en la casa familiar. El retrato que ofrece, por tanto, Poniatowska a lo largo de estas páginas deliciosas, escritas con una prosa teñida unas veces de imágenes irracionales y de una precisión analítica otras veces cuando presta atención a la obra pictórica de «la novia del viento», compone un fresco donde se somete a análisis cada detalle de la personalidad cada vez más creciente de la pintora. 

Por otra parte, su trayectoria literaria sirve de hilo conductor a buena parte del relato, elaborado desde una visión personal del mundo con el filtro del conocimiento que la propia Leonora tiene de la realidad, a veces reelaborada caprichosamente en forma de animal en conexión con una naturaleza frente a la cual el ser humano resulta ajeno. 

Tres elementos, en consecuencia —la trayectoria literaria, la visión artística del mundo y la rebeldía personal de la mujer—, que componen un personaje real convertido a la ficción por la maestría de Elena Poniatowska, que sabe poner la palabra adecuada y dotar de música a la prosa con unas secuencias muy próximas al lenguaje oral y, en cambio, con estudiada sonoridad. Una novela más que recomendable, que en palabras de la autora, «no pretende ser de ningún modo una biografía, sino una aproximación libre a una artista fuera de serie». Un extraordinario y recomendable viaje por la vida y la obra de una pintora digna de figurar entre los mejores ejemplos del arte universal.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Nieves Vázquez Recio - Borges es inagotable (2012)

Existen, en líneas generales, dos tipos de ensayo: digamos uno que atosiga con exceso de datos cuyo hilo principal no se sabe muy bien hacia qué conclusiones está encaminado, y otro que con suficiencia de citas, argumentos y ejemplos suficientemente claros ofrece la posibilidad de ampliar horizontes. El ensayo del que os voy a hablar pertenece, en mi opinión —y dentro de esta clasificación generalizadora sin rigor científico alguno, que conste—, al segundo grupo. Quien dice ampliar horizontes dice regresar a textos del pasado para una relectura pausada y atenta que tenga en cuenta las argumentaciones expuestas en el ensayo. Igual que el trabajo de Blas Matamoro sobre Thomas Mann, del que ya he hablado en otra ocasión, indujera a la búsqueda de nuevas respuestas en la obra del Nobel alemán, el  de Nieves Vázquez Recio abre dos vías a partir de ahora inseparables: Borges y Bolaño. Y es que su último libro, Borges es inagotable, con un subtítulo muy esclarecedor: Una lectura borgeana de Roberto Bolaño, consigue unir los caminos entre dos grandes letras de la literatura contemporánea que, si bien ya se sabían cercanos, ahora pueden considerarse unificados.

De sobras conocida, la primera pieza de este puzle es la opinión de Ignacio Echevarría sobre Los detectives salvajes, una de las dos grandes novelas de Roberto Bolaño, que a Borges le hubiese gustado escribir. A partir de ahí la obra literaria del chileno y la del argentino no serán un jardín de senderos que se bifurcan, sino la conjunción de todos los elementos posibles que representen la literatura y la vida y que el lector podría encontrar al filo de un escalón. 

Para llevar a cabo esta argumentación sobre la cercanía entre ambas B, la profesora Vázquez Recio divide el libro en tres partes cuyos títulos aluden a los capítulos de la otra gran novela de Bolaño, 2666. En primer lugar, en «La parte de las citas» se ocupa de las referencias explícitas a Borges, debidas a la constante relectura del chileno y analizadas en cinco textos que atienden exclusivamente a Borges o para los que el argentino sirvió de punto de partida. En segundo lugar, «La parte de Kristeva», cuyo título obedece a la madre de la intertextualidad, compara La literatura nazi en América y El gaucho insufrible de Bolaño con dos de los cuentos más célebres y característicos de Borges: «Pierre Menard, autor del Quijote» y «El sur». La intención es demostrar hasta qué punto el autor argentino influyó en la obra del chileno. Sin embargo, la tercera parte apuntará más lejos, hacia la demostración de que Borges no sólo influyó en la obra, sino también en la vida de Bolaño y en su concepción de la literatura. Aunque nunca se conocieron, la obra borgeana sirve de apoyo, de lance y de espejo a Roberto Bolaño, tal como estudia Nieves Vázquez en «La parte del Zahir», el capítulo más extenso e interesante del ensayo, donde da cuenta de que efectivamente Borges es inagotable, tanto como el autor de la misma frase.

Ofrece esta tercera parte dos aspectos de indudable atractivo para el lector de Bolaño: por un lado, un recorrido por su obra literaria en lo que se refiere a la metanarrativa, objeto diríase que central en su estética, y por otro lado, una división de las líneas generales de su literatura, entendida como un camino de aventuraLos detectives salvajes— y una representación de la maldad2666—. Pero sobre todo muestra con rigor que el pensamiento literario de Roberto Bolaño está filtrado por sus lecturas borgeanas, hasta tal extremo que su manera de entender el mundo es similar: ambos pertenecen a un universo con forma de biblioteca. La única diferencia, si cabe, es que Borges veía la vida a un lado de la verja, desde dentro de su jardín, y Bolaño la entendió por fuera, por el lado salvaje.

Un último apunte para terminar: la edición hecha por Del Centro Editores es, para el lector fetichista, una pieza de colección de las que gusta mostrar a las visitas. Una sábana cubre la pasta dura, roja, que protege esta reliquia de gran formato que contiene una explicación particular sobre una obra, dos obras —sería mejor decir— universales.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Blas Matamoro - Thomas Mann y la música (2009)

En el año 2009, la editorial Ediciones Singulares desarrolló un proyecto interesantísimo sobre la relación de algunos grandes escritores con la música. El estudio de la música en sus vidas y en su obra ayudaría a esclarecer algunos asuntos que escapaban en la lectura o que el lector más atento reconocía de manera acaso superficial. La colección, que incluye ensayos sobre Goethe, Proust, Tolstói, Thomas Mann, Shakespeare o Dante, firmados por escritores de renombre en el panorama de la literatura actual, cuenta con sendos CD donde encontramos algunas de las obras citadas a lo largo del texto. 

El ensayo firmado por Blas Matamoro y con un prólogo de Fernando Aramburu, dedicado a la figura de Thomas Mann, es un recorrido imprescindible para la comprensión de la obra del gran novelista que fue premio Nobel de Literatura y que es hoy uno de los autores más populares de la literatura germana. Nacido en Lübeck en 1875, Mann fue músico antes que escritor: se sabe que alguna vez tocó el violín cuando aún era un niño y, gracias al magisterio de su madre, aprendió a tocar el piano. Con especial obsesión por la obra de Wagner, relacionado con músicos de la talla de Richard Strauss, Hans Pfitzner, el director Bruno Walter o Arnold Schönberg, relaciones todas de extrema importancia en lo que respecta a su obra literaria, Thomas Mann siempre pensó sus novelas y relatos como si formaran parte del mundo de la música, hasta el punto de considerar La montaña mágica, una de sus novelas cumbre y la más conocida de todas, como una partitura. La novela es, para Mann, un ejercicio de contrapunto, variaciones, motivos, formas musicales que se desarrollan en relaciones de tensión y resolución armónica. Al mismo tiempo, sus personajes descubren su propia personalidad en la música: recordemos el estremecedor pasaje de la citada novela en que su protagonista se encierra junto a una gramola y escucha algunas piezas clave que describe como un proceso de autodescubrimiento.

Sin embargo, pese a que la música ya está presente en su primera novela, Los Buddenbrook, es en uno de los mejores títulos de su madurez donde la música se convierte en protagonista absoluta de la obra. Hablamos del Doctor Faustus, cuyo personaje principal es un compositor que tras un pacto con el Diablo logra la excelsitud compositiva en una pieza dodecafónica. La música será la enfermedad, el medio de vida y de muerte para el protagonista de esta novela: desde su estructura de sinfonía hasta la descripción de la vida conocida sólo a través de la música, el Doctor Faustus lleva la concepción novelística de Thomas Mann hasta su último extremo.

El ensayo de Blas Matamoro establece, asimismo, un orden cronológico de la vida del novelista alemán: sus relaciones con músicos aparecen entreveradas junto a otros pormenores biográficos como los suicidios, los problemas con la política y el exilio. Por último, una vez trazada la línea biográfica, un último capítulo bastante esclarecedor recorre todas aquellas obras en las que la música está presente, de manera más o menos profunda, centrando su atención en las tres grandes novelas, ya citadas, del Nobel alemán. Todo ello escrito con una pulcritud y una claridad elogiables que hacen de esta lectura un descubrimiento que abre el apetito para volver una vez más a la obra de uno de los grandes genios de la literatura universal.

Por si fuera poco, las piezas que incluye el CD, desde Strauss y Schubert, pasando por Wagner y Mahler hasta Schönberg, una colección de ocho fragmentos cuya audición resulta estremecedora. Un punto más a favor de recomendar esta delicatesen que en pocas páginas convence al lector de la importancia de conocer la música junto con la literatura, hermanas inseparables, al fin y al cabo.