martes, 31 de diciembre de 2013

Despedida del 2013

Pues nada, aquí estamos otra vez. Vivo, después de todo. 

Se marcha otro año y no me importa, esta vez no me importa porque 2013 ha sido un año desastroso. Uno recoge en servilletas las babas de los malos momentos, y en ocasiones conviene tirar esas servilletas al fondo de la taza de café antes de pagar la cuenta. Eso he hecho muchas veces, por eso dejo atrás los malos momentos y creo que los buenos pueden vencerlos en cierto modo. Haberme mudado de casa, terminar la carrera, publicar un libro de poemas y no sé qué otras cosas más, en conjunto, me han ayudado a seguir adelante. El sol ahora entra por la ventana de mi derecha y es un consuelo sentirme abrigado en mi nuevo despacho, donde además ahora imparto clases de piano y me permito algunos paréntesis para escribir, sin tener en cuenta las asignaturas más inútiles de una formación universitaria ni la pérdida de tiempo que justifican las firmas en un parte de asistencia. Recién terminada mi licenciatura, con un verano de por medio, este año he empezado un Máster que necesito terminar de una vez para dar el siguiente paso hacia la madurez académica que persigo desde hace años: el título de Doctor. Llegará, así es el camino, lleno de agujeros y piedras incómodas de sobrepasar. 

Entretanto, sigo con mis lecturas, mi cine, mi música y los pequeños placeres que lo amarran a uno a la existencia. Una bolita de rizos blancos ha cambiado mi manera de ver el mundo y me ha hecho padre sin saberlo, con sus ladridos cada mañana, sus lengüetazos al despertar y su calor acurrucado por las noches. Junto a él, aquella princesa que me robó las palabras al mismo tiempo que el aliento y me sacó los 100 versos de amor que tanto éxito tuvieron en Lorca, también sin saberlo. Y como contrapunto las cinco o seis voces que siempre resuenan en mis oídos aunque me lleve meses enteros sin saber de ellas. La felicidad, en suma, a veces al alcance de la mano.

Para el 2014 tengo varios propósitos, la mayoría puramente literarios: terminar de escribir un libro de poemas que emborrono desde hace unos meses, así como la novela que ya arrastro desde hace un par de años, casi tres. Con el libro de cuentos no tengo ninguna prisa, y con la sonata para piano tampoco. Quiero volver al desafío personal de dos películas semanales, una buena lectura cada diez días y un café cada tarde en mi rincón. Tiempo habrá de ello, y recuperaré todas las cosas que necesito. La salud es un bien escaso y uno siempre hace cuanto está en su mano por curarse los resfriados, y la necesidad del deporte una vez cada dos amaneceres no amaina en mi forma de vivir el día a día. Creo que es trabajo suficiente para convertir un año difícil en un bien productivo, esculpiendo los minutos para amoldarlos al crecimiento personal, que es de lo que se trata al fin y al cabo. 

Por último, retomaré la actividad del blog y programaré una media de tres artículos por semana. Como antes: mi amigo Marcel cada lunes, los viernes de cine y las reseñas literarias los domingos. Pero además intentaré incluir algún texto en prosa los miércoles: tal vez por eso de que cuando uno sale a correr siente la necesidad de escribir cosas nuevas. En eso estamos.

No puedo terminar sin dar las gracias a quienes siguen a mi lado. Uno cuenta con los dedos de las manos las mejores relaciones, pero esas, las más añejas, permanecen igual que los escritos, a la espera de un reencuentro sin guardar rencores. Esos son los amigos. A todos ellos quiero darles las gracias. Y a todos los que se pasan de vez en cuando por aquí a leer las divagaciones que un chalado deja escritas sin más afán que la de comunicarse con el mundo. 

Un fuerte abrazo a todos. Os deseo una feliz entrada de año y espero que una vez más el año que viene sigamos juntos al cobijo de este mundo, aunque su muro tenga cada vez más grietas.

Jorge Andreu
Cádiz, 31 de diciembre de 2013

lunes, 30 de diciembre de 2013

Lecturas 2013

Como todos los años, llega la hora de hacer recuento de mis lecturas. Al echar la vista atrás he descubierto que algunas eran fantasmas del pasado a los que pretendía invocar desde hace muchísimo tiempo y con los que por razones diversas nunca entraba en contacto. Por tanto, puedo sentirme satisfecho de la mayor parte de los 29 libros leídos este año. Leídos y anotados, quiero decir, porque hay muchísimas lecturas que no llegué a anotar: lecturas obligatorias de mi último año de carrera, ensayos sobre literatura que trabajé para los exámenes finales, antologías literarias que a ninguna parte llevan sino a un conocimiento parcial de un autor o corriente estética. Todos han quedado sepultados en la memoria, pero de ninguno he anotado más que los conocimientos que ahora debo de atesorar por alguna parte, aunque no en mi libreta de lecturas. En consecuencia, 29 títulos son los apuntados a lo largo del 2013, muchos de los cuales me han dejado una huella imborrable, como el de Clara Usón, el de Dickens o el maravilloso —o mágico— volumen de Thomas Mann, al que volveré necesariamente. 

Aquí dejo, pues, los títulos de este año, enlazados a las reseñas con las que, además, he cumplido el reto "25 españoles en 2013":

1. Ángel fieramente humano, de Blas de Otero
2. El gesticulador, de Rodolfo Usigli
3. Lo que no está escrito, de Rafael Reig
4. La montaña mágica, de Thomas Mann
5. El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald
6. La hija del Este, de Clara Usón
7. La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela
8. California, de Eduardo Mendicutti
9. Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé
10. La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza
11. Cansados de estar muertos, de Juan Bonilla
13. El silencio de la escritura, de Emilio Lledó
14. El cementerio vacío, de Ramiro Pinilla
15. Sólo un muerto más, de Ramiro Pinilla
16. El reino de este mundo, de Alejo Carpentier
17. El túnel, de Ernesto Sábato
18. Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez
19. La trilogía de la guerra civil, de Juan Eduardo Zúñiga
20. Thomas Mann y la música, de Blas Matamoro
21. Tierra sin nosotros, de José Hierro
22. La vida privada de los árboles, de Alejandro Zambra
23. Las ratas, de Miguel Delibes
25. Leonora, de Elena Poniatowska 
26. Ficciones, de Jorge Luis Borges
27. Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé
29. Historia de dos ciudades, de Charles Dickens

lunes, 23 de diciembre de 2013

Sergi Pàmies - Si te comes un limón sin hacer muecas (2006)

A menudo los pequeños placeres esconden grandes emociones. Son un iceberg que esconde nueve décimas partes de su volumen, del que sólo vemos la punta y ni siquiera intuimos hasta dónde alcanza su profundidad. Cada uno de los veinte cuentos que componen este libro forma esa mole de la que ni siquiera imaginamos el fondo. Sergi Pàmies retrata a una serie de personajes cotidianos en situaciones aún más cotidianas, pasadas por lo extraño de la ficción, a los que pilla por sorpresa un elemento que dispara las vivencias más particulares. 

Si te comes un limón sin hacer muecas está lleno de sabores agrios que al mismo tiempo refrescan: por ejemplo, que un hombre descubra la agria verdad de su existencia justo después de morir, cuando la visión de sus seres queridos, felices tras su despedida, le refresca una especie de sentimiento de culpa; por ejemplo, un viaje iniciático, de crecimiento, en el que un padre somete a su hijo en el formidable cuento «La excursión». Escenas todas cargadas de una intensidad que sólo el mejor cuentista sabe aplicar a estas pequeñas muestras de un arte insuperable.

Entre los veinte textos que componen un libro breve pero interminable, según dicta Enrique Vila-Matas en su prólogo, me quedaría personalmente con «Ficción», quizá el más abstracto y, tal vez por eso, uno de los más logrados. Un cuento en el que no pasa nada extraordinario, compuesto a base de negaciones, que retrata a un personaje cualquiera convertido en ficción por el proceso de escritura. Magistral demostración de una maestría inigualable, este cuento representa un todo del que se da cuenta únicamente a partir de sus fragmentos. Una obra de arte.

Cada lector sentirá más apego hacia uno u otro cuento, desde luego sin despreciar los otros, porque cada uno aporta una semilla de la que crece, a base de la imaginación del escritor y en contacto con la recepción, un mundo completo, habitable por personajes y personas reales, lleno de vivencias particulares que a partir de la narración se convierten en extraordinarias. Literatura en estado puro y en pequeñas pero intensísimas dosis. Un libro, por supuesto, de los que conviene releer una y otra vez hasta extraer el último jugo de ese limón, sin hacer muecas para que los deseos se hagan realidad.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Sobre la caligrafía de los sueños y la vida paralela

[En honor al tercer cumpleaños de La Clandestina]

Hace justo una semana, cuando mis amigas Clandestinas me escribieron para invitarme a su tercer cumpleaños y me propusieron recomendar una lectura, acepté casi de inmediato, sin saber todavía de qué hablar. Es un asunto tan delicado el de recomendar un libro. Hablar de un libro es una manera de enjuiciar el mundo y de hacer que el mundo lo enjuicie a uno: ¿cómo recomendar, si no, Los pilares de la tierra habiendo leído la obra de Thomas Mann? ¿O cómo decir que Marcel Proust es imprescindible pero no recomendable, porque cada uno tiene que llegar a su obra en un momento determinado y personal? Así se me imponía este problema de difícil solución, de modo que eché la vista atrás en busca de un título atractivo tanto para mí como para todos ustedes. Vine también a preguntar cómo hacer los honores y ellas me dieron a probar una muestra de este vino que fue seleccionado para la cena de los últimos Oscar, con lo cual surgía una nueva idea: un libro relacionado con el cine (se ampliaba mi abanico de posibilidades). Pero igual que esos amigos que se encuentran después de mucho tiempo y no saben qué tema convendría tratar antes y cuál dejar en segundo plano, he de deciros que aún no sé muy bien de qué voy a hablar. Palabra.

Es como si el tiempo no hubiera pasado desde la última vez que salí de mi rincón, allí junto a las fotos de Cortázar, Plath y Bolaño, y sin embargo dos meses sin venir es mucho, mucho tiempo. Porque aunque no sepa qué decir, la vida ha seguido su curso igual, igual de mal, ahora que tantas cosas escasean mientras uno hace lo posible por enfocar otro asunto con un único objetivo: el de buscar una explicación para entender por qué las tardes se eternizan. 

Para atajar las tardes, por cierto, y observar la vida desde un punto de vista diferente, el protagonista de la última novela de Juan Marsé emborrona un cuaderno con sus primeras palabras traducidas de los sueños, seguidas de un tachón y una enmienda, y otro tachón y nuevas palabras, en busca de una estructura redonda que lo satisfaga al releer lo escrito. A mí siempre me satisface releer a Marsé, porque cada vez que me acerco a sus novelas, especialmente a Caligrafía de los sueños, me encuentro con un espejo. La lectura se convierte en un proceso de autoconocimiento, o de reconocimiento a secas, porque su protagonista es un niño que a los quince años pasa las tardes en una taberna leyendo novelas y practicando sobre la mesa las lecciones de piano que sus padres ya no pueden pagarle. Este muchacho, que afronta la vida como si protagonizase una película de John Ford y, aunque se llama Domingo, es conocido por el sobrenombre de Ringo Kid, tiene la curiosa afición de contar aventuras que él mismo protagoniza e imagina como una sucesión de fotogramas: las conocidas aventis que abundan en la obra literaria de Marsé, recurso más que suficiente para pasar las horas y alejarse de una realidad difícil, la de los años cuarenta. Y de ese afán por recoger la realidad dentro de un imaginario gobernado por vaqueros y apaches, por doncellas secuestradas a las que salvar, mezclado con la observación del ambiente del barrio, donde los vecinos asisten a las locuras de Victoria Mir por un amor caduco y al indiferente movimiento de caderas de su hija Violeta, que despierta un extraño cosquilleo en los niños, surge una deliciosa narración en la que todos los elementos tienen sabor añejo. Palabra.

La novela se abre con un capítulo que bien podría volcarse al lenguaje cinematográfico en un largo plano secuencia: una escena tristemente ridícula o ridículamente triste. La señora Mir, embargada por no sabemos aún qué misteriosa pesadumbre, se arroja al tranvía con intención de suicidarse y se convierte en centro de atención del barrio entero por un descuido: las vías sobre las que se ha tumbado son vías muertas, fósiles de un camino antaño transitado por el tranvía pero ahora inservibles por completo. Tristemente ridícula, decía, porque a partir de entonces la alocada actitud de Vicky despertará chismorreos entre los vecinos. Ridículamente triste, en el fondo, porque las vías muertas serán el hilo conductor de una historia más triste que ridícula y actuarán como un elemento narrativo semejante a la famosa melodía que suena en cada nuevo viaje de La diligencia por el desierto de Arizona en la popular película de John Wayne.

A todo esto, el desierto de Arizona es el terreno donde se mueven los personajes de las aventis que cuenta Ringo ante un auditorio de seis amigos. Aventuras que ejemplifican dos actitudes ante la vida: una evasión de la realidad que tanto defrauda y una invención de otro mundo diríase que a la carta, según el gusto de cada cual. A lo largo de esta secuencia del capítulo tercero podemos considerar dos clases de receptores de una obra artística: la encarnada por Ringo Kid, a quien no le importa la realidad sino la acción del relato, las emociones que suscita, producto de la imaginación y, por tanto, sin fronteras; y la que representa Julito Bayo, un chico bien distinto de los demás, un niño que no sabe ser niño, para el que la Verdad está por encima de la Ficción.

¿En qué se traduce este binomio? En una discusión sobre si los caballos podrían cabalgar por el mar de Arizona o si lo más importante del asunto es que Arizona no tiene mar porque es un desierto. «Yo puedo hacer que haya una playa donde yo quiero que haya una playa», dice Ringo, porque en el fondo, «les importa un bledo que Arizona tenga o no tenga playa, a fin de cuentas el Salvaje Oeste es un territorio de cine que ellos han hecho suyo y en el que pueden hacer lo que les dé la gana». Esta creación de un mundo propio, recreación del original para apropiarse de su dominio, es una metáfora del poder del escritor sobre la palabra, en el caso de Ringo, como en el de Marsé, con una mirada filtrada, sin duda, por el cine, el lugar donde se han fraguado los sueños de tantas generaciones, los anhelos de tantos cuerpos.

Sin embargo, no crean que se trata de una obra metaliteraria. Con frecuencia eso interesa mucho más a los escritores que a los lectores. Al lector le interesa saber los motivos por los que Vicky Mir intenta suicidarse en un lugar imposible, conocer las travesuras de esos niños que despiertan al sexo en los burdeles del Barrio Chino, seguir el trayecto de un sobre de color rosa que contiene una posible declaración del señor Alonso hacia la señora Mir, asistir al enamoramiento de Ringo, que descubre en Violeta un encanto irremplazable. Resulta doblemente gozoso seguir los trazos del gran escritor que es Juan Marsé, deleitarse con la manera de nombrarlo todo sin pecar de exceso, dinamitando la imaginación del lector sólo con los ingredientes necesarios. No le sobra ni una frase. Palabra.

Y a todo esto, ustedes se preguntarán, ¿a qué viene tanto entusiasmo por la última novela de Marsé? La respuesta sería sencilla si dijese que me parece uno de los mejores escritores españoles de todo el siglo XX y de lo que va del XXI. Pero hay más razones, una de las cuales, la fundamental, es que yo también soy, como Ringo, un niño que pasa las tardes en una cafetería leyendo novelas, tocando el piano sobre el mármol y garabateando papeles, aunque estos dos últimos meses hayan sido un maldito oasis, de los que no aparecen en el desierto de Arizona. He vivido el frío y las mañanas de verano entre estos rincones como si fueran una extensión de mi propia casa, bien lo saben mis amigas. He venido convaleciente de más de un catarro y de alguna que otra lesión emocional, y cada vez que cruzo aquella puerta de cristal la vida mejora un poco. Por eso, y porque las quiero como a mis hermanas, tengo que enseñarles una cosa que emborroné ayer en la libreta mientras rondaba un esquema para todo esto que llevo dicho —aunque parezca metido con calzador en mitad de este discurso, pues con calzador meteré una visita a este rincón cuando el mundo diga estallar.

              En el seno de una ciudad salada 
              donde no entiende el viento de fronteras, 
              hay un cielo de mesas curanderas 
              con nombre de mujer enamorada. 

              Cuando la vida sabe a casi nada, 
              su corazón arría las banderas 
              y en su huerto florecen primaveras 
              con el otoño impreso en la mirada. 

              Allí la tarde suena a terciopelo 
              y sus dueñas cobijan el señuelo 
              que esparce música por las esquinas. 

              Allí tiemblan las tazas de hermosura 
              y brindan el asombro y la locura 
              a la salud de nuestras clandestinas.

En definitiva —y retomo el hilo—, ¿por qué no recurrir a una novela de estas dimensiones para alejarnos de vez en cuando de los problemas? Ahora que el dinero, el trabajo, la salud, la felicidad en toda su extensión parecen amores platónicos como el de estos chavales hacia María Montez; ahora que nos están quitando, entre todos, el derecho a la pereza, ¿quién nos va a quitar el placer de leer un buen libro, de tomar una copa de vino, de ver una buena película? La admiración por la belleza sí que es irremplazable. A más de uno se le caerá una lagrimita de emoción o de placer con estas páginas. Porque se puede llorar de placer. Hasta la extenuación. Palabra.

Léanla, por favor.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Los papeles de Marcel (XXXVII)

               Que el aire me congele los pulmones
               de fumarme el atardecer
               a tres zancadas por aliento.

               Cansado de alumbrar, el cielo vierte
               su frío encanto sobre la calzada.
               Las luces de los coches
               detienen su esplendor en un espacio
               de apagados colores en la noche.

               Se acerca el invierno con su muralla
               invisible al otro lado del sol
               mientras se aleja el día, espectro de horas
               enfundadas en un guante de piel.

M. Camino

domingo, 15 de diciembre de 2013

Jorge Luis Borges - Ficciones (1944)

En el año 1944, la Editorial Sur sacó a relucir uno de los textos que cambiarían el rumbo de la literatura universal. Un Jorge Luis Borges en plena efervescencia literaria dio a luz a una de esas criaturas inolvidables que influyeron en el resto del siglo y cuya huella aún perdura en nuestros días: Ficciones. Obra compuesta de dos partes, una de las cuales es un libro de cuentos publicado tres años atrás con el nombre de El jardín de senderos que se bifurcan y la otra parte es una ampliación que recoge nuevos cuentos bajo el título de Artificios, recoge varios de los textos esenciales para comprender la obra literaria del escritor argentino.

Entre las joyas que podemos encontrar en las Ficciones de Borges, tenemos una de las más logradas de su literatura: «La biblioteca de Babel», un compendio de salas hexagonales que a modo de infinita biblioteca representan una visión cósmica de la realidad; «Pierre Menard, autor del Quijote», una reelaboración, a caballo entre el cuento y el ensayo, de la obra inmortal de Cervantes, cuyo fondo aportaría una buena dosis de lógica a la Teoría de la Recepción; o la inigualable metáfora del mundo «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». De la segunda parte cabe destacar «El sur», del que hablamos hace unos días al reseñar el ensayo de Nieves Vázquez, ya que es uno de los cuentos que más han influido en escritores posteriores y, en concreto, en Roberto Bolaño. Y no podemos olvidar lo que en palabras del autor constituye una «metáfora del insomnio», el famoso «Funes el memorioso». Muestras, todas, más que suficientes para que quien aún no se haya asomado a la obra borgeana se anime a hacerlo, porque se trata de uno de esos escritores que, una vez rebasado el umbral de su estética, empiezan a formar parte del mundo del lector hasta convertirse en un elemento indispensable en su vida. Uno de esos universos literarios que crean adicción.

Leer a Borges supone siempre replantearnos la realidad, enfrentarnos a una ficción que podemos palpar con las manos, un sueño confusamente verdadero. Cada cuento constituye un todo y admite múltiples interpretaciones, de ahí la posibilidad de tener este volumen como obra de referencia para tener los pies sobre la tierra y la cabeza en otra parte, recurriendo según nuestras apetencias a una u otra creación del mundo. Porque creación cósmica es la del Borges que se deja ver en cada relato.

Estamos, por tanto, ante una pieza esencial de la literatura universal, hito de la narrativa hispanoamericana y antecedente de gran parte del estilo literario que marcaría tendencia desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días: la literatura contemporánea en el más estricto sentido de la palabra. Siempre siente uno la necesidad de volver a Borges, a sus pequeñas y más totales manifestaciones del arte.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Elena Poniatowska - Leonora (2011)

La última novela de la mexicana Elena Poniatowska, reciente Premio Cervantes, es al mismo tiempo una biografía, una historia de superación, un tratado de pintura y de libertad con voces de primer orden, una novela de amor y de crecimiento y, sobre todo, un excelente homenaje a la pintora más importante del Surrealismo. Con una documentación exhaustiva y el rigor de la mejor labor periodística, una voz que a la manera de la pintura de vanguardia ofrece pinceladas de claroscuros, a veces en aparente desconexión, imprime sobre el lienzo una semblanza biográfica y artística de Leonora Carrington, convirtiéndola en protagonista de un viaje de ida y vuelta a través de las corrientes artísticas de comienzos del siglo XX, acompañada por los personajes más emblemáticos y excéntricos en los núcleos culturales europeos y americanos de la época. 

Cualquier lector puede acercarse a la figura de Leonora, que es, ante todo, más allá de la pintura y la literatura, una mujer que nació destinada a ser la rica heredera de un empresario de la industria textil y, sin embargo, supo rebelarse en busca de una personalidad independiente, porque «la finalidad de la vida no es prosperar sino transformarse».

En uno de los capítulos, dice un personaje que «la vida es una aventura surrealista». Esta novela ofrece esa dosis de irracionalidad necesaria a veces para lograr un objetivo tan primordial como la felicidad o, cuando menos, cierta paz interior. Enamorada perdidamente del pintor Max Ernst, la joven Leonora Carrington entró en contacto con los círculos artísticos de París, donde mantuvo una relación de igualdad con artistas de la talla de Pablo Picasso, Marcel DuchampSalvador Dalí o André Breton. Su evolución artística vino de la mano de una serie de experiencias amorosas que la hicieron enfrentarse a la vida como una mujer libre, muy al contrario de lo que hubiese sido su destino en la casa familiar. El retrato que ofrece, por tanto, Poniatowska a lo largo de estas páginas deliciosas, escritas con una prosa teñida unas veces de imágenes irracionales y de una precisión analítica otras veces cuando presta atención a la obra pictórica de «la novia del viento», compone un fresco donde se somete a análisis cada detalle de la personalidad cada vez más creciente de la pintora. 

Por otra parte, su trayectoria literaria sirve de hilo conductor a buena parte del relato, elaborado desde una visión personal del mundo con el filtro del conocimiento que la propia Leonora tiene de la realidad, a veces reelaborada caprichosamente en forma de animal en conexión con una naturaleza frente a la cual el ser humano resulta ajeno. 

Tres elementos, en consecuencia —la trayectoria literaria, la visión artística del mundo y la rebeldía personal de la mujer—, que componen un personaje real convertido a la ficción por la maestría de Elena Poniatowska, que sabe poner la palabra adecuada y dotar de música a la prosa con unas secuencias muy próximas al lenguaje oral y, en cambio, con estudiada sonoridad. Una novela más que recomendable, que en palabras de la autora, «no pretende ser de ningún modo una biografía, sino una aproximación libre a una artista fuera de serie». Un extraordinario y recomendable viaje por la vida y la obra de una pintora digna de figurar entre los mejores ejemplos del arte universal.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Nieves Vázquez Recio - Borges es inagotable (2012)

Existen, en líneas generales, dos tipos de ensayo: digamos uno que atosiga con exceso de datos cuyo hilo principal no se sabe muy bien hacia qué conclusiones está encaminado, y otro que con suficiencia de citas, argumentos y ejemplos suficientemente claros ofrece la posibilidad de ampliar horizontes. El ensayo del que os voy a hablar pertenece, en mi opinión —y dentro de esta clasificación generalizadora sin rigor científico alguno, que conste—, al segundo grupo. Quien dice ampliar horizontes dice regresar a textos del pasado para una relectura pausada y atenta que tenga en cuenta las argumentaciones expuestas en el ensayo. Igual que el trabajo de Blas Matamoro sobre Thomas Mann, del que ya he hablado en otra ocasión, indujera a la búsqueda de nuevas respuestas en la obra del Nobel alemán, el  de Nieves Vázquez Recio abre dos vías a partir de ahora inseparables: Borges y Bolaño. Y es que su último libro, Borges es inagotable, con un subtítulo muy esclarecedor: Una lectura borgeana de Roberto Bolaño, consigue unir los caminos entre dos grandes letras de la literatura contemporánea que, si bien ya se sabían cercanos, ahora pueden considerarse unificados.

De sobras conocida, la primera pieza de este puzle es la opinión de Ignacio Echevarría sobre Los detectives salvajes, una de las dos grandes novelas de Roberto Bolaño, que a Borges le hubiese gustado escribir. A partir de ahí la obra literaria del chileno y la del argentino no serán un jardín de senderos que se bifurcan, sino la conjunción de todos los elementos posibles que representen la literatura y la vida y que el lector podría encontrar al filo de un escalón. 

Para llevar a cabo esta argumentación sobre la cercanía entre ambas B, la profesora Vázquez Recio divide el libro en tres partes cuyos títulos aluden a los capítulos de la otra gran novela de Bolaño, 2666. En primer lugar, en «La parte de las citas» se ocupa de las referencias explícitas a Borges, debidas a la constante relectura del chileno y analizadas en cinco textos que atienden exclusivamente a Borges o para los que el argentino sirvió de punto de partida. En segundo lugar, «La parte de Kristeva», cuyo título obedece a la madre de la intertextualidad, compara La literatura nazi en América y El gaucho insufrible de Bolaño con dos de los cuentos más célebres y característicos de Borges: «Pierre Menard, autor del Quijote» y «El sur». La intención es demostrar hasta qué punto el autor argentino influyó en la obra del chileno. Sin embargo, la tercera parte apuntará más lejos, hacia la demostración de que Borges no sólo influyó en la obra, sino también en la vida de Bolaño y en su concepción de la literatura. Aunque nunca se conocieron, la obra borgeana sirve de apoyo, de lance y de espejo a Roberto Bolaño, tal como estudia Nieves Vázquez en «La parte del Zahir», el capítulo más extenso e interesante del ensayo, donde da cuenta de que efectivamente Borges es inagotable, tanto como el autor de la misma frase.

Ofrece esta tercera parte dos aspectos de indudable atractivo para el lector de Bolaño: por un lado, un recorrido por su obra literaria en lo que se refiere a la metanarrativa, objeto diríase que central en su estética, y por otro lado, una división de las líneas generales de su literatura, entendida como un camino de aventuraLos detectives salvajes— y una representación de la maldad2666—. Pero sobre todo muestra con rigor que el pensamiento literario de Roberto Bolaño está filtrado por sus lecturas borgeanas, hasta tal extremo que su manera de entender el mundo es similar: ambos pertenecen a un universo con forma de biblioteca. La única diferencia, si cabe, es que Borges veía la vida a un lado de la verja, desde dentro de su jardín, y Bolaño la entendió por fuera, por el lado salvaje.

Un último apunte para terminar: la edición hecha por Del Centro Editores es, para el lector fetichista, una pieza de colección de las que gusta mostrar a las visitas. Una sábana cubre la pasta dura, roja, que protege esta reliquia de gran formato que contiene una explicación particular sobre una obra, dos obras —sería mejor decir— universales.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Blas Matamoro - Thomas Mann y la música (2009)

En el año 2009, la editorial Ediciones Singulares desarrolló un proyecto interesantísimo sobre la relación de algunos grandes escritores con la música. El estudio de la música en sus vidas y en su obra ayudaría a esclarecer algunos asuntos que escapaban en la lectura o que el lector más atento reconocía de manera acaso superficial. La colección, que incluye ensayos sobre Goethe, Proust, Tolstói, Thomas Mann, Shakespeare o Dante, firmados por escritores de renombre en el panorama de la literatura actual, cuenta con sendos CD donde encontramos algunas de las obras citadas a lo largo del texto. 

El ensayo firmado por Blas Matamoro y con un prólogo de Fernando Aramburu, dedicado a la figura de Thomas Mann, es un recorrido imprescindible para la comprensión de la obra del gran novelista que fue premio Nobel de Literatura y que es hoy uno de los autores más populares de la literatura germana. Nacido en Lübeck en 1875, Mann fue músico antes que escritor: se sabe que alguna vez tocó el violín cuando aún era un niño y, gracias al magisterio de su madre, aprendió a tocar el piano. Con especial obsesión por la obra de Wagner, relacionado con músicos de la talla de Richard Strauss, Hans Pfitzner, el director Bruno Walter o Arnold Schönberg, relaciones todas de extrema importancia en lo que respecta a su obra literaria, Thomas Mann siempre pensó sus novelas y relatos como si formaran parte del mundo de la música, hasta el punto de considerar La montaña mágica, una de sus novelas cumbre y la más conocida de todas, como una partitura. La novela es, para Mann, un ejercicio de contrapunto, variaciones, motivos, formas musicales que se desarrollan en relaciones de tensión y resolución armónica. Al mismo tiempo, sus personajes descubren su propia personalidad en la música: recordemos el estremecedor pasaje de la citada novela en que su protagonista se encierra junto a una gramola y escucha algunas piezas clave que describe como un proceso de autodescubrimiento.

Sin embargo, pese a que la música ya está presente en su primera novela, Los Buddenbrook, es en uno de los mejores títulos de su madurez donde la música se convierte en protagonista absoluta de la obra. Hablamos del Doctor Faustus, cuyo personaje principal es un compositor que tras un pacto con el Diablo logra la excelsitud compositiva en una pieza dodecafónica. La música será la enfermedad, el medio de vida y de muerte para el protagonista de esta novela: desde su estructura de sinfonía hasta la descripción de la vida conocida sólo a través de la música, el Doctor Faustus lleva la concepción novelística de Thomas Mann hasta su último extremo.

El ensayo de Blas Matamoro establece, asimismo, un orden cronológico de la vida del novelista alemán: sus relaciones con músicos aparecen entreveradas junto a otros pormenores biográficos como los suicidios, los problemas con la política y el exilio. Por último, una vez trazada la línea biográfica, un último capítulo bastante esclarecedor recorre todas aquellas obras en las que la música está presente, de manera más o menos profunda, centrando su atención en las tres grandes novelas, ya citadas, del Nobel alemán. Todo ello escrito con una pulcritud y una claridad elogiables que hacen de esta lectura un descubrimiento que abre el apetito para volver una vez más a la obra de uno de los grandes genios de la literatura universal.

Por si fuera poco, las piezas que incluye el CD, desde Strauss y Schubert, pasando por Wagner y Mahler hasta Schönberg, una colección de ocho fragmentos cuya audición resulta estremecedora. Un punto más a favor de recomendar esta delicatesen que en pocas páginas convence al lector de la importancia de conocer la música junto con la literatura, hermanas inseparables, al fin y al cabo.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Alejandro Zambra - La vida privada de los árboles (2007)

Al tratar de hacer una sinopsis de una novela cuyo argumento es justo la falta de conflictos entre los personajes y, por tanto, la ausencia de todo hilo argumental más allá de lo anecdótico, la tarea se convierte en una ardua labor. Verónica no ha vuelto de su clase de dibujo, su pareja Julián no sabe por qué y para hacer que Daniela, la hija de Verónica, coja el sueño le cuenta un cuento sobre la vida privada de los árboles. Verónica aún no vuelve, Julián intenta buscar una explicación a su ausencia y se entretiene mientras tanto en revisar su novela. Verónica no vuelve, la niña está dormida, Julián se pone nervioso y lucha por no ser objeto de una narración. Julián no sabe, en suma, si será la última noche que espere a Verónica, si ella ya no volverá a su lado, y la inquietud le impide dormir. He aquí la mera anécdota que La vida privada de los árboles tiene por argumento. Sin embargo, como una semilla esta anécdota hace brotar nuevos frutos que convierten, sin remedio, a Julián en el objeto central de una narración que él pretende pasar de largo.

Alejandro Zambra convierte la espera de un hombre inquieto en el motivo principal de una breve pero intensa narración, a lo largo de la cual, mientras la pequeña Daniela duerme, el pasado de su protagonista es reconstruido contra su propia voluntad. Y es que durante la larga espera Julián no puede resistir la tentación de rescatar algunos ramalazos de su memoria, desde 1984, cuando el niño que fue mira la televisión, hasta el momento en que Daniela, cumplidos los treinta años, cambia algunas palabras y visitas con su verdadero padre. Pasado, presente y futuro se dan cita en una sola noche que duraría toda la vida si los recuerdos quisieran, y que aparecen sostenidos por varios motivos recurrentes, hilo conductor de una narración que, en principio, no tenía argumento: la espera de Julián y, con esta, su insistencia en ser escritor y no objeto escrito, más el sueño de Daniela en su dormitorio. 

Se trata de escasos ingredientes que sirven al escritor chileno para elaborar una metáfora de la creación literaria, donde el azar se mezcla con la memoria, donde cabe la invención en el mismo hueco que la realidad, el personaje de una novela junto al padrastro impaciente, ambas voces, cada cual a su manera, proyectadas hacia quien quiera oírlas. Con el contrapunto de relaciones pasadas y un amor que nació de la mera anécdota —como el argumento de esta novela—, la vida, ese «enorme álbum donde ir construyendo un pasado instantáneo, de colores ruidosos y definitivos», se sucede a lo largo de esa noche definitiva que no terminará hasta que suceda una de las dos opciones que se abren ante nuestro protagonista: que Verónica regrese tras un retraso importante o que no regrese jamás. 

Pese a todo, llegará un momento en que al lector no le interese saber si Verónica regresará, porque sabe que cuando regrese, o Julián se dé cuenta de que nunca volverá a su lado, el libro acabará: he aquí la destreza de Zambra para hacer que un acontecimiento de lo más trivial trascienda los límites para formar parte de una narración contrapuntística, hecha desde una voz para varios discursos, que se lee de un tirón y deja el eco de un corto sueño.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Los papeles de Marcel (XXXVI)

              Cuando el frío traspasa las fronteras
              y escarba el corazón con dedos delirantes,
              la cosquilla se transmuta en temblor
              y la sonrisa se retuerce
              en un gesto intranquilo
              que trata inútilmente de vencer
              los impulsos del aire.

              Entonces, la palabra,
              con su tartamudeo de torpeza,
              se pierde en la bufanda, congelada
              antes de conformar el verso
              que calienta la voz.

M. Camino

domingo, 17 de noviembre de 2013

Juan Eduardo Zúñiga - La trilogía de la guerra civil (2011)

Existe una tendencia, de sobras conocida, de recuperar de la memoria los restos de lo que ha sido el episodio más cruento de la Historia de España: la Guerra Civil Española y sus consecuencias, que en gran medida arrastramos hasta hoy. La labor de Juan Eduardo Zúñiga es decisiva en lo que respecta a la literatura española que ha trabajado ese periodo de vidas y muertes, ya que en los tres libros recientemente recogidos en un único volumen da cuenta de multitud de situaciones que ofrecen un fresco de los acontecimientos vividos por aquellas personas que se encuentran en lo que Unamuno llamara la intrahistoria. Tres son, pues, los momentos que abarca esta trilogía: los primeros meses de enfrentamiento, la inminente derrota del bando republicano y los años del miedo inmediatos al final de la guerra. 

Bajo el título de La trilogía de la guerra civil, el presente volumen reúne los libros de relatos Largo noviembre de Madrid (1980), Capital de la gloria (2003), que ganó el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Salambó, y La tierra será un paraíso (1989), siguiendo el orden cronológico de los acontecimientos tratados. Nos encontramos, pues, ante un conjunto de nada menos que treinta y cinco relatos —dieciséis, diez y siete, más otros dos incorporados en la nueva colección—, en los cuales el autor moldea una serie de personajes envueltos por el miedo, el peligro y la incertidumbre que supusieron los años de la guerra y posteriores. 

Escritos en un estilo poético, con una prosa de largo aliento que desgrana poco a poco, sin pausa y con los pormenores del pintor más detallista, los rasgos de un personaje que adquiere carácter universal conforme avanza la acción, estos trozos de realidad filtrados por el lenguaje hacia el ámbito de la ficción consiguen estremecer, en más de un caso, a los lectores más sensibles. Su lectura requiere una concentración especial por los pormenores de cada frase, las cuales no dejan una sola palabra en el tintero ni permiten que otras resbalen de la trama. Así son en su mayor parte los relatos que se ocupan de los meses iniciales de la guerra y de la inmediata posguerra, tal vez por eso de resumir en pocos impactos el estallido general y el eco que resuena en las conciencias de los vencidos. Valgan ejemplos como «Noviembre, la madre, 1936» o «Interminable espera», donde la narración adquiere tintes de monólogo interno cuya fluidez arrastra por los recovecos de una sintaxis abrumadora que deja sin respiración a los lectores, en un suburbio de palabras tan punzantes como las imágenes plasmadas. 

Por otro lado, cabe destacar la calidad de las metáforas que cada relato esconde y que requiere, eso sí, mucha atención: los casos de «Calle de Ruiz, ojos vacíos», sobre un ciego abandonado en mitad de un bombardeo, «Un ruido extraño» y el ambiente que lo acompaña con manos manchadas, o el extenso «Camino del Tíbet» sobre las reuniones clandestinas, arrojan situaciones que enseguida se convierten en objeto de reflexión desde múltiples perspectivas. 

Sin embargo, si he de escoger entre los tres volúmenes, creo que los mejores relatos se encuentran en el más tardío Capital de la gloria, que centra su atención en los últimos momentos de la guerra. En este libro sí que encontramos verdaderas joyas narrativas como «Rosa de Madrid» —en mi opinión, el mejor relato de la trilogía, con muchas lecturas, metáforas y una precisión de lenguaje envidiable— o el estremecedor «Las enseñanzas», donde aparece una cita que reproduzco para terminar y que bien podría resumir no sólo la trilogía completa, sino el sentimiento que una vez envolviera a todo un país dividido en enemigos: «Esto es la guerra, hijo, para que no lo olvides».

domingo, 10 de noviembre de 2013

José Hierro - Tierra sin nosotros (1947)

En los años posteriores a la Guerra Civil Española surgió una corriente estética denominada «poesía social», que en teoría abarca, en forma de testimonio poético, las experiencias de aquellos intelectuales comprometidos con su entorno. Aunque no nos guste incluirlo en esa estela, de acuerdo con un cada vez más amplio sector de la crítica literaria, en principio uno de sus máximos representantes fue el santanderino José Hierro, nacido en Madrid pero afincado desde muy temprana edad en Santander, la bahía de su admirado Gerardo Diego. 

Encarcelado en más de una ocasión por sus ideas republicanas, dolido con la época llena de injusticias que le tocó vivir, Hierro es autor de una de las mayores muestras de lo que parece destacar entre los testimonios de la poesía social: Tierra sin nosotros. Por muy diversos motivos, su primer libro, publicado en 1947, es un abanico de posibilidades para el estudio de la poesía española de posguerra, que esclarece la situación histórica en que se inserta y sirve como punto de partida para un extraordinario desarrollo literario que abarcaría hasta el año 1998, en que el poeta, después de navegar por cien mares y atracar en cien riberas, escribe su fabuloso Cuaderno de Nueva York.

Desde una visión subjetiva filtrada por el recuerdo, José Hierro imprime sobre el papel un testimonio de ese grupo herido por el fin de la contienda y obligado, en el mejor de los casos, a la sumisión. Con el paisaje santanderino «Enfrente» en un momento en que todo estalla sin previo aviso, el poeta rescata aquellas imágenes de la naturaleza que dejan constancia de la situación histórica del país: una gaviota que sobrevuela por un cielo de ceniza, la luna que permanece impasible ante la muerte de los hombres, las hojas del otoño. Elementos todos que ayudarán al «Recuerdo» individual desde el que nuestro poeta lanzará la imaginación hacia la visión global del hombre de su tiempo. El testimonio se vuelve colectivo en la tercera parte, «Nosotros», encabezado por uno de los mejores poemas de toda su obra, «Generación», donde hallamos una de las claves más importantes de este libro: que «el dolor nos hace hombres» y, por tanto, nos mantiene unidos en la adversidad

Por otra parte, en su cuarta sección, «Oraciones», Hierro ofrece, a modo de pausa, una serie de imágenes que han vuelto a la individualidad, pero no ya de un hombre particular, sino de un hombre hecho de todos juntos, que con sentimiento de culpa se reprocha a sí mismo el haber tenido el alma dormida. El pasado ha convertido al hombre en algo extraño, muy distinto de lo que el hombre quería ser. Por eso en la «Tierra sin nosotros» de la última sección, que da a su vez título al poemario, se muestra a la generación de republicanos abatidos por la guerra, formando un conjunto, como compañeros de la misma tierra. Finalmente, el libro se cierra con un estremecedor epílogo de incertidumbre que obliga a pensar en un futuro esperanzador pero difuso, porque hemos de beber las brisas «sin saber a dónde nos llevan…».

Se trata, pues, de un libro de testimonios engarzados entre sí por un tono melancólico, mediante el cual los poemas se explican por sí solos y explican sus contornos. El ritmo nervioso, la insistencia en los elementos naturales, el valor del nosotros como eje principal, todo ello hacen de este libro una obra fundamental de la poesía de posguerra. Sin embargo, los lectores más ávidos de José Hierro y de su finalidad poética descubren en estos cuarenta poemas el primer eslabón de una obra literaria de gran enjundia a la que merece la pena asomarse.

jueves, 7 de noviembre de 2013

                         DEL MANTO AZUL, CORONA DE ESTE MUNDO,
                         donde se esconde el rey de la belleza
                         como un niño en su infinita grandeza,
                         en busca del sosiego más profundo;

                         del vasto espejo donde en un segundo
                         la vida de los ángeles empieza
                         para romperse en olas la corteza
                         muy pronto de su pecho moribundo:

                         me tiende el horizonte un dulce beso
                         y la sonrisa de una fiel amante
                         que me abre el alma entera con su llave.

                         Vivir en las palabras el exceso,
                         revuelto en los vestigios de un instante:
                         eso es el mar, quien lo probó, lo sabe.

Jorge Andreu
Del libro Del mar y sus vestigios (2013)


lunes, 4 de noviembre de 2013

Los papeles de Marcel (XXXV)

                 Cuando hasta los segundos se eternizan
                 y llueve luz cansada sobre el sueño
                 de la fugitiva memoria,
                 los recuerdos solapan las vidas que hemos sido,
                 secuencia fotográfica de anhelos
                 que se agolpan sin ruido.

                 Y en el silencio asoman los minutos restantes.

                 Inalcanzables.

M. Camino

domingo, 3 de noviembre de 2013

Miguel Delibes - Las ratas (1962)

Si hay algo que define la obra de Miguel Delibes es, en su mayor parte, su mirada hacia la naturaleza y su atención al pueblo como personaje. La visión de Torrecillórigo, el ambiente en que se desenvuelve la trama de Las ratas (1962), representa un claro ejemplo de su estilo más logrado. Para algunos críticos, esta novela, ganadora del Premio de la Crítica en 1962, está compuesta de anécdotas banales que sólo consisten en relatar diferentes situaciones dentro de una sociedad pueblerina de Castilla, mientras que otro sector de la crítica opina, muy al contrario, que cada una de esas anécdotas forma una pequeña parte de lo que visto en conjunto representa una lucha entre el bien y el mal, un fresco donde los intereses del hombre, la pobreza en lucha contra la tiranía, la supervivencia y el progreso se entrecruzan y retroalimentan. 

La historia de Las ratas, en efecto, puede resumirse en la oposición de su protagonista a abandonar la cueva donde ha vivido siempre en aras de sumarse al «progreso» del país. Si bien todos los personajes gozan de importancia porque cada cual refleja una cara de un poliedro, este protagonista colectivo que es el pueblo tiene un eje central: el Nini, un niño que vive en una cueva apartada del pueblo con su padre, el tío Ratero, y que, con la compañía de su perra Fa, se dedica a cazar ratas para ganar su sustento alimenticio, luchando a su vez contra quienes hacen de la cacería un objeto de comercio. Hijo de una relación incestuosa, representado como un sabio porque, gracias a la observación del mundo, a su corta edad ya se ha convertido en un profundo conocedor de su tiempo y entorno, el Nini es como un Jesús entre los doctores porque todos en el pueblo acuden a él para preguntarle dudas sobre las cosechas, la caza, el santoral y toda clase de conocimientos.

En la tríada compuesta por el Nini, su perra Fa y su padre el tío Ratero destaca un rasgo fundamental: su arraigo, y con este su obcecación en no abandonar la cueva. Para el Nini, un niño de apenas once años, ceder la cueva para vivir en el pueblo supone sumarse al «progreso», que significa depender del dinero y, en consecuencia, un desarraigo. Si tenemos en cuenta que tanto él como su padre cazan ratas para sobrevivir, sin necesitar riquezas materiales, y que durante toda su vida han permanecido en el campo, puede interpretarse la novela como un menosprecio de corte y alabanza de aldea, en diálogo con la tradición literaria más remota. La oposición entre campo y ciudad se traduce en una lucha entre el bien y el mal, protagonizada por el niño que, en sus travesuras, evita con discreción que se cometan muchas de las injusticias de las que es capaz el ser humano. Pero el empeño nunca es suficiente y el destino se cierne sobre el hombre.

En suma, se trata de una obra de lectura muy ligera, con un fondo político importante sobre los años de la posguerra en un pueblo castellano. Una de las obras más reconocidas de Miguel Delibes, muestra indudable de que la literatura es inmortal.

lunes, 28 de octubre de 2013

Los papeles de Marcel (XXXIV)

                       La vida se dibuja en la ventana
                       en forma de paloma. Libertad
                       nublada de vuelo indeciso,
                       te empuja el viento como laten las horas
                       y se lleva tu rastro la luz del día.
                       ¿Hacia dónde se irá a morir la tarde
                       cuando te canses de batir las alas?
                       Descúbreme el secreto, ave rapaz,
                       mientras la tierra tergiversa
                       los minutos del hombre.

M. Camino

domingo, 27 de octubre de 2013

Ernesto Sábato - El túnel (1948)

La obra novelística del argentino Ernesto Sábato, de gran éxito internacional y amplio reconocimiento por parte de la crítica, se reduce a tres títulos: El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, con un tema común, base de la filosofía del escritor. La obsesión por el mal, la crisis espiritual y moral del hombre en un tiempo de circunstancias difíciles, la desesperanza y la búsqueda de lo imposible componen la visión del mundo de Sábato. En su primera novela, para un sector de la crítica la más importante y mejor lograda, da cuenta de esta temática que reúne el combate entre el hombre íntegro y el universo abstracto, víctima de la infelicidad y del afán por buscar lo inalcanzable.

La historia de El túnel es la de un psicópata que asesina a su amante. Contada por su protagonista, el pintor Juan Pablo Castel, esta novela corta ofrece un estudio introspectivo con buenas dosis de esquizofrenia, un recorrido por la historia de amor frustrado entre el pintor y María Iribarne. El punto de partida es el momento en que durante una exposición de pintura la muchacha presta especial atención al cuadro de Castel titulado Maternidad, en el que retrata a una mujer que asiste a los juegos de su hijo mientras en una esquina superior de la pintura aparece una ventanita con una mujer mirando al mar. En ese cuadro se encuentran los motivos que generarán toda la trama, hasta el momento en que Castel asesina a su amante. El resultado es la búsqueda de una explicación a la situación actual del pintor, quien, sentado en su celda, recuerda cuáles fueron las circunstancias que lo condujeron a cometer el crimen.

Resulta sobresaliente la composición estructural de la novela: con forma de anillo, la trama termina igual que empieza, y en su desarrollo atiende a dos imágenes fundamentales, la de la ventana y la del túnel, que resumen los sentimientos de Juan Pablo Castel. Su amor hacia esa muchacha que muy pronto empieza a hacerle daño es un intento por volver a la infancia, retroceso en el que el protagonista recorre un camino en permanente oscuridad, en perpetua soledad, representado por el túnel. El túnel, símbolo de la angustia y la desesperanza, está compuesto de piedra con algunas secciones de vidrio, desde las que únicamente puede ver a su amada sin alcanzarla. Por último, el camino del túnel, que desemboca en un clímax de enfermedad y violencia, hacen del protagonista un infeliz. De esto se deduce que el hallazgo de la felicidad es una ardua labor que siempre termina en una desgracia, porque sólo la desesperanza y la soledad gobiernan el alma del hombre.

Una lectura más que recomendable, sin duda, pero para la que se necesita una visión desde fuera. Los razonamientos a los que se entrega Castel son contagiosos, porque lo mismo pueden interpretarse como una sátira social que cobran de pronto el carácter de una confesión íntima de las más bajas pasiones. Una novela redonda, de las que merece la pena contemplar y examinar como el detalle más ínfimo del cuadro ofrecido.

viernes, 25 de octubre de 2013

Gabriel García Márquez - Memoria de mis putas tristes (2004)

Todo buen lector conoce, al menos en un par de títulos, la obra de uno de los grandes escritores hispanoamericanos del siglo XX, uno de los protagonistas de lo que se dio en denominar el boom de la novela a mitad de siglo, la llegada a España de los nuevos narradores latinos. La contribución de Gabriel García Márquez a nuestra cultura ha sido bastante significativa: Premio Nobel de Literatura, su narrativa abarca desde el cuento, pasando por la novela corta, hasta una colección de novelas de aliento entre las que destacan Cien años de Soledad y El amor en los tiempos del cólera. Hoy os vengo a hablar de su última obra, una novela corta titulada Memoria de mis putas tristes, de deliciosa lectura debido a su eufonía.

El protagonista es un periodista que el día antes de cumplir noventa años decide contratar los servicios de una prostituta virgen y adquiere hacia ella un amor paternal lleno de ternura. De ese regalo surge el descubrimiento de un sentimiento nunca antes experimentado en su vida: el amor verdadero, casto y puro, que no se parece en nada al deseo que conoció en su juventud. Y entre escenas de dulce amor e intentos vanos de tener relaciones sexuales, asistimos a una búsqueda interior en la que el personaje siente la necesidad de proteger a tan indefensa criatura, sin dejar de lado los celos por el hecho de que alguien pueda poseerla en el mismo antro. 

El poema de amor que podemos considerar esta obra desarrolla, sin pecar de cursi ni de lacrimógeno, los sentimientos de un hombre que en la senectud experimenta el descubrimiento del amor y la proximidad de la muerte. Sin embargo, aunque como novela no pasa de mera anécdota, tiene tres aspectos que en mi opinión salvan la obra: la recuperación del romance de Delgadina y una plasticidad en la prosa que embellece las características del personaje. La tercera aportación para salvar la novela es esa clase de puer-senex a la inversa: es Delgadina la encargada de proporcionar un nuevo conocimiento al anciano, a quien todos conocen como el Sabio. Resulta especialmente interesante este último aspecto porque es la prueba de cómo una historia superficial puede adquirir universalidad en cuanto que es una búsqueda de la inteligencia.

En resumen, estamos ante una pieza breve de la que se puede extraer mucho jugo, tanto ácido como dulce según la lectura que emprendamos. No es, con todo, la mejor obra del escritor colombiano, pero ello no quita que merezca, como mínimo, una cata. 

lunes, 21 de octubre de 2013

Los papeles de Marcel (XXXIII)

                             La memoria se vuelve crisol de lo fantástico
                             en estas noches cortas
                             de lucha contra los fantasmas. Lucho
                             por discernir mentiras y palabras
                             en el recuerdo real de la existencia.
                             Y lo que a veces vomita la pluma
                             se me antoja verdad, pero invisible.

                             Acaso el objetivo se condense
                             en transcribir la invisibilidad
                             de lo que un día acariciamos.

M. Camino

domingo, 20 de octubre de 2013

Alejo Carpentier - El reino de este mundo (1949)

La figura del cubano Alejo Carpentier (1904-1980) es uno de los pilares sobre los que se asienta la narrativa hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Su concepto de «lo real maravilloso», la ficcionalización de la Historia por su lado más asombroso hasta casar lo inverosímil con lo verdadero, ha trascendido a la literatura contemporánea desde la publicación, en 1949, de su primera gran novela conocida: El reino de este mundo.

Escrita después de un viaje por Haití en 1943 durante el cual descubre la cotidianidad del surrealismo en América, la primera parte de la conocida como «trilogía de lo real maravilloso» describe los sucesos más relevantes de la historia de Haití desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XIX. En un tono a caballo entre la crónica colonial de minuciosa descripción y la fantasía más delirante, la novela da cuenta de una maravillosa síntesis de la historia haitiana. 

Los acontecimientos, absolutamente fieles a la realidad, se desarrollan según uno de los patrones que más se utilizarán en las narraciones de lo real maravilloso: el tiempo cíclico. El continuo flujo de la historia, que describe un círculo por cada vez que el hombre intenta rebelarse contra el poder, aparece a lo largo de una narración hecha desde el recuerdo de Ti Noel, un esclavo negro que asiste al desarrollo de diferentes rebeliones de los hombres y que, desde la senectud, llega a una conclusión acerca de su comportamiento en el reino de este mundo.

Por encima de todo, el mensaje subyacente a la novela, no obstante la insistencia en el carácter cíclico de la historia y en la visión maravillosa de la realidad, es el choque entre dos culturas, y con este, la necesidad que tiene el hombre de imponerse «Tareas» para arreglar un mundo sin arreglo. El destino del hombre, parece decirnos Carpentier, es caerse y levantarse constantemente: de ahí la necesidad de arreglar el mundo en un tiempo de continuo regreso sobre sí mismo, de buscar la justicia de una realidad siempre injusta.

Una lectura más que recomendable, por supuesto, como punto de partida para el conocimiento de un estilo literario que marcó un antes y un después. Una base imprescindible para conocer la obra de Alejo Carpentier, particular y universal a partes iguales.

viernes, 18 de octubre de 2013

Del mar y sus vestigios - Reseña de M. Carmen García Tejera

La profesora María del Carmen García Tejera, de la Universidad de Cádiz, ha publicado esta reseña de mi libro Del mar y sus vestigios en la revista Speculum. Revista del Club de Letras, en el número de otoño de 2013. Si pincháis en el enlace, podéis descargar el archivo en PDF y leer la revista electrónica.

Gracias, Carmen, por tu amabilidad y tu atención.

domingo, 13 de octubre de 2013

Ramiro Pinilla y los casos de Samuel Esparta

Existe en el ser humano una tendencia a imaginar la realidad, a reinventarla a menudo filtrada por nuestro juicio sobre el mundo para encontrar el equilibrio del que carece el día a día. En busca de las aventuras que vivían los personajes de los libros de caballería salió don Quijote a desfacer entuertos; con la misma intención, y empujado por esta y otras aspas de molino, el librero Sancho Bordaberri decide hacerse investigador privado. El escritor vasco Ramiro Pinilla hace de este acontecimiento un quijotesco homenaje a la novela policíaca y a los grandes nombres del género, al mismo tiempo que revisa la sociedad de Getxo durante la posguerra. Y lo hace hasta la fecha en dos novelas: Sólo un muerto más, donde resuelve un crimen que quedó sin respuesta en su trilogía monumental sobre la historia del País Vasco, y El cementerio vacío, que retoma el hilo con un asesinato reciente en mitad de una romería.

En la primera de las obras se nos presenta Sancho Bordaberri como un joven librero,  aspirante a escritor, que quiere seguir los pasos de Raymond Chandler y Dashiell Hammett pero al que las editoriales le devuelven una y otra vez los manuscritos. Ha descubierto que no tiene imaginación y ese es el motivo de su fracaso literario, así que echando la vista atrás, y acompañado de su secretaria Koldobike, decide recuperar del pasado un caso de asesinato que quedó archivado por el advenimiento de la Guerra Civil Española: el caso de los gemelos Altube, uno de los cuales murió atado a una peña. La investigación, cuyo procedimiento será el habitual de interrogatorios y búsqueda de pistas que conduzcan a pruebas fehacientes para identificar al asesino, despertará la inquietud en los vecinos de Getxo y servirá, al mismo tiempo, de materia narrativa para el recién bautizado Samuel Esparta (en honor, por supuesto, al Sam Spade de su admiradísimo Hammett). De esa manera, la nueva novela, de la que Esparta es narrador y protagonista, gozará de un realismo que no requiere imaginación sino reflejo de la pura realidad, la que el autor y protagonista tiene ante sus ojos en el transcurso de su investigación. 

Lo que encontramos en el fondo de esta primera novela es, más que la búsqueda de un asesino, más allá de la resolución de un caso criminal, el hallazgo de un estilo narrativo. Samuel Esparta era un asiduo lector de novela negra que, con su conversión en investigador privado, logra meterse en la piel del personaje —porque es su propio personaje— y por tanto se siente capaz de llevar a cabo la difícil empresa de desarrollar una narración con intriga, verdad y hondura. Y por si fuera poco, los acontecimientos y la época lo conducen necesariamente a elaborar un fresco de la sociedad de la posguerra marcado por una crítica al Franquismo en uno de los personajes cruciales para la trama. Samuel Esparta se ha convertido, por tanto, en lo que Sancho Bordaberri soñara: un escritor de novela negra que, gracias a su tratamiento de un caso criminal sin resolver, ha llegado a una doble conclusión, literaria y policial, que traerá sus consecuencias.

Existe, por otra parte, una leyenda en Getxo según la cual en los cementerios cercanos al mar las tumbas se vacían cuando dos enamorados se encuentran después de su muerte. Este es el punto de partida para El cementerio vacío, segundo caso de Samuel Esparta, que a la manera de la segunda parte del Quijote recupera la anterior novela y hace al pueblo conocedor de la misma, en tanto que su protagonista y narrador vuelve a tratar un caso de asesinato. Los vecinos de Getxo, que ya conocen los resultados de la primera investigación de Samuel Esparta, se opondrán a la investigación del asesinato de la preciosa Anari, que apareció muerta detrás de la iglesia de San Baskardo, dando por hecho que el maketo que la acompañaba es el culpable. 

La redacción de esta nueva novela, es decir, la investigación de otro asesinato, supone una reflexión metaliteraria parecida a la de Sólo un muerto más, con el añadido de que ahora no sólo se reflexiona sobre la realidad y la ficción, sino sobre la ficción dentro de la realidad y viceversa, y además se impregna toda la materia narratológica de una crítica social que ya no sólo atiende al Franquismo, sino también al nacionalismo vasco, centro del nuevo estudio. Samuel Esparta, al recibir el encargo de dos muchachos amigos del sospechoso, decide involucrarse en la investigación mientras paralelamente la policía franquista trata el caso, el hermano de la víctima es fusilado por el régimen y el pueblo entero acusa sin pensarlo al maketo, un forastero. En consecuencia, otro retrato de la posguerra española hecho en clave detectivesca.

Si bien esta segunda entrega parece la huella de la anterior, en cuanto reflexión metaliteraria tiene su sustancia. No es, con todo, lo mejor de la narrativa del escritor vasco, aunque sí plantea un horizonte de posibilidades para su futura producción. 

lunes, 7 de octubre de 2013

Emilio Lledó - El silencio de la escritura (1991)

La escritura es producto de la experiencia y, a su vez, la experiencia está constituida por la memoria individual. Cuando un escritor prepara una obra literaria o filosófica, lo mismo que el hombre que piensa unas palabras antes de pronunciarlas, tiene el único y principal objetivo de dirigir una serie de pensamientos a un destinatario. El filósofo Emilio Lledó reflexiona en este libro sobre los problemas que supone la transmisión del texto desde su creación hasta su recepción y la permanencia de su contenido en el fluir del tiempo.

El silencio de la escritura, con el que su autor obtuvo el Premio Nacional de Ensayo en 1992, es una reflexión sobre el proceso comunicativo y el papel del lenguaje en la filosofía. Mediante un análisis de los conceptos que atañen a la transmisión de información desde un emisor hasta un receptor, con especial énfasis en el empleo del lenguaje filosófico o literario, Emilio Lledó no ofrece soluciones, sino que estudia los problemas con los que sobre todo el lector se encuentra a la hora de abordar la lectura de un texto. Si el texto es fruto de la experiencia otorgada por la memoria individual, el autor ha recibido una serie de ideas que plasmará en su escrito para hacerlas llegar hasta su destinatario, el lector, quien a su vez tiene la misión de descifrar su contenido actualizando la información en el tiempo de la lectura. Dicho de otra manera, el texto es un producto del pasado que se proyecta hacia un futuro y que cada lector recibe en su presente, con el fin de actualizar el pasado en que fue escrito. En suma, el texto es un ejercicio que resulta del esfuerzo de su autor por preservar la memoria individual en el campo colectivo de la historia del pensamiento humano. 

Del mismo modo que el texto se hace continuamente con cada lectura, el lenguaje ha sido, desde sus comienzos, un continuo desarrollo del pensamiento y ello explica la necesidad de un Platón para la existencia de un Sócrates o el amplio abanico que un cartesianismo abrió para el resto de la filosofía. Lo mismo sucede con la tradición literaria, pues no existiría la novela actual sin el Cervantes de las ejemplares, ni las travesuras de los personajes literario españoles sin la huella de Lázaro de Tormes. El lenguaje es conocimiento de uno mismo y, para conocernos, hemos de echar la vista atrás, recurrir a la memoria para recuperar el pasado y avanzar hacia delante. 

Por eso la de Emilio Lledó no sólo es una obra de referencia para la filosofía, que recupera el mito platónico de Theuth y Thamus, sino también para el conocimiento de cada individuo en su tiempo. Su lectura nos ayuda a pensar que vivimos en un contexto determinado donde la palabra permanece escrita y requiere de nuestra atención para resucitarla cada vez. La palabra es una semilla que florecerá mientras haya unos ojos dispuestos a prestarle atención. En definitiva, recuperar la semilla plantada por Emilio Lledó no sólo ha sido un placer por el tono de su redacción, que al principio puede parecer hierática pero que, sin embargo, constituye una red de la que uno no puede salir, sino también porque nos ayuda a reflexionar sobre la verdadera importancia de la lectura y la escritura, el asentamiento de la memoria individual en el seno de un futuro colectivo.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Los papeles de Marcel (XXXII)

                        Empieza el cielo gris
                        a lanzarnos hacia el recogimiento
                        de la desconsolada reflexión.

                        La lluvia inyecta de frescura
                        el calor de cuantas ensoñaciones
                        cruzaron el verano. Sobre el hombro
                        se arrastran hoy sus gotas
                        como hormigas licuadas.

                        Soy un tronco al que trepan tantos nervios.
                        Y tiemblo de humedad y malas predicciones.

M. Camino

domingo, 29 de septiembre de 2013

José Antonio Llera - Rostros de la locura (2013)

La locura, tal vez uno de los miedos y síntomas más frecuentes en toda la humanidad desde el principio de los tiempos, está presente en la producción artística desde muy diversas perspectivas y representa desde el ingenio hasta la monstruosidad de la persona. El profesor José Antonio Llera, de la Universidad Complutense de Madrid, realiza en este libro un repaso por tres figuras distanciadas en el tiempo por más de un siglo: Cervantes, Goya y Wiseman, escritor, pintor y cineasta respectivamente, que tratan, cada cual a su manera y para el mundo, el tema de la locura. Así pues, Rostros de la locura  (2013) representa un análisis triangular de un tema universal movido a debate a lo largo de los siglos.

Cervantes impone su ingenio sobre el personaje de don Quijote, que con el contraste de Sancho Panza sirve de modelo para la figura de lo que se ha dado en denominar locura reversible. Porque, ¿acaso tenemos la certeza de que Alonso Quijano se ha vuelto loco de tanto leer libros de caballería? Si nos paramos a pensar —y así lo han hecho multitud de teóricos y escritores desde la aparición de la novela inmortal— en la cordura de don Quijote, muy fácilmente llegaremos a la conclusión de que el personaje goza de una lucidez superior a la del hombre de la calle, justo por mirar la vida a través del filtro de la literatura. La reversibilidad de la locura consiste en descubrir que la vida se convierte en problema desde el momento en que la literatura no ayuda a afrontarla: es lo que le sucede al acabado Alonso Quijano en su lecho de muerte, teóricamente cuerdo después de haber vivido sus tres salidas rodeado de locuras por todas partes.

Por otro lado, la deformación y lo grotesco en la pintura de Goya, en especial en Corral de locos y en La casa de locos, sirven al autor de este ensayo para considerar la enfermedad mental como una degradación física que, además, une a quienes son considerados unos monstruos por la sociedad. El estudio de la imagen estática supone un punto de apoyo para una posterior evaluación de la imagen en movimiento del cinematógrafo, que el profesor Llera realiza a partir de Titicut Follies (1967), la polémica película-documental de Frederick Wiseman en la que retrata el ambiente de un hospital mental y, con éste, las atrocidades a las que son sometidos los internos.

Por último, esta locura en movimiento, un paso adelante en la representación de la enfermedad en imagen, no deja de ser una creación por vía del lenguaje: literario, pictórico y cinematográfico en estos casos, todos artísticos frente a la consideración social de la enfermedad mental de la que beben sin remedio. La recapitulación, la unión de estos tres lenguajes conectados por tres siglos en el tiempo, nos lleva a la conclusión de que la locura es un tema fundamental del arte y que, en sus diversas manifestaciones, con frecuencia representa la cordura. Se dice que en ocasiones conviene disfrutar un poco de locura para no perder los papeles, y este estudio es un claro ejemplo de ello. 

José Antonio Llera ha llevado a cabo una labor de recolección que no sólo considera a estos tres pilares de la creación artística, sino que además atraviesa las teorías de la psiquiatría y la filosofía de todos los tiempos. Una lectura más que recomendable por cuanta verdad representa hablando de las mentiras que se han arrojado sobre el mito del enfermo mental.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Los papeles de Marcel (XXXI)

                     A veces al papel le falta jugo
                     y no hay donde exprimir.

                     La pluma es un punzón
                     que pincha sobre hueso
                     y ni el hueco blanco de la desdicha
                     le ofrece salvación.

                     Entonces,
                     estamos condenados
                     a ser silencio
                     sin rastro de palabra.

M. Camino

sábado, 21 de septiembre de 2013

Juan Bonilla - Cansados de estar muertos

Hasta a las personas más solitarias del mundo, esas que parecen no necesitar la ayuda de nadie, les viene bien una confesión. Cansados de estar muertos es una novela que habla de esa necesidad implícita en las palabras de los personajes solitarios. La barra de la cafetería del tanatorio, que no cierra a medianoche, cuando los bares  ya han despedido a sus últimos clientes, es el punto de partida para los nudos que unirán a un conjunto de extraños personajes cansados de estar muertos. 

La chispa se reaviva cuando el señor Fausto Urpí, coleccionista de ausencias y recuerdos, coincide con una cara conocida en la cafetería del tanatorio: en un principio piensa que se trata de Claudia, la mujer a la que amó en silencio desde el instituto y a la que escribió un sinfín de cartas que no obtuvieron respuesta, pero tras una primera toma de contacto con la muchacha descubre que es su hija Morgana, que ha venido a velar el cadáver de su madre. Morgana, con su olor a mandarinas, es estudiante de Matemáticas y guarda un pasado incómodo en su vida familiar que, junto con una película de Bertolucci, la unirá a Fausto. A su vez, alrededor de ambos giran las peripecias del comandante Aliguieri, poeta inmerso en la redacción de un canto épico sobre la historia desordenada del siglo XX, el celador Chopped con su perverso modo de mirar a los muertos y el rey Arturo, que espera la visita de la muerte en el edificio donde un doberman vigila cada movimiento de Fausto. En los entresijos de esta red se encuentran los motivos por los que todos ellos viven en soledad y necesitan en alguna ocasión la compañía de otra persona porque están cansados de vivir sin ganas.

La construcción de la novela es como una cascada de la que chorrean nuevas historias cada vez. Desde el primer encuentro entre Fausto y Morgana en el tanatorio, las vivencias de ambos dan lugar a la incorporación de nuevos compañeros y a la intervención de terceros en una trama que, sin dejar de ser cotidiana en todo lo que respecta a vivir la vida sin ambiciones y amarla aunque duela, resulta de lo más estrambótico, tanto que en ocasiones las situaciones relatadas despiertan la sonrisa del lector. Juan Bonilla sabe arrojar sobre la mesa al mismo tiempo las cartas del humor y las de los sentimientos más amargos del ser humano, con una destreza en la narración que, si bien peca de exceso de información en algunos pasajes, en otros convierte el lenguaje en un arma de doble filo que penetra en las entrañas con dos pinceladas poéticas y hace que uno le perdone cualquier exceso anterior.

La lectura de Cansados de estar muertos es una experiencia enriquecedora por varios motivos. En primer lugar, porque el elenco de personajes se presta a ello, dada su originalidad en el retrato de seres a primera vista despreciables. En segundo lugar, por el tempo de la trama, que se desarrolla a gran velocidad sin pasar por alto los detalles más concretos de los caracteres. Y por último, porque el hecho de dejar sobre el papel constancia de una serie de comportamientos de los que todos los seres humanos son capaces aunque no lo asuman es, en mi opinión, un acto de valentía. Motivos más que suficientes para enfrentarse a una novela que, en mi opinión, si algo no provoca es indiferencia.