viernes, 31 de diciembre de 2010

Despedida del 2010

«Poder escribir dentro de un año aquí otro mensaje como éste. Eso significará que sigo vivo, que tengo salud y ganas de seguir escribiendo y en este mundo»


¿Ya han pasado dos años? ¡Cómo se escapan los días! Si volviese a ser un niño… «¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?» El que encabeza esta entrada fue el tercer propósito para el 2009, y creo que el único bien cumplido. Este año tenía un poemario casi terminado, pero ahí se ha quedado, a la espera de que lo termine el mes que viene y lo pueda mandar a algún certamen. Pero no me importa: si voy lento será por algo, o al menos eso espero.

¿Recuentos de este año? ¿Por qué no? Nunca lo había hecho…

Este año he hecho algunas cosas de provecho. He escrito poemas, relatos, una novela y muchas canciones (tres de las cuales tuve el placer de cantar en un bar este verano y otras tres antes del verano en la facultad); he conocido a gente nueva, he hablado con mis escritores favoritos, Luis Landero, Eduardo Mendoza, Luis García Montero; he intercambiado opiniones con los hijos de José Hierro, y gracias a sus ánimos me he dispuesto a hacer un estudio sobre un aspecto muy interesante de la obra de mi poeta favorito; he recibido la enhorabuena de Luis Eduardo Aute por nuestra intervención en el homenaje a Carlos Edmundo de Ory, y otra felicitación de Laura, la viuda del poeta; he amado, besado y abrazado a mucha gente que ha recibido mis abrazos, mis besos y mi amor con buena cara; he quitado el polvo al piano y he vuelto a tocar cada día (y a estudiar, que era menos frecuente); he leído a Virginia Woolf, a Baudelaire y a Marcel Proust, que se han convertido en tres escritores de cabecera, junto a mi Blasco Ibáñez, mi Landero, mi Saramago y mi buena amiga Nieves Vázquez; he sufrido de insomnio, de ansiedad, de nostalgia; he llorado con cada verso; he visto buenas películas; he ido a buenos conciertos; he tenido un accidente de coche, gracias al cual conocí a una fisioterapeuta estupenda con una voz dulce, digna de encomio; he reído entre cafés y humo con mis amigos de la Generación del Ocho; he cambiado mi percepción acerca de la lingüística; he comido con mi hermano y mi cuñada para celebrar la alegría de su embarazo; he caminado despistado por los despachos de la facultad sin saber adónde iba; he mejorado mi salud, aunque me mate frente a la barra antes de entrar en clase; he observado el mundo; he sentido miedo; he recibido los lametazos de mi perra y la he enseñado a quererme; he soñado con volar; he abrazado a un poeta cubano y a una actriz matemática; he estado en el hospital; he abrazado a mis abuelos. He sido, como veis, muy feliz: mi vida ha continuado su rumbo y yo estoy contento de pilotar el timón.

No voy a proponerme nada nuevo para el 2011. Quiero seguir con salud, cuidarme con la gente que me quiere, escribir y leer mucho. Disfrutar de la vida y sacar tiempo de donde sea. «Sólo quiero que la ola que surge del último suspiro de un segundo me transporte mecido hasta el siguiente».

Las campanadas de Rachmaninov se confunden con la lluvia torrencial que desde mi escritorio veo caer. ¡Pero, de repente, sale el sol! Ahora se confunden con la conversación en la habitación de al lado. Los libros me miran desde la estantería con cara de nostalgia: otro año se les escapa de las páginas. Ni la luz del flexo sabe cuánto los adoro. Los quiero tanto como a vosotros. No lo olvidéis. Yo, mientras sigo aquí, al calor de su refugio, haré lo posible por refrescaros la memoria.

Feliz 2011.

Salud y libertad.

Placeres.


Jorge Andreu

jueves, 30 de diciembre de 2010

Lecturas 2010

El año pasado, por esta fecha, hice una lista con unos setenta títulos correspondientes a mis lecturas de 2009, y este año quería hacer lo mismo. En esta ocasión han sido 54 los libros anotados, entre los cuales se cuentan algunos volúmenes de obras completas que contienen más de un título (como las de José Hierro o las de Virginia Woolf). Por otra parte, también hay relecturas (Luis Landero, Cervantes, el Mio Cid…). En cualquier caso, esta es la lista que he recuperado de mis anotaciones durante todo el 2010 y así os la dejo. Espero que os guste. Agradeceré que alguien me enseñe su lista, porque siempre hay algún título que se nos escapa y que anotaré con gusto para una próxima lectura.

Juegos de la edad tardía, de Luis Landero.
Tres vidas de santos, de Eduardo Mendoza.
El viaje íntimo de la locura, de Roberto Iniesta.
En busca del tiempo perdido I. Por el camino de Swann, de Marcel Proust.
La maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamisso.
El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez.
La balsa de piedra, de José Saramago.
Las uvas de la ira, de John Steinbeck.
Juan Salvador Gaviota, un relato, de Richard Bach.
Narciso y Goldmundo, de Hermann Hesse.
Don Quijote de la Mancha I y II, de Miguel de Cervantes.
La sonata a Kreutzer, de Léon Tolstoi.
El castillo de Otranto, de Horace Walpole.
Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño.
Cantar de Mio Cid.
El viajero del siglo, de Andrés Neuman.
Alamut, de Vladimir Bartol.
Signo de interrogación, de Tino Barriuso.
El espíritu áspero, de Gonzalo Hidalgo Bayal.
Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal.
León de ojos verdes, de Manuel Vicent.
De ratones y hombres, de John Steinbeck.
Alicia en el país de las maravillas / Al otro lado del espejo, de Lewis Carroll.
Las manos del pianista, de Eugenio Fuentes.
La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher-Masoch.
La hora azul, de Josefa Parra.
La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel.
El piano: notas y vivencias, de Charles Rosen.
Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé.
Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda.
Rabos de lagartija, de Juan Marsé.
El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde.
Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez.
Herzog, de Saul Bellow.
Tratado de cicatrices, de Josefa Parra.
El huerto deseado, de Tomás Rodríguez Reyes.
Obra poética completa (edición bilingüe), de Charles Baudelaire.
El caballero de la armadura oxidada, de Robert Fisher.
Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda.
El día de la ballena, de Nieves Vázquez.
Habitaciones separadas, de Luis García Montero.
La canción de Dorotea, de Rosa Regás.
Historia de una maestra, de Josefina R. Aldecoa.
Los mares del sur, de Manuel Vázquez Montalbán.
Lobas de mar, de Zoé Valdés.
Cartas marruecas / Noches lúgubres, de José de Cadalso.
Eva Luna, de Isabel Allende.
Los justos, de Albert Camus.
La tía Tula, de Miguel de Unamuno.
Seda, de Alessandro Baricco.
Poesías completas, de José Hierro.
Mi vida sin Eva Gundersen, de Manuel J. Ramos Ortega.
Novela de ajedrez, de Stephan Zweig.
Relatos completos, de Virginia Woolf.

martes, 28 de diciembre de 2010

Viaje de vuelta. Santander-Cádiz

Oídos taponados.
Un murmullo de fondo.
Reflejo bajo un túnel. La montaña.
Cada palabra, un sorbo.
De gente rodeado, y sin embargo,
contemplo el mundo solo.

La vida se pasea en los cristales.
El campo emite chorros
de luz —linterna cálida del tiempo.

Me sabe amargo todo.
Hasta el triste bocado del cruasán
untado en mantequilla.
Todo.
Hasta el azúcar del café.

Añoro
la dulzura del claro sol poniente,
el mágico y sonoro
gemido que sopló tras de mi oreja,
el mar y aquel rocoso
escudo de hierbas, sal, poesía.
¡Cómo era tu viento! ¡De qué modo
me abrazaba por las noches!

…Rescoldos
de pájaros fugaces. Otro sorbo.
Un campo de amapolas.
Un circo. Un lecho. Un cable roto.
Girasoles cegados
por el humo de una fábrica. Lodo
entre los matorrales
de mi memoria. Mientras, en el fondo
resuenan los murmullos.
¿No cesará este acoso
que me deja impedidos
los dedos del alma?

…Ya falta poco,
los rayos ya se esconden
detrás de la montaña. Yo me escondo
detrás de mi merienda, entre el gentío
que ya se calla, como
guardan silencio los muertos del tren.
Estoy cansado. Soplo
las migas del cruasán, pago la cuenta
y me someto al hondo
desvarío de un recuerdo. Los campos
bañados de tarde, con esos chorros
de luz que ya se han ido.
Camareros. Periódicos.
Anuncia una garganta de altavoz
la próxima parada. Falta poco.


Escribo estas mentiras
ahora que el ruido se filtra, rojo
como el fucilazo de mi mirada.
Y lentamente noto
que hasta las camareras ya me dejan
mirando el mundo. Solo.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Homenaje a Carlos Edmundo de Ory

Hoy, mientras desayunaba, he visto en una revista literaria titulada Ocho un texto que me resultaba familiar, a cuyo autor creo haber conocido alguna noche entre dos copas. Pensaba que podía interesaros, así que os lo he transcrito:

«Esta tarde, mientras hacía limpieza con objeto de tener la casa presentable para la cena de Nochebuena, he encontrado un pedazo de papel de cuaderno escolar antiguo, abarrotado de tinta negra y letra casi ilegible, que hubiese arrojado a la chimenea de no ser por la extrañeza de la firma, la cual declara la existencia de un ente privilegiado, capaz de otorgar lo que muchos llaman inspiración en las mentes perversas de cuatro jóvenes distraídos del mundo; y no contento con la inmensidad de mi espíritu curioso, he empleado media tarde, como si de media vida se tratara, en descifrar los códigos inscritos en este trozo de árbol impedido de amar, pues si impedido queda alguien de sus actos, motivos habrá para ejercer sobre él la influencia de las cadenas, y pues no podía ser de otro modo, mi instinto me llevó a transcribir el contenido, que no he comprendido aún, tal es la facilidad de engaño que el ser humano tiene cuando se enfrenta a las palabras. Así pues, quizá haya algún interesado en recuperar la información de un documento ya extinto de la memoria de lo que nuestro abuelo llamara, con razón, poesía, de modo que me han encomendado la labor de enseñar este mensaje y argumentar mi incertidumbre con un nexo gráfico como prueba de su valía.

"Querido diario:

Han pasado cinco días desde que, a eso de las diez menos cuarto de la noche, se abriera el telón y aparecieran, sobre el entarimado, cuatro jóvenes de aspecto distraído que se hacían llamar miembros de la Generación del Ocho. Uno de ellos, el primero en irse del escenario, quizá por timidez, es quien en nombre de los demás me dicta ahora estas líneas de agradecimiento que escribo en tu cuerpo, tallado en cuadros y con una réplica del Hombre de Vitruvio. No se asemeja al texto creado para la ocasión, que no se reproducirá en palabras en este bloc, porque ha sido entregado a un poeta amigo de la Generación para incluirlo en un libro que recoja todas las adhesiones a este homenaje.

Carlos Edmundo de Ory murió con 87 años y ha resucitado este lunes, a poco más de un mes de la desgracia, en el aula magna de la facultad de filosofía y letras de Cádiz, acompañado de su familia, de cautautores, de muchos escritores y catedráticos universitarios, y de un humilde grupo de estudiantes que un día decidieron hacer un pacto con la literatura, como si ésta les ofreciese la inmortalidad. Lo cierto es que inmortales se sintieron durante cinco minutos por varias razones: porque apagaron las luces de butacas mientras salían al escenario a representar una dramatización de un manifiesto de fidelidad literaria; porque doscientas personas guardaron silencio con la curiosidad detrás de la oreja; porque compartieron escenario con Luis Eduardo Aute, que aguardaba sentado el último momento de la noche; porque se les permitió exponer parte de su personalidad sobre un entarimado lleno de portadores de un conocimiento previo; porque hasta la viuda de Carlos Edmundo se sintió conmovida con el breve espectáculo; y, en fin, porque sentían muy cercano el calor de la poesía edmundiana y de sus propios amigos, que los observaban desde sus asientos, unos con la cámara en la mano, otros con los ojos abiertos de par en par.

Así fue el homenaje que pudieron rendirle al hijo predilecto de Cádiz, que paso a paso hizo de la poesía una vida con labios oscuros. Quiero enseñarte el vídeo de la actuación, donde el capitán Cancio lee el discurso que saldrá publicado en ese libro de homenaje que prepara Jesús Fernández Palacios con otros compañeros. Gracias, Jesús, en nombre de estos aspirantes a poetas.


Literatocho,
musa de la Generación"


[NOTA: En el reverso del manuscrito se agradece también la labor de Adrián Perales (gadi), quien se encargó de grabar con su magnífico pulso este vídeo]»


Así era el texto que he encontrado, y así os lo he transcrito.

Jorge Andreu

sábado, 18 de diciembre de 2010

Manuel J. Ramos Ortega - Mi vida sin Eva Gundersen

Manuel J. Ramos Ortega (Cádiz, 1948) es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Cádiz y ha dedicado gran parte de su vida profesional a estudiar la obra de algunos autores contemporáneos españoles, en especial de Luis Cernuda, al que dedicó un libro entero titulado La prosa literaria de Luis Cernuda (1982). Recientemente acaba de publicar un nuevo estudio sobre poesía española contemporánea metafóricamente titulado Las alas de Ícaro. En el campo de la narrativa, su primera creación vio la luz en 1999 bajo el título de La ciudad de los sueños, obra por la cual recibió el Premio Opera Prima de la Crítica Andaluza. Su segunda novela, Las campanas del Duomo, obtuvo el Premio Vargas Llosa de novela en 2003. De su tercera novela, Mi vida sin Eva Gundersen, publicada en la editorial Paréntesis, nos encargaremos a continuación.

Eva Gundersen era una alemana rubia y de ojos azules que enamoraban a los amigos de André, protagonista y primer narrador de esta historia. André, un chico tímido, recuerda desde su madurez el tiempo que ha pasado desde que a los dieciocho años la joven alemana apareciera ahogada en la playa Victoria. Ambientada en los años sesenta en Cádiz, esta novela coral tiene seis narradores que despliegan el mapa de sucesos desde una perspectiva distinta: el ya maduro André desde su mirada hacia la niñez; el argentino Forlán desde sus experiencias con la hermana gemela de Eva G.; el periodista Thomas desde sus reportajes; la cantante Carla con sus recuerdos en el escenario; la tía Carol y el camarero Ricardo.

La narración se lleva a cabo, en principio, desde la memoria de André, enamorado de Eva G. desde la primera vez que la vio bajar a la playa con su biquini de cuadros, para luego dar a Forlán la oportunidad de contar, a partir de un encuentro casual que desemboca en unas reuniones en un bar, la otra cara de la historia, los sucesos que se dieron desde la partida de André para Madrid. Después las voces de Thomas y Carla (ésta mediante una carta) y, por último, las reuniones con Carol, la tía de Eva Gundersen, y con Ricardo, el camarero del hotel Playa Victoria, en cuyo transcurso se desvelan oscuros asuntos acerca de la segunda oportunidad que todo ser humano se merece en la vida.

Repleta de alusiones al cine, en especial a la figura de Humphrey Bogart en su papel de Rick Blaine en Casablanca, esta novela es una historia de amor y secretos, de frustraciones, de palabras nunca dichas, de declaraciones que se quedaron en el intento, de cigarrillos y coches descapotables y de sábados de cine. Los largos periodos sintácticos que, al menos en la narración de André y de Forlán, recuerdan a la prosa faulkneriana (o de Luis Martín-Santos si hablamos de literatura en lengua española), tienen un carácter de monólogo que también parece tener ecos de Joyce o de la voz de Carmen en la famosa obra de Miguel Delibes. Pero lo cierto es que esta fluidez propicia una lectura cómoda, amena por las alusiones al cine, a la literatura y a las calles de una ciudad en tiempos oscuros donde las creencias religiosas eran un tema que se prestaba a debate y al sarcasmo de quienes tenían una concepción diferente del mundo.

(Publicado también en Libros y libretas)

martes, 14 de diciembre de 2010

Premio "Literatura Entretenida"

Hoy me he llevado una grata sorpresa al ver en un blog que conozco desde hace poco tiempo una alusión a mi blog: quiero decir que Carmen me ha reservado una sorpresa, y así lo ha avisado en un comentario a la tercera parte de mi delirio sobre las abejas. Ha consistido ese regalo en escoger, de todos sus amigos de blogs, cinco direcciones entre las cuales está la mía. ¿Y para qué? Para hacer una pequeña lista (muy pequeña, coincido con ella) de lecturas que me hayan entretenido y así participar en el Premio Literatura Entretenida.

Sabemos que el entretenimiento es subjetivo y que mientras unos disfrutan con el Quijote otros prefieren leer a Federico Moccia, opciones ambas respetables aunque yo no comparta una de las dos. Pero dejemos a un lado el subjetivismo del entretenimiento y hablemos de la pequeña lista que he decidido enseñaros: me he ceñido a lecturas de este año, y como Carmen, no he podido evitar seleccionar, más que los únicamente entretenidos, aquellos que se han convertido en una parte de mí mismo (aunque lo cierto es que después de leer un libro, si nos ha gustado, intentamos incluirlo en nuestro carácter, y si no nos ha gustado, irremediablemente y para nuestra desgracia lo incluimos). Así pues, voy a enseñaros mi pequeña lista de lecturas de este año que han significado algo muy importante para mí:

Juegos de la edad tardía. He leído buenas novelas, algunas de las cuales se consideran obras cumbres de la literatura universal, pero creo que esta novela, por el carácter del protagonista (infantil aunque sea un oficinista gris de cuarenta y seis años), por el interés de la trama, por el dominio de la prosa y por otros muchos motivos (en mi caso, sentimentales hacia quien me la recomendó), merece una atención especial. Además, hace poco tuve el placer de conocer a Luis Landero y, desde entonces, el estremecimiento cada vez que me acerco a este libro es aún mayor.

Narciso y Goldmundo. Hermann Hesse es uno de mis escritores favoritos, un autor de cabecera de los de verdad. Que alguien consiga describir los dos pilares fundamentales de la personalidad del ser humano, es decir, los sentidos y el intelecto, el conocimiento artístico (visual, sensitivo, tangible) y el conocimiento intelectual, y que lo haga mediante dos personajes tan entrañables, es un logro que impide separarse de esta novela. La llevo en el corazón y la tendré muchas veces más entre las manos.

Bomarzo. Una maravillosa obra de Manuel Mujica Láinez sobre el renacimiento italiano. Fantástica en todos los sentidos. Digna de saborear con goce, sin tragar hasta pasado un buen rato de cada bocado. Tiene una prosa realmente admirable.

De ratones y hombres. Otro de mis autores de cabecera es el nobel John Steinbeck. Esta novela, corta pero intensa, tiene otros dos personajes que conviene recordar, sobre todo el de Lennie. Hay una película basada en esta obra, pero aunque está muy bien adaptada y el actor principal (y director) me gusta mucho, no la recomiendo. Me quedo mejor con su papel de Teniente Dan Taylor en la magnífica película de Tom Hanks.

El retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde y su maestría. Cómo en cada capítulo puede uno detenerse a releer párrafos y párrafos una y otra vez por la mera sensación de repetir la experiencia, eso es algo que ni el propio lord Henry podría explicarse.

Dicho esto, me queda seleccionar a cinco amigos para que colaboren con sus listas. Me gustaría nombrar a mucha gente a quien quiero mucho, pero voy a decantarme por mis compañeros de la Generación del Ocho porque éstos sí que son parte de mí. Y también voy a seleccionar dos amigos a quienes tengo un cariño especial.

Vero.

Espero que os haya gustado la lista. Y agradezco una vez más a Carmen su humanidad con alguien a quien conoce desde hace tan poco tiempo.


Jorge Andreu

domingo, 12 de diciembre de 2010

Crónica de una batalla en un campo de disfraces (y III)

TERCERA PARTE

La última abeja cayó víctima del zarpazo de un esquimal, que con su guante estampó al bicho contra el cristal. Cuando despegó la mano, una estrella de un color oscilante entre el amarillo y el negro se proyectaba en la ventana, a través de la cual entraba la tenue luz del atardecer, lo que dio a entender a los pasajeros —que iban de fiesta y de festejar ya no tenían ganas— que el tren alcanzaba su destino. Al punto una voz femenina anunció por megafonía la próxima parada, la plaza donde se iba a celebrar la consagración de los disfraces. El tren hizo un descenso paulatino de velocidad y se detuvo cuando ya nadie lo esperaba. Los pasajeros se levantaron a un ritmo lento, dificultoso.

Las puertas se abrieron y a través de ellas salieron, sin la efusión anterior, aquellos jóvenes de veinte años que tanto alboroto habían levantado en la estación de origen; y los cuarentones que habían sufrido sufrieran la inesperada acometida. Detrás de éstos, salió el grupo de siete jóvenes de dieciocho años recién cumplidos, uno de ellos menor de edad, formado por una Policía traviesa que ahora, lejos de ejercer su autoridad, reclamaba ayuda; un Preso ataviado con un mono de rayas blanquinegras y una bola de plástico, que exigía libertad; una joven de rostro infantil que canturreaba como la Sirenita de los dibujos animados, pero con un mensaje muy distinto; un Enfermo que gritaba de dolor a causa de la picadura sufrida y la tensión del viaje, y no por su pierna y su brazo; un cura médico al que llamaban doctor Santidad, que había iniciado la catástrofe al pronunciar un comentario de mal gusto y que profetizaba por momentos, arrepentido, los espasmos que le llegarían enseguida a causa de la experiencia; un Tigre lloroso y preocupado por su amigo; y la pequeña Ovejita, entomofóbica, que no había sufrido un solo rasguño de las abejas porque consiguió mantenerse erguido durante el trayecto sin balar más palabras que las pronunciadas al oído de su pareja —tengo miedo, mucho miedo.

Y como por naturaleza las abejas todas habían muerto después de su ataque, el único rescoldo que quedó en el interior de los vagones fue el de los ciento noventa componentes del terror que acució en el transcurso de un viaje la peor desgracia del ser humano: el egoísmo.

Al día siguiente, en los informativos, el periodista cometió dos errores: creer que los pasajeros habían permanecido unidos, y confiar a ciegas en que el número de abejas era tan reducido que salieron muchos ilesos; un error, éste último, que se suele cometer en muchas ocasiones cuando se relata un suceso tan trágico y extraño, y tan ajeno, por otra parte, al conductor de aquellos vagones, el cual declaró ante el micrófono su completa ignorancia sobre el problema y confirió así que en ningún momento llegaron hasta su cabina el tumulto y el paroxismo generados durante aquel corto viaje de veinte minutos.

¿Y si de repente una colmena de abejas entrase en nuestro automóvil mientras conducimos por la autopista? No formulen nunca esa pregunta, advirtió el periodista, y acto seguido, como si hubiese dictado el discurso del aspirante al próximo premio nobel de la idiotez, guiñó un ojo a la cámara y se cortó la emisión. Y a continuación, el deporte…

jueves, 9 de diciembre de 2010

Crónica de una batalla en un campo de disfraces (II)

SEGUNDA PARTE

Durante muy poco tiempo se hizo un silencio atroz entre la muchedumbre, pero al cabo de un respirar fogoso y aterrador, tras escuchar el aleteo incesante, majestuoso de los insectos, cundió el pánico y empezaron los gritos, los empujones, los pisotones y los codazos, los quédate junto a mí, no te muevas, los quítate de en medio, déjame pasar, los socorro, que alguien detenga este tren y abra las puertas. No hubo siquiera oportunidad de dirigir una mirada al doctor Santidad y a su amigo el Enfermo, pues la multitud arrasaba con todo cuanto encontraba a su paso y trataba de huir de la picadura de aquellos bichos que parecían convertidos en helicópteros por su poder sobre el gentío.

Huelga decir, para aportar nuevos datos de certidumbre en esta cuestión que sólo sucedió una vez y nunca más se volvería a dar porque el pobre doctor Santidad ya no estaría para gastar aquella broma, que el número de abejas era poco reducido al de personas; es decir, para seguir con los cálculos matemáticos: a los doscientos aterrados viajeros les correspondían ciento noventa insectos, información ésta importante que se les escapó a los reporteros cuando al día siguiente comunicaron el desastre. El otro dato, también imprescindible, y diríamos que mucho más relevante, es la naturaleza biológica de estos seres, que sólo pican si se ven acorralados y que de inmediato, una vez clavado el aguijón, se desangran por el hueco que éste deja al quedarse introducido como el miedo en la piel de su víctima. De este segundo punto se percataron quienes intentaban zafarse de aquellas agujas, y así fue como con exactitud lo pensaron al luchar por ser tú y no yo quien sufra el picotazo negro de la abeja, por ser tú el que lo merece y no yo, por haber gastado la broma, y tú por haberte reído, y yo por tener miedo a los bichos. Estos tres efímeros lamentos se entrecruzaban de boca en boca, en orden inverso, entre la Ovejita, el Médico y el Enfermo, y este pensamiento oscilaba también de algún modo por las mentes dementes del resto, que sin piedad se agachaba y refugiaba en un rincón para librarse de las picaduras.

Antes de actuar las abejas, el corral ya se había desbarajustado. Los dos únicos animales que permanecían juntos, además de los causantes del bullicio prematuro, eran el Tigre y su Ovejita acompañante, uno de los cuales balaba, la otra rugía y ambos sollozaban bajo sus disfraces, abrazados para evitar que los empujones los separasen. La Sirenita entonaba un mi bemol, sostenido por el temblor torrencial de su miedo, al otro lado del cuadrilátero que ocupaban los animales abrazados, junto al resto de la multitud. El Enfermo gritaba de dolor por sus pies pisoteados y a causa del terror de ver a los minúsculos puntos negros volando hacia su cara, y no podía compartir su angustia con el doctor Santidad, pues éste se encontraba a pocos metros en el pasillo de los asientos y bajo aquellas sillas intentaba cobijarse. El preso, que llevaba callado desde que su amada Policía traviesa lo recogiera de su celda, había empezado a exigir su libertad, pero ambos estaban también separados cuando empezó lo peor.

Hartas de mantenerse a flote, ansiosas de posarse en suelo blando, las obreras descendieron de las alturas y provocaron así un crecimiento en la congoja colectiva y en el griterío imperante. Porque gran cantidad de manos intentaron en vano apartar la trayectoria de los artrópodos, la respuesta fue dirigirse hacia aquellos ataques proyectados contra algunos de los miembros del ejército en orden de batalla. Con esto se estremeció el público y los problemas dieron comienzo.

Los individuos agachados pasaron a un nivel inferior: se sentaron en el suelo y ocuparon el tren sin dejar que los últimos que quedaban de pie pudieran librarse de los picotazos; sin saber que si el agua cae no pasa del suelo, pero sí lo acaricia. Así que entre el gentío descendente y los disfraces más amplios se silenciaron los vuelos de algunas abejas, las primeras que dieron su vida por defender su territorio. Los aullidos de quienes sufrieron las picaduras, en su mayoría hombres vestidos de capa y espada, de monjes o de algún tipo de monstruo fantástico con capucha y hueco libre entre su disfraz y el cuerpo, fueron mayores al griterío general, y fue tal el estrépito de este fortissimo súbito y en sforzando, que los otros ojos se tornaron hacia su origen y en el lugar de los hechos localizaron a varios jóvenes veinteañeros, de esos que sacan a relucir su pecho y su voz varonil cuando una dama pasa por su lado, que se mordían la lengua y emitían graves blasfemias que, hasta en honor de los himenópteros, el doctor Santidad no conseguiría nunca aceptar.

De la túnica marrón de un monje con barba perfilada, con las mejillas y los ojos enrojecidos y el cuello tallado por prominentes venas, salió un punto negro del que colgaba una minúscula línea amarillenta, y se posó en la barra que ocupara minutos antes la mano de un viajero. Allí permaneció boca abajo hasta que expiró su último suspiro; entonces se dejó caer, seguida por el hilo de hemolinfa, hasta el suelo. El estupor recorrió los cuerpos expectantes que habían guardado silencio para luego volver con rapidez a llenar los vagones con sus chirridos humanos. Por entonces, muchas abejas habían caído por defenderse del mundo que las rodeaba, y con ellas muchos de los bizarros veinteañeros habían dejado de serlo para convertirse en llorosos animales, mordidos y cándidos, que se relamían la herida. Estarían demasiado ocupados durante todo el viaje con sus dolores como para pensar un contraataque.

Las abejas bajaron al nivel que los demás ocupaban de pie, y a causa del reflejo de la muchedumbre de intentar esquivarlas, se organizó un segundo asalto. Esta vez fue el turno de las policías sensuales, las gatitas presumidas y las amantes de ocasión con sus piernas al aire, el ombligo y la espalda a la vista y sus cuerpos cubiertos apenas por una tela que rodeaba su cintura y otra, rematada en un nudo a la altura de la espalda, que tapaba la mitad superior de su tronco. Las enemigas bajaron hasta lo más íntimo con una gallardía y una táctica impropias de un ejército preparado para guerrear con ametralladoras, y el resto de la gente supo que habían cumplido su misión cuando vieron dos efectos que declararon tal mensaje: el primero, todos los puntos seguidos por el amarillo casi invisible, y el segundo, el nuevo ataque de voz desgañitado en la garganta de las jovenzuelas atractivas y explosivas que terminaron de explotar en llantos de dolor. El segundo combate, pues, había concluido.

Tengo miedo, balaba la Ovejita a su amiga disfrazada de Tigre, tengo mucho miedo, no quiero que me piquen, lloraba también el jovencito. El Tigre rugía e intentaba cubrir a su pareja, no te preocupes, cariño, yo estoy contigo, le susurraba al oído mientras con sus zarpas de terciopelo apartaba cada punto negro que se aproximaba. Todo iba muy bien hasta que una de las abejas pensó la jugada antes de acercarse por la espalda y sumergirse entre las ropas del Tigre. La apifobia de la Ovejita se incrementó al ver de cerca cómo la minúscula mancha negra se colaba por el hueco de la capucha, que simulaba la cabeza del Tigre y rodeaba, terminada en la frente, la cara de su amiga. Los ojos se le pusieron redondos como huevos y su garganta no le permitía pronunciar ninguna palabra que fuera a servir de ayuda, así que enseguida apreció el cambio de expresión en el rostro del Tigre y su derrumbamiento doloroso en el suelo del tren, mientras la abeja volvía a escapar agonizante por el diminuto hueco de la vestidura. Junto al Tigre cayeron más animales del tamaño de una persona: una vaca, un toro, un leopardo, otro tigre, un pollo y una conejita de playboy.

El doctor Santidad y el Enfermo se llegaron a encontrar en el pasillo de los asientos, pero tampoco lograron hablarse antes de experimentar el mismo dolor que hacía estremecerse a los de su alrededor. El ejército himenóptero había enviado su ala derecha hacia los cuellos de quienes ocupaban las sillas. Al caer fulminados por el pinchazo, escucharon a alguien que murmuraba encogido bajo una silla: que termine ya, por favor, que piquen las que faltan y se acabe ya esta masacre; a lo que el Enfermo respondió que esa forma de pensar en la vida no lo lleva a ningún sitio, caballero, y pronto también usted habrá sido aguijoneado por estos bichos, sin saber en ningún momento quién sería el afortunado que formara parte del grupo de diez personas sin sufrir un ataque.

Sonó como un silbato en el otro extremo del tren y una porra empezó a golpear los puntos negros, mientras a su lado el Preso, unido ya a su amada Policía traviesa, lanzaba la bola contra los insectos, aunque su arma volvía al punto de origen en cuanto la cadena se tensaba. No tardó mucho en desistir cuando se agachó y acurrucó en un rincón al lado de la puerta, como si esperase que se abriera de un momento a otro, y empujó a su chica contra las abejas. Quizá su intención fuera que su pareja se llevara dos picaduras en lugar de una. No obstante, su plan no se cumplió tan a rajatabla, pues la Policía traviesa ejerció su autoridad durante poco tiempo más, hasta que no sólo dos abejas, sino varias más, seis o siete, nadie las contaría hasta una vez terminada la hecatombe, hincaron sin piedad sus aguijones en las piernas, brazos y costado derecho de la pobre muchacha.

Pocos artrópodos quedaban ya con vida a aquellas alturas del viaje: en el suelo se dibujaba una mancha que parecía prolongarse por los vagones, un conjunto de insectos muertos, con una mezcla de la sangre amarillenta y el oscuro de sus cuerpos, y las casi veinte abejas que aún mantenían su vuelo majestuoso sobre las cabezas alocadas, aún no se dejaban caer contra los pocos ilesos.

El combate final estaba a punto de empezar. Parecía como en los momentos más emocionantes de una película de acción, cuando el protagonista va a salvar a la chica guapa y parece transcurrir una eternidad en un solo salto del héroe. Como si la vida se hubiera parado de momento, la Ovejita miró a ambos lados: a su izquierda la gente tropezaba con los que estaban sentados, y algunas abejas bullían por el techo, se posaban en los cristales o daban vueltas por una atmósfera de angustia; a su derecha casi todo era igual, pero en el marco las abejas ganaban en cantidad y aunque había gente sentada en el suelo quejándose de las picaduras, era mayor el conjunto de abejas que merodeaban por el techo. El adolescente que era la Ovejita permaneció quieto mientras veía agitarse en un lado los insectos y en el otro los animales heridos; bajo sus pies descansaba una inmensa turba de abejas muertas; con todo, fue capaz de apreciar, erguido hasta el final, que a su alrededor quien se movía, caía al instante fulminado. Se dio cuenta también de que a él no se le había acercado aún ninguna abeja desde que hirieron a su amiga, porque su propio miedo lo mantenía paralizado, con los ojos entrecerrados y la tensión acumulada en el pecho, soportando el calor que acechaba dentro del disfraz y que amenazaba con desatar sus nervios.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Crónica de una batalla en un campo de disfraces (I)

[Voy a aprovechar la escasez de tiempo disponible en estos días para enseñaros algo que escribí hace ya más de un año (abril de 2009). Se trata de un relato un tanto extraño que se me ocurrió mientras leía a Saramago y luchaba contra una abeja, animal que considero endiabladamente terrorífico desde que casi por tradición recibo como mínimo una picadura cada verano. Me asustan las abejas, sí, y en este texto llevé al extremo mi temor. Lo pasé muy mal al escribirlo porque me imaginaba en la misma situación, pero también me divirtió mucho comparar un panal de abejas con un ejército. Por eso, porque tan sólo fue un acto de diversión como otro cualquiera (Virginia Woolf le escribió a un caracol que había pegado a la pared y Patricia Highsmith a unos pájaros), me gustaría que así lo consideréis.

He dividido en tres partes el relato, porque publicarlo en una sola entrada supone un buen rato de lectura que queda fuera de lugar, creo, en estos soportes. Así que he dividido en presentación, nudo y desenlace el texto, de lo que se deduce que la parte central será la más larga. Sin más, os dejo con el texto.]


PRIMERA PARTE

Como cada año, el carnaval provocó en las personas una alegre euforia que no experimentaban ante cualquier otro acontecimiento anual importante. En el andén número tres esperaban, ansiosos, entre chistes y risas, fotos y flashes, disfrazados de mendigo, de momia, de policía, de preso, de prostituta, de tigre y tigresa, de gato y gata, de demonio, de cordero, de ángel, aquellos jóvenes que pensaban caminar despiertos durante toda la noche de un lado a otro de la ciudad, llenar las calles siempre desiertas, beber de sus botellas baratas de supermercado, bailar con una radio portátil a todo volumen y orinar en cada esquina cuando las necesidades lo exigieran. El tren de las ocho y media aún no había llegado, y el reloj de nuestro amigo ya reprochaba la demora. Toda la estación temblaba de impaciencia y reclamos, los disfrazados comenzaban a sentir cierta incomodidad con sus colas, túnicas y pelucas.

El más joven de un pequeño grupo, que iba por primera vez a un lugar tan deseado por todos, esperaba en silencio que el foco del tren se dejara ver al fondo de la vía, y sus amigos, mayores de edad todos, que harían lo imposible en su favor para burlar la seguridad de los porteros de las discotecas, trataban, también callados, de no perder la paciencia, aunque a veces uno de ellos, el más risueño y bromista, dejaba escapar breves palabras que se quedaban en sólo eso. La Ovejita no balaba, el Tigre que permanecía a su lado no rugía, el doctor Santidad, con sus pelos rizados e izados por el empuje de una buena dosis de laca, el cual se hacía pasar por un cura médico, no profetizaba la dosis de paciencia que los demás tendrían que tomar; el Enfermo, por su parte, no gritaba dolorido por las fracturas de su muñeca y su rodilla, no cantaba el dulce timbre de la Sirenita y había un Preso que, en compañía de una Policía traviesa, no exigía libertad.

Junto a este reducido grupo de jóvenes que respetaban su turno y habían comprado sus billetes, una extensa multitud de veinteañeros aguardaba la llegada del tren, dispuestos a saltar a su interior en cuanto se abriesen las puertas, sin dejar de ningún modo títere con cabeza en caso de que alguien se quisiera interponer en su camino. Completaban el andén un pequeño grupo de seis personas cuya edad debía de rondar los cuarenta años y que vestían trajes de gala los tres hombres y vestidos elegantes con pamela las tres mujeres, en honor, por supuesto, a los atuendos clásicos de años remotos en que oscilaban los cañones y las ametralladoras por las calles pueblerinas.

Para hacer un recuento, podríamos sumar el total de estas personas que esperan la felicidad dando voces, y quizá sea posible obtener como resultado un número redondo: cien individuos, por no sobrepasar el límite de aforo máximo de la estación, más los viajeros que ya montados en la anterior parada ocupan los asientos y las plazas libres para pasajeros de pie. El tren estará provisto de vagones añadidos; tanto espacio se requiere para esta noche, que el ayuntamiento ha preparado dos medios de transporte unidos entre sí y que conforman seis vagones en lugar de tres, pero no serán suficientes para este centenar de transeúntes aglomerados ante a las puertas a punto de abrirse. En efecto, en un instante se ilumina el interruptor redondo y verde y, tras pulsarlo el primero de la fila, se prepara el suelo artificial que aparece bajo las puertas y éstas descubren, al abrirse, a otro centenar de personas que ya viajan en el interior del vagón. Las puertas recién abiertas dejan ver un espacio ocupado por multitud de personas que se estrujan entre sí para que alguien más pueda acceder al interior, y así hacen todos a fin de dejar la estación vacía y llenos los vagones hasta reventar. No obstante, el espacio libre desde las cabezas hasta el techo, no más de un metro, se completará en unos instantes, cuando los últimos viajeros se apresuren a entrar.

Desde muy lejos, con vista de águila, podía verse la parte deshabitada de la estación y allí el tren a punto de reanudar la marcha. Pero todavía quedaba alguien más por subir. El conjunto de vigilantes vio crecer su objetivo a medida que se acercaban con velocidad; y al fondo divisaron una puerta aún abierta.

El doctor Santidad, siempre tan apuesto y puesto a gastar cualquier broma, tuvo la genial idea de que si de pronto entrase una avispa en el tren y revolotease por nuestras cabezas, no seríamos capaces de mantener la calma, imagínate, chico, el bicho volando por todo el tren y la gente asustada corriendo de un lado para otro. Qué miedo, baló la Ovejita, que padecía entomofobia, y su compañera vestida de Tigre le acarició los rizos blancos de lana. Nadie miró al médico, quizá porque nadie se tomó en serio aquel comentario; el único en añadir algo, además del más joven, fue el Enfermo, de cuya boca escapó una risa nerviosa.

El ejército siseante acudió a la llamada del doctor Santidad. Antes de que se cerraran las puertas, una inmensa multitud de abejas arrasaron contra la entrada y llenaron el hueco libre del techo, y acompañaron su intromisión con el silbido de sus alas, transportadoras y agitadas a gran velocidad, sin otra intención que la de explorar la zona. En ese mismo momento sonó la sirena que informa de la salida del tren y las puertas terminaron de cerrarse. Pareció transcurrir un solo segundo desde que el techo estuviera vacío hasta que se llenó de negrura, y sin embargo la visión de cómo las puertas se cerraban no fue tan de golpe como había de serlo, sino que las doscientas personas que contemplaron la clausura tuvieron la sensación escalofriante de que toda una vida corría ante sus ojos mientras quedaban encerrados.