sábado, 12 de julio de 2014

Smoke (1995): de cómo pesa el humo en la creación

Con una anécdota sobre el peso del humo de un cigarro se abre esta extraordinaria película dirigida por Wayne Wang y escrita por Paul Auster. Smoke (1995) es una narración de cinco historias cruzadas por la casualidad que explora desde el vacío de la página hasta el trance previo a rellenarla, con un telón de fondo donde la suplantación de la identidad, la huida egoísta del pasado, el reencuentro con una pareja de juventud o la vacuidad de un escritor viudo componen el mecanismo de una bomba de relojería que en algún momento decidirá estallar. 

Desde el estanco de Auggie Wren, en Brooklyn, se esparcen cinco vidas enlazadas sin saberlo desde el momento fortuito en que Rashid, un joven negro que va en busca de su padre, salva al escritor Paul Benjamin de ser atropellado y este decide acogerlo en su apartamento. La historia de este muchacho, cuya pista siguen unos ladrones, será el hilo conductor de toda la película. Y ello no es de extrañar: se trata del joven desorientado que anda por la vida sin saber muy bien cómo ni por qué, con el único objetivo de encontrar a su padre. Alrededor de su búsqueda giran la tortura del escritor que no logra escribir una nueva novela y, frente a esta, la constancia de Auggie en fotografiar la misma esquina todos los días a la misma hora, como dos caras de un mismo perfil, el del creador, que intenta tomarse la vida de otra manera a pesar de sus desdichas. El pasado de Paul, su mujer asesinada y la sequedad creativa que el desastre supuso, y el de su amigo Auggie, cuya exnovia viene a advertirle de la existencia de una hija adicta al crack, constituyen el peso que, cada cual a su manera, cargan ambos a sus hombros. Y subyacente a estos cinco caminos que en una ocasión llegarán a cruzarse tenemos un relato verídico que sin pretenderlo ha dado pie a lo que tal vez sea el éxito definitivo de Paul Benjamin.

Entre el humo mágico de esta historia pensada y escrita por Paul Auster se mueven cinco actores cuya magnífica interpretación no permite un parpadeo. El espectador queda absorbido desde la anécdota que abre la película hasta aquella otra en la que el ciclo se cierra. Y eso acaso debido a los largos planos, que no permiten distracción, a unos diálogos a los que sin evitar la espontaneidad no les falta de nada, y sobre todo a la estructura, planeada desde el primer momento, que arrastra todas las claves hasta una excelente resolución en la segunda mitad de la película. 

Por último, la historia se cierra con una extraordinaria escena entre Harvey Keitel y William Hurt (Auggie y Paul, respectivamente) que bien vale su peso en oro, desde el monólogo del primero hasta la detenida mirada con que ambos fuman el último cigarrillo de la película. Una obra de arte, verídica y azarosa, que por fin tiene su representación en los minutos finales, mientras asoman los créditos, como una consecuencia de todo el proceso.

miércoles, 9 de julio de 2014

El pequeño filósofo

—Me ha dicho que los hombres mienten.

Así trataba el niño de convencer a su abuelo. Los hombres mienten y los árboles hablan cuando se los escucha en silencio. Tiene su tronco un baúl de secretos, su savia un color que sólo los niños, por inocentes, son capaces de distinguir. A veces los abuelos consienten demasiado.

Los vi pararse en mitad del camino justo en el momento en que Britten y yo íbamos a cruzar a toda velocidad en nuestra carrera de regreso a casa. Una hora bajo el sol y parecíamos delirantes, como si chorreásemos la energía que debíamos dejar sobre el asfalto. Hasta la respiración adoptaba un ritmo conjunto a modo de vals. A punto estuvimos de pisar al pequeño cuando se nos cruzó, los brazos abiertos, directo a otro árbol.

Como Britten necesitaba agua, me vi obligado a detener el trote. Entonces asistí al misterio. El niño abrazaba al árbol con tanta fuerza que cualquiera pensaría algo extraño. Yo pensé que se querían. ¿Acaso no hay ternura en presenciar semejante actuación? En mis tiempos luchábamos contra los árboles, les lanzábamos dardos imaginando que eran dianas, golpeábamos su costado con la misma fuerza que un guerrero intentaría derribar a su adversario. Era más valiente quien más sangre le sacaba a la corteza. Maldita falta de pudor. Hoy el niño más hermoso se me antoja abrazado a un árbol al que le formula algunas preguntas. Y en sus ojos he podido leer que existe una respuesta.

—Este también lo ha dicho: «Hijo mío, escucha a la Naturaleza. Los hombres no te dirán más que mentiras». 

—Venga, Miguelito, que tu madre nos espera.

—No, abuelo, espera tú. Tengo que abrazar a cada árbol. Así conoceré sus secretos.

—Pero no se puede abrazar a todos los árboles, Miguelito, que nos cansamos de tanto cariño.

—¡Entonces seré un desgraciado toda mi vida! 

¿Os lo imagináis? Si es que parece mentira.

El abuelo guardó silencio. Britten orinaba en la pared de la facultad. El niño se acercó al siguiente árbol y volvió a abrazarlo.

—¿Ves? Así podré escucharlos a todos. Si cada árbol me cuenta su secreto, entonces conoceré todos los secretos del mundo y seré más rico.

Y el abuelo consintió una vez más. 

Orienté a Britten en el camino de mi pie izquierdo y reemprendimos la carrera. A medida que me alejaba, pude retener algunas palabras del pequeño:

—Cuéntame tu secreto, yo sabré guardarlo.

Continuamos hasta el final de la calle y torcimos en la esquina. Allí donde todavía hay árboles que abrazar. Y secretos guardados en su savia. 

Jorge Andreu


martes, 1 de julio de 2014

Instrucciones para desnudar el arte (sonata en verso)

                      Espera que el silencio te lo pida.

                      Sin movimientos bruscos,
                      acaricia un poco sus comisuras
                      hasta humedecerlas. Recuerda
                      que no se quieren más
                      quienes efusivamente examinan
                      en lo desconocido
                      como si no supieran lo que oculta la ropa.

                      Cuando te dé permiso sin mirarte,
                      comenzará la aventura. Podrás
                      abrirle los brazos y buscar dentro
                      paisajes montañosos,
                      ríos de abundante caudal donde el tiempo se detiene,
                      donde suena la música en gotas de rocío.
                      Donde todo es posible, en suma, incluso la belleza.

                      Pero espera que lo pida el silencio.

                      Si el aire se calienta,
                      pellízcale la carne para ver
                      cómo sucede el jugo. Sabes
                      que es árido su olor
                      igual que los recuerdos infelices,
                      y que su piel reluce
                      como un manto de estrellas en el cielo tranquilo.

                      Si alguna vez te dice, te pregunta
                      por qué la exploras como un templo, piensa
                      en el eco de su garganta aullando
                      bajo la inmensa bóveda,
                      loba de amor con el lomo grisáceo de la noche.
                      Columnas sin estrías sostienen su dintel,
                      donde al fin te cobijas, perdido, manchado de su esencia.

                      Lo pedirá el silencio.

                      Mientras tanto, contémplala
                      como quien mira al infinito,
                      porque será mejor saberla toda
                      desde la lejanía,
                      que errar con los sentidos
                      cuando te enfrentes solo a la misión
                      de amar su desnudez de letra impresa.

                      Desnúdala en silencio si al final
                      te lo suplica.

Jorge Andreu
(En sentido figurado, año 7, nº 3, págs. 96-97)