domingo, 4 de mayo de 2014

Los cimientos derruidos de la civilización

Tiene el ser humano un miedo atroz a que las palabras se las lleve el tiempo y sus ladridos se pierdan en su propio eco. El hombre no deja de ser un animal que lucha por mantener su espacio y se acomoda en cuanto el habitáculo es próspero. Así lo ha hecho ver Antonio Muñoz Molina en su último libro, Todo lo que era sólido, que es un zarpazo a la mentalidad acomodada que los españoles hemos acostumbrado a sostener desde los comienzos de la prosperidad que convirtió a nuestro país en uno de los más ricos del mundo. Tan ensimismados anduvimos en la bonanza económica, a tanto llegó el despilfarro general, que todo lo que era sólido se diluyó en el aire.

Nacido en una tierra que fue de esplendor y ahora parece objeto de burlas para el resto de los españoles, este escritor jienense, académico de la lengua y reconocido con los más prestigiosos galardones literarios nacionales e internacionales como el Premio Nacional de Narrativa por sus novelas El invierno en Lisboa y El jinete polaco, el Premio Jerusalén o el reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras, es desde hace ya muchos años autor de cabecera de multitud de lectores y una figura universal de las letras hispánicas, representante de una literatura comprometida con su tiempo que a cada trazo arrastra una marea de opiniones de los mayores especialistas en la materia. Procedente de una familia que en la posguerra, como muchas otras, se las vio y se las deseó para salir adelante, ha vivido el tránsito de la dictadura franquista hasta la democracia y luego hacia una etapa de sumo esplendor económico, inmerso en un país amnésico que ha dedicado buena parte de su historia a mirar hacia el pasado con ojos soñadores. 

Este libro se configura, pues, como un testimonio de alguien que vive y luego piensa sobre lo vivido, que vuelve sobre sus pasos para comprobar si ha acertado o no en su andadura. Escrito desde la primera persona porque el compromiso del intelectual le exige incluirse en la culpa colectiva, es este un ensayo de amargas verdades y azotes sinceros sin menosprecio de ninguna ideología, en el que su autor desarrolla por escrito todo eso que tantas veces hemos pensado desde que a la bolsa se le vieron los bordes descosidos. 

La codicia de los españoles, tema central, pasa por diferentes estratos a lo largo de estas páginas. Bajo el peso de la memoria histórica, los que vivimos observando hemos perdido de vista el momento presente para detenernos en exceso en el pasado, con la mirada fija en un periodo de supuestas libertades, el de la II República, truncado por el estallido de la Guerra Civil y que ahora pretendemos, en vano, traer a nuestros días. Esta excesiva atención, desmesurada por cuanto de fantasioso tiene el mirar hacia aquella época ensombrecida por lo que vino después y por el mismo motivo recreada en nuestro imaginario, ha llevado al grueso de la sociedad española a configurar un pasado ficticio, idealizado hasta el ridículo, donde se presupone la presencia de una libertad que todavía no ha vuelto a alcanzarse. Pero justo por mirar de esa manera el camino que nuestros antepasados dejaron atrás, surge una disputa entre bandos diferentes, de opuesta ideología, que se traduce en una pelea a ciegas contra el presente. Devastadora caracterización de nuestra época, la imagen del país amnésico que sólo ha querido ensalzar lo que le interesaba en busca de la riqueza material es el hilo conductor de este ensayo donde se desmenuzan las verdades de la carrera administrativa, del sectarismo presente en todo acto de tipo político y de la religión que convierte el culto en la seña de identidad de un país como el nuestro.

La carrera administrativa, que durante los primeros años de la Democracia era un camino de auto-superación, ha mutado de un tiempo a esta parte en un solar de desgana generalizada que desemboca en trabajos de alta remuneración para gente poco apta cuyo único mérito radica en su amistad con el jefe de turno, de ahí el tópico del funcionario vago que desempeña su labor profesional a regañadientes. Con la misma desgana, pero con mayor fervor por lo que les interesa, actúan las clases dirigentes que, desde el momento en que pertenecen a un partido político, forman ya parte de una sociedad sectaria a la que le causa más que reparos el hecho de admitir una crítica del grupo contrario o, más aún, una actitud cuestionadora por parte de un miembro del propio partido, sectarismo que se traduce inmediatamente en el estás conmigo o estás contra mí. Por último, la religión ha dejado de ser el opio del pueblo para convertirse en parte de una cultura que hay que asumir nos guste o no, pues hasta los más socialistas han mostrado interés en participar en una procesión de Semana Santa. A estos tres palos les dedica Muñoz Molina buena parte del libro porque son elementos sustanciales de la identidad española, y para ilustrar su opinión alude a constantes viajes al extranjero, como la serie de episodios que hacia el final del libro contiene sus experiencias en Ámsterdam, donde todo es tan distinto.

Sin embargo, una cosa es cierta en todo lo que el lector puede advertir a lo largo de estas páginas: el testimonio de Muñoz Molina no deja de ser una muestra más de indignación hecha texto. La palabra de Orwell, tan valiosa y con tanta frecuencia citada en este manual de zarpazos lanzados desde la intimidad del escritorio, y el conjunto de reflexiones, recopilación de datos estadísticos y recuerdos del pasado personal del escritor, todo junto conduce a una conclusión: la culpa es sobre todo nuestra porque nos hemos dedicado durante demasiado tiempo a quejarnos sin actuar. De ahí este pasaje que bien puede recoger la idea principal del libro: «Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados» (pág. 166). Por eso, el hecho de que todo lo que era sólido se desvanece en el aire, sentencia acuñada por el filósofo Karl Marx y que da título a este ensayo, llega a ser la dura realidad de la España del siglo XXI, un país en el que cuenta más, pese a que se diga lo contrario, el peso de la palabra que las actuaciones, porque «hemos vivido descuidados de los actos y enfermos de palabras, más atentos a su sonido que a su correspondencia con la realidad». 

En cuanto a la forma literaria que todo buen libro exige o debería exigir, la escritura desatada de Muñoz Molina establece un recorrido por capítulos breves que son como pequeños impactos que preceden al impacto global, cada vez con más tensión y en cada pasaje con verdades más rotundas, hasta alcanzar tal grado de exactitud que pone sobre el papel datos concretos extraídos de periódicos. No obstante, parece que hacia la mitad del libro, cansado de ofrecer certezas o tal vez harto de hablar sobre asuntos en el fondo incómodos, el autor prefiere adoptar un tono más distendido y ejemplificar sus opiniones con el relato de los tiempos en que los cimientos del texto se forjaban y sus raíces solidificaban, opción que, sin alejar del punto de mira el objetivo principal, hace que el texto adquiera la forma de una llamarada consumida poco a poco en su calor.

En consecuencia, podría decirse sin ningún género de dudas que, si bien Antonio Muñoz Molina imprime sus opiniones en representación de un colectivo de españoles indignados por la situación actual y lo hace en un tono franco y realista que pincha donde más duele, Todo lo que era sólido no deja de ser, por lo general, como la rabieta de un perro que defiende su espacio. El animal, presintiendo quizá un terrible desastre, gruñe, ladra y aúlla, y cuando ha conseguido expulsar al intruso aún permanece un rato refunfuñando hasta que termina por callarse y echarse de nuevo en la cuna, rey absoluto de su territorio. Sin embargo, frente a todos los perros ladradores y poco mordedores que hay en la literatura, en las artes y, por extensión, en la sociedad española, podemos darnos por satisfechos de comprobar que, en efecto, Muñoz Molina ha tenido la osadía y el acierto de enseñar los dientes.

Jorge Andreu
(publicado en Revista de Letras)