miércoles, 30 de mayo de 2012

lunes, 28 de mayo de 2012

Nieves Vázquez Recio - La velocidad literaria

Nieves Vázquez Recio (Cádiz, 1965), doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Cádiz y Master of Arts por la Universidad de Villanova (EEUU), compagina su labor docente en Cádiz con la escritura y, hasta la fecha, ha publicado los libros de relatos El día de la ballena (2006) y El cielo asusta (2009), y la novela Experimentos sobre el vacío, finalista de los premios Carolina Coronado y Jaén de Novela (2010).

Concebido como homenaje a la literatura, La velocidad literaria es un libro de relatos y «no-ensayos», una rara avis de las letras a la manera de las colecciones de cuentos de Borges, pues ningún lector medianamente cultivado dudará de que «Walter Benjamin y la entomología» es tan relato como «Pierre Menard, autor del Quijote» del escritor argentino. Los cuentos se articulan en torno a la figura del profesor Alexander Evgénievich Vinográdov, al que una serie de escritores dedican un texto con una temática fundamental, la literatura, y con ésta, la delimitación —o falta de delimitación— de la realidad y la ficción.

Encontraremos cuentos con una narración lineal en las primeras intervenciones, luego se aportará el grano de arena de lo misterioso, a continuación un personaje reflexionará sobre la tradición y otro trazará los puntos clave para un texto sobre Walter Benjamin, y pasaremos por el monólogo interno de una oficinista a la espera del autobús para llegar a una metáfora sobre la lectura y la escritura. Como colofón, el profesor Alexander Evgénievich —el Mr. Tambourine de Experimentos sobre el vacío— dedicará unas palabras a la calidad de las obras literarias y a los ingredientes necesarios para que, a su juicio, un libro sea bueno o haya que tirarlo al cajón de las causas perdidas. 

Nieves Vázquez juega con el género hasta convertirlo en objeto de reflexión en el clímax de la obra. Si bien los relatos pueden leerse como textos independientes, funcionan mejor cuando hacemos una lectura de principio a fin. No creo —y es una opinión personal— que sea azarosa la disposición de los cuentos, puesto que los más ensayísticos ocupan el lugar central, rematado por un monólogo interno al estilo del último capítulo del Ulises. Y digo que no creo que este orden sea azaroso porque el proceso de escritura es algo parecido a la estructura general de este libro: desde el propósito inicial de escritura hasta que, terminada la obra, reflexionamos sobre lo escrito, pasamos por una especie de trance que nos lleva a lo más abstracto —en este caso, el ensayo sobre el peso de la tradición y las notas para un relato sobre Walter Benjamin, que desembocan en una caótica lectura de la novela de James Joyce por parte de unos oficinistas— para al fin regresar al sosiego literario de elaborar una metáfora de la historia —como ese delicioso «Comienzo» donde una niña descubre en el papel un lugar donde todo es posible—. Luego basta echar la vista atrás para observar de lejos el resultado.

Y el resultado de este libro, por cierto, es una bomba de relojería, porque cada fragmento tiene un valor explosivo, no por casualidad ganó el XXI Premio Tiflos de Cuento (2011), un reconocimiento para una gran escritora de la que espero, y no dudo que tendrá, una rica carrera literaria.

sábado, 26 de mayo de 2012

XXXVIII Certamen Literario María Agustina


Aquí tenéis el video de la entrevista que me hizo el equipo de Tele Puerto Real el pasado 16 de mayo y que incluyeron en el informativo del viernes 18. 

Una aclaración: aunque en el video se dice que el poema finalista del Liceo Poético de Benidorm es el que leo ante las cámaras, se trata de "Tal vez no sea lo mismo", que podéis leer en este blog y que no tiene nada que ver con el soneto que ha quedado finalista del Premio Miguel Gutiérrez García. Con todo, agradezco el interés de la televisión puertorrealeña por haberme entrevistado.


Jorge Andreu

domingo, 20 de mayo de 2012

Ramón J. Sender - Imán

Acabo de terminar de leer esta novela y no puedo dejar de compartirlo con vosotros. Este volumen de trescientas páginas se hace corto y largo al mismo tiempo: el placer de su lectura es equiparable al sufrimiento de las vivencias a las que se ve expuesto su protagonista. Sin embargo, es un libro estremecedor.

Publicada en 1930, la primera novela de Ramón J. Sender es un mensaje antibelicista sobre la guerra colonial de Marruecos. Su protagonista, el que da título a la obra, se llama Viance aunque todos lo conocen como Imán porque desde su niñez atrae las desgracias, y así sucede en efecto con su batallón. Desgracia tras desgracia, el soldado apático en que se ha convertido Viance tiene que asistir a las peores atrocidades del ser humano, pasar por alto la muerte de sus compañeros, pensar en su supervivencia antes que en salvar a los demás y no dejarse llevar por sentimentalismos: se trata de un miembro de la comunidad militar, en suma. La postura claramente antibelicista de Sender, su maestría en la narración, la claridad de su prosa, la descripción del ambiente del ejército y, sobre todo, el análisis del comportamiento de cada personaje sin imprimir su sesgo expresamente en el cuerpo de la obra, ha supuesto la consideración de Imán como una de las mejores novelas escritas en español en el siglo XX.

La sensación que me ha invadido durante la lectura es una absoluta tristeza, demoledora, no sólo por lo que se cuenta, sino por lo que no se cuenta. Resulta escalofriante pensar en lo que puede llegar a hacer el ser humano por lograr su supervivencia, por eso cada página tiene un valor tan profundo. Pero aunque resulte desoladora la historia que guarda este libro, es una experiencia que recomiendo a todos los lectores, porque estamos, sin duda, ante una joya de las que ya no se escriben. Además, es un buen medio para quien no se haya iniciado en la obra de Sender, ya que, como sostiene Marcelino C. Peñuelas, en esta primera novela que no lo parece, el autor esboza los rasgos del estilo con el que escribirá el resto de su narrativa. 

Para mí, que ya he leído otros libros de Sender y no me había convencido demasiado, ha sido todo un descubrimiento. Creo que a partir de ahora pocas narraciones sobre guerras me harán temblar tanto como en estas dos semanas. Os deseo la misma experiencia.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Parque Genovés, 12.37


A la Generación del Ocho


—Papito, ¿vamos a los columpios?

—Enseguida, cariño.

—Porfa, ya, ya, termina la cereza y vamos a los columpios.

—Está bien, ya voy, ya voy —apuré la cerveza de un sorbo y, sin prestar atención a las miradas de un señor embrutecido que estaba sentado dos mesas más allá, cogí el abrigo de Samuel y pagué las bebidas: una caña y un batido de vainilla.

Nos adentramos por los arbustos, cruzamos los caminos que rodeaban aquella fuente, y a través de las aguas que corrían desde el principio de la cascada entreví varias figuras de jóvenes. 

—Papito, ¿entramos a la cueva?

—Pero ¿no querías ir a los columpios? —pregunté, porque no quería que mi hijo viese el espectáculo que estaba a punto de presenciar. Sin embargo, la insistencia de un hijo, y aun su indecisión, llevan a cualquier padre a obedecerlo, así que seguí sus pasos hacia dentro de la cueva.

La rama de una palmera me azotó en la cara antes de entrar por la gruta y dificultó que mis ojos se adaptaran a la oscuridad. Mentira: estaba oscuro y veníamos de mirar el sol, la palmera no tuvo la culpa de nada. Yo y mis manías de echarle la culpa siempre a alguien…

Samuel iba dos o tres pasos adelantado, así que me apresuré. Llegaba a lo más profundo de la cueva cuando me tropecé con una joven vestida de negro, con un libro en la mano, que salía de vuelta a la facultad, enfadada porque alguien no la había dejado leer tranquila. Esto lo sé porque corría muy deprisa y quise preguntarle si le ocurría algo. Tratar de simpatizar con todo el mundo: más manías. El caso es que supe que llevaba un rato junto a un orificio por el que penetraba la luz del sol y un grupo de jóvenes hizo, con sus ruidos y parranda, que saliera despedida como alma que lleva el diablo. Y puesto que no estaba dispuesto a que esa fiesta, que ya llegaba a mis oídos, molestara a mi hijo, grité: «¡Samuel, ven aquí!», y corrí tras él.

Una chica sentada al lado de un joven barbudo que bebía un trago de cerveza desde la boquilla de una botella de litro, y otro que apuntaba con un teléfono móvil —supongo que de esos que no entiendo cómo pueden grabar vídeo— a un tercero que tocaba la guitarra y canturreaba una canción en español con acento de inglés, mientras penetraba la luz solar por el orificio a mi derecha, al fondo resonaba la cascada y ante mí las carreras de Samuel, eso fue lo que encontré allí dentro. Y no parecieron intimidados por mi presencia; más aún: continuaron con su cante y sus risas, con sus sorbos a la botella que se pasaban de uno a otro, con el espíritu juvenil que yo deseé cuando mis padres me ingresaron por obligación en un colegio de curas. El chico de la melena, que canturreaba como un guiri, me causó la impresión de la libertad que representa una guitarra y un litro de cerveza al aire libre; el de la cámara me inspiraba algo bueno al inmortalizar aquel momento; el de la barba me miraba con un gesto extraño, como de desconfianza, como si yo me fuese a encargar de llamar a la policía o de llamarles la atención; y la muchacha, ¡ay, la muchacha!, tenía cara de niña y unos ojos tristes que me hicieron recordar la inocencia de Samuel, que aún correteaba a mi alrededor y no cesaba de llamarme —¡papá!, ¡papá!— y tiraba de mi mano izquierda para que lo atendiera.

—¿Qué, qué pasa, Samuel? —dije como si me hubiese enfadado, y noté que su expresión cambiaba. De inmediato me sentí culpable y me corregí—: Cariño, no hace falta que me llames tantas veces, ¿qué te pasa?

—Mira qué bonita la cáscara.

Mi hijo tiene cuatro años. Tras mirar la cascada le dije que nos fuésemos a los columpios, porque allí no hacíamos nada y no dejábamos divertirse a los jóvenes. Despídete de ellos, concluí, y la pandilla me dirigió una mirada de respeto, después de la desconfianza generada entre las cejas del barbudo. Yo cogí a Samuel de la mano y juntos salimos de la cueva; le expliqué que no debía acercarse a gente como aquellos jóvenes, que se ponen a cantar en medio de un parque y beben alcohol a media mañana. Samuel aceptó mi explicación, pero no creo que estuviese de acuerdo.

Malas influencias las que ejercieron aquellos jóvenes sobre mí para hacer que me llevase de la cueva a mi hijo. Malas influencias y, sin embargo, buenas impresiones. Porque, pese a la botella de cerveza y la juerga que los acompañaba, la unión que contemplé entre aquellos tres chicos y la muchacha, y aun otro más que llegó más tarde pero al que no conseguí ver sino que sólo escuché su voz, no he vuelto a verla en todos los días de mi vida. Quizá esa unión, el alma de fiesta y la felicidad que capté detrás de los acordes de una guitarra y una canción sobre un camionero; quizá ese gancho que los engatusaba; quizá esa cuerda que compartían atada al cuello; quizá eso sea la vida: sentarse bajo un techo, libre, a cantar, beber, charlar y escribir, eso que tanto intenté en mi juventud y que nunca conseguí: porque mis amigos todos se fueron. 

«Porque no queda ni una sola
rosa plantada por nosotros».

Volví a casa y mi mujer me reprochó mi tardanza, y aunque le dije que me había entretenido viendo cómo unos jóvenes se divertían, ella no me hizo caso y me ordenó preparar la mesa. Y yo sin dejar de pensar en aquella generación…


domingo, 6 de mayo de 2012

Luis García Montero - Un invierno propio

Esta mañana, cuando la lluvia baña los bancos y la ciudad se muestra difusa al otro lado de los cristales, me acuerdo del invierno ya pasado y del último poemario de Luis García Montero: Un invierno propio, publicado en la colección Palabra de Honor de Visor en 2011. Echo mano de algunas anotaciones que hice durante la lectura, algunos versos sueltos que disparan la imaginación como si los leyese por primera vez: «Cuando cierro los ojos soy dueño de un desnudo» (en «Los secretos saben la verdad, toda la verdad, pero algo más que la verdad»); «agradezco a la vida / la ocasión que me ha dado de mirarte» (en «Hay hombres que parecen un paisaje»); «Largas noches de amor / para beber la lluvia de los amaneceres / que dibujan un círculo con dos cuerpos en medio» (en «La memoria se rompe como un mástil»); o «ningún silencio reina / sin temer el momento de romperse» (en «Las revoluciones son un asunto propio»). Ahora que sólo las gotas del cielo rompen el silencio de la habitación, quiero hablaros de este libro. 

Meléndez Valdés escribió que «el invierno es el tiempo de la meditación», y aunque no sea éste el libro que Luis García Montero encabeza con esa cita, creo que aun así la toma como punto de partida. Porque Un invierno propio es el testimonio de alguien que se sienta, resguardado del frío, a reflexionar, a darle vueltas a las palabras, a cumplir con el oficio del poeta: pensar que la poesía es el momento en que las palabras pasan de las palabras a los hechos, como declaró él mismo en una entrevista. 

En las entrañas de este libro encontraremos unos cuantos versos de los que hacen mella, y por supuesto, algunos poemas de los que ya no nos abandonan, con títulos que alcanzan la categoría de proverbios. Sin embargo, en mi caso han sido más los versos de acero que los poemas de oro: me ha dolido comprobar que algunos textos no estaban a la altura de Habitaciones separadas (para mi gusto, su mejor libro). Pero como no se puede comparar, porque cada obra tiene su valor, que es mucho, hay que decir que siempre es un placer escuchar su voz impresa: eso es, en fin, la poesía de Luis García Montero. 

Animo, pues, a la lectura a quien aún no se haya asomado, ya que la mayor parte del libro —aunque sólo sea por el verso más acertado o por el título proverbial— no lo dejará insatisfecho. Doy fe de ello.