sábado, 31 de diciembre de 2011

Despedida del 2011

Aquí estamos. Otra vez, por fortuna. Oigo llover sobre el escritorio, pero el de hoy ha sido un día soleado. Quizá sólo sea mi imaginación, que emite esos zumbidos para hacerme sentir su compañía. Marcel no ha venido esta tarde, y ya empieza a anochecer, así que no creo que llegue a tiempo para las uvas. Andará perdido entre mis libros: he reordenado la estantería, he apartado ejemplares que ocupaban mucho espacio en la mesa, y acaso se encuentre bajo el peso de los volúmenes de Proust o de Saramago, quizá le acaricie la espalda a escondidas a la chica de la última novela de Marsé —esa que me trajo como premio un Ipad que apenas he utilizado—, o es posible que merodee por ahí detrás, por encima del piano, entre los tomos de los clásicos grecolatinos. Viaja siempre a su antojo y saborea cada rincón: creo que por eso nos hicimos uña y carne.

Como estoy entre mi corazón y mis asuntos y oigo llover como quien piensa en el porvenir, voy a hacer memoria de los acontecimientos de este año. 2011, un año diferente. No me cabe la menor duda. Esperad que ordene las palabras. Esto aquí, esto por allá. ¡Ahora!:

He dormido muchas noches como un niño y otras tantas he sufrido de insomnio. He mudado de brazos, me acogieron unos labios cuando el desamparo era mi apellido. He escrito pocas canciones, pero alguna. He sido víctima del frío de Viena y del encanto de Grecia. He tocado el piano para que mi sobrino sonriese de hermosura. He firmado un papel para ser reconocido como grado profesional de música y me han dado una placa conmemorativa. He escuchado a Rachmaninov hasta romperme el pecho, retornando tantas veces al noveno minuto de su tercer concierto para piano (¡ay, Vladimir, cómo me rascas los ojos después de tanto tiempo!). He conocido a escritores, he compartido mesa con un acordeonista y he tomado café con un premio nacional de composición. He luchado contra la vacuidad hasta poner la última palabra de un poemario que me ha costado más de un disgusto y que ahora merodea de buzón en buzón por Madrid. He leído mucho, en buenos libros. He vuelto a llorar, como tantas veces, y muchas otras he amado. He reído. He tomado güisqui. He visto mucho cine. He abrazado. He respirado muchos aromas que añoraba. He seguido, por fin, con vida. Y aquí estoy, entre dos velas, un vaso medio vacío, un cuaderno de notas y algunos libros sin leer, para seguir con vida un año más, que no es poco. Se me erizan los pelos del alma de esperar que llegue ese corazón de azúcar que tiene mi mismo nombre y unos ojos del color de la gloria. Y mientras tanto, oigo llover, aunque sea lluvia falsa.

Quisiera hacer algunos propósito para el 2012, pero muchos son personales, los de todos los años. Otros, intelectuales, comprenden nuevos retos. He inscrito mi nombre en el desafío de 25 españoles, pero también he hecho otros desde la soledad de la meditación. Os cuento algunos: voy a leer, cada mes, una novela o colección de cuentos, un poemario, una obra de teatro y un ensayo. Para el ensayo alternaré música y otros temas —filosofía, literatura, cine, artes plásticas—. Por cierto que leeré más cosas al cabo del mes, Naturaleza obliga, pero esos cuatro pilares no podrán faltar. Trataré de ver una media de dos a tres películas a la semana, de diferentes géneros y épocas —alejarme un poco del cine clásico para prestar atención, de vez en vez, a las mejores películas de la actualidad—. Escucharé —y me documentaré— obras de músicos a las que aún no me he asomado, y ahora con disciplina y partitura en mano. En definitiva, abriré un poco más el abanico de posibilidades en busca del placer del conocimiento.

En lo tocante a lo personal, es lo de siempre: cuidar de mi gente y gozar de la vida. A eso he venido al mundo. Coger el tiempo con las manos y esparcirlo, minuto a minuto, entre mis seres queridos, para que al cabo de un año no me arrepienta de haberme encerrado en mí mismo. Es más dulce la lectura si se alterna con el cariño, como resulta más tenue el dolor si se afronta con una sonrisa.

Para terminar, no me queda más que agradecer la presencia a todos los que estáis ahí, a los que habéis aguantado la parrafada y seguís con ganas de hablar, a todos los que abren de vez en cuando esta página insignificante del gran libro de internet: a todos mis amigos, en suma. Os quiero. A los que me escriben y a los que me comentan por la calle. A los que aceptan mis intervenciones en un espacio tan reducido. Os quiero. Algún día os traeré a la barra y correrá de mi cuenta una ronda de chupitos. Mientras tanto, brindo por vosotros. ¡Glup! Mucha salud y libertad.

Abrazos muy fuertes y mis mejores deseos para el 2012 que empezará en breve. Como diría mi admirado Krahe: «El fin del mundo ya está al caer, ¡y lo mismo nos da, y es un placer!». Un placer, como siempre, es contar con vosotros.

Desde el rincón de mi escritorio, y en nombre de mi amigo Marcel, que se acuerda, seguro, de vosotros.

Jorge Andreu

viernes, 30 de diciembre de 2011

Lecturas 2011

Otro año se acaba. Como el pasado y el anterior, quiero hacer una recopilación de los títulos que he leído en estos doce meses para compartirlos con vosotros. Espero que os interesen algunos de esos libros que desde entonces me acompañan.

Algunas aclaraciones antes de empezar. Los títulos de Luis Cernuda, que han sido varios seguidos, corresponden al primer volumen de sus obras completas, pero son libros independientes y como tal los he leído, además de la antología, donde, por supuesto, se incluyen los poemas más importantes de todos sus libros. Los títulos de Thomas Mann, excepto el Doktor Faustus, son novelas cortas y pertenecen a un volumen de sus obras completas, pero por el mismo motivo las he leído como libros independientes; cabe añadir, sobre este asunto, que esos títulos aparecen recogidos en el actual volumen de los cuentos completos editados en Edhasa Literaria (una joya, por cierto). La novela de Gonzalo Hidalgo Bayal no se repite por error: la he leído dos veces en dos semanas, ya que se puede leer en una tarde.

¿Cuál o cuáles han sido mis libros de este año? No querría seleccionar, porque autores como Georges Perec o Imre Kertész me han cautivado desde la primera página. Sin embargo, cuatro son los que de verdad me han cambiado la vida: Doktor Faustus, Los miserables, A la sombra de las muchachas en flor y Experimentos sobre el vacío. Aunque todos los de Thomas Mann me gustan y tampoco he podido vivir sin pensar en el primer tomo de mi querido Proust, estos cuatro títulos han sido los que me han hecho más compañía.

Por último, ante la lista de este año, quisiera hacer un recuento de lecturas: 27 novelas, 3 obras de teatro, 7 libros de poesía, 2 libros de relatos y un ensayo. Un total de 40 lecturas. El año pasado fueron 54, lo cual significa que este año he leído con más detenimiento. Fue uno de los objetivos personales que me propuse para este año y, aun lentamente, he alcanzado la cuarentena. Termino el año, pues, satisfecho con mis lecturas. Aquí os dejo la lista para ver si os satisface también a vosotros:

—Victor Hugo: Los miserables
—Duque de Rivas: Don Álvaro o la fuerza del sino
—Juan Bonilla: El belvedere
—Ramón del Valle-Inclán: Sonata de primavera
—Emilia Pardo Bazán: Insolación
—Luis Cernuda: Antología (Cátedra, edición y estudio de José María Capote Benot)
—Luis Cernuda: Perfil del aire (primeras poesías)
—Luis Cernuda: Un río, un amor
—Luis Cernuda: Los placeres prohibidos
—Luis Cernuda: Donde habite el olvido
—Lope de Vega: El caballero de Olmedo
—Tirso de Molina: El burlador de Sevilla y convidado de piedra
—Thomas Pavel: Representar la existencia. El pensamiento de la novela
—Sor Juana Inés de la Cruz: Antología poética
—Thomas Mann: Doktor Faustus
—María Dueñas: El tiempo entre costuras
—Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha I
— Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha II.
—Georges Perec: La vida, instrucciones de uso
—Gustave Flaubert: Madame Bovary
—Sylvia Plath: La campana de cristal
—Marcel Proust: En busca del tiempo perdido I. Por el camino de Swann.
—Thomas Mann: El cisne negro
—Thomas Mann: Tristán
—Thomas Mann: Mario y el mago
—Thomas Mann: Señor y perro
—Juan Marsé: Caligrafía de los sueños
—Joseph Roth: El busto del emperador
—Miguel de Cervantes: El coloquio de los perros
—Eduardo Mendicutti: Mae West y yo
—Marcel Proust: En busca del tiempo perdido II. A la sombra de las muchachas en flor
—Charles Baudelaire: La Fanfarlo
—Jorge Luis Borges: Ficciones
—Henri Troyat: La sonrisa de Eva
—José Manuel Benítez Ariza: Vacaciones de invierno
—Gonzalo Hidalgo Bayal: Campo de amapolas blancas
—Ramón del Valle-Inclán: Flor de santidad
—Imre Kertész: Sin destino
—Nieves Vázquez Recio: Experimentos sobre el vacío
—Gonzalo Hidalgo Bayal: Campo de amapolas blancas
—Charles Dickens: Canción de Navidad (también traducido como Cuento de Navidad)

martes, 27 de diciembre de 2011

Desafío 25 españoles en 2012

El 2012 va a ser un año lleno de desafíos para mí. He apuntado algunos desafíos personales y no había afrontado ninguno público. Este es el primero que hago público, y lo he conocido gracias a María (De todo un poco). Se trata de leer a 25 autores españoles o hispanoamericanos a lo largo del año y reseñar cada libro en este blog, añadiendo el título y el enlace en esta entrada, que servirá de página principal para el desafío.

Al final del año, quien haya cumplido el objetivo deberá enviar un email a Laky (Libros que hay que leer) y participaremos en el sorteo de un libro que aún está por determinar. Como lo más importante es el placer de conocer libros escritos en español que por un motivo u otro no hayan caído en mis manos, acepto el desafío y seguiré con ilusión los comentarios de mis compañeros de aventura.

La lista de títulos empieza en blanco y se rellenará poco a poco. ¿Lograré vencer este horror vacui?

2. Marcos Giralt Torrente: Tiempo de vida
3. Javier Marías: Los enamoramientos
4. Luis García Montero: Un invierno propio
5. Ramón J. Sender: Imán
6. Nieves Vázquez Recio: La velocidad literaria
7. Ignacio Martínez de Pisón: El día de mañana
8. Almudena Grandes: Inés y la alegría
9. Jorge Fernández Gonzalo: Una hoja de almendro
10. Javier Vela: Imaginario
11. Juan Marsé: Si te dicen que caí
12. Luis Landero: Caballeros de fortuna
13. Ricardo Piglia: Blanco nocturno
14. Ramiro Pinilla: Las ciegas hormigas
15. José Hierro: Cuaderno de Nueva York
16. Ramón J. Sender: Réquiem por un campesino español
17. Antonio Muñoz Molina: La noche de los tiempos
18. Nieves Vázquez Recio: Experimentos sobre el vacío
19. Juan Carlos Palma: Bancos de niebla
20. Ricardo Menéndez Salmón: Medusa
21. Vicente Blasco Ibáñez: Mare nostrum
22. Carmen Laforet: Nada
23. Lauro Olmo: La camisa
24. Eduardo Mendicutti: Mae West y yo
25. Juan Marsé: Caligrafía de los sueños

Espero que os animéis a participar. Me alegrará compartir nuevos gustos y opiniones.

Jorge Andreu

lunes, 26 de diciembre de 2011

Feliz Navidad 2011

Marcel ha mojado una madalena en chocolate y al probarla se ha acordado de muchas cosas. Suenan las Goldberg en manos de Glenn Gould mientras se agitan dos velas en la mesa. La casa huele a Navidad, pero su escritorio está lleno de Calistos y Melibeas, de programas de asignaturas y fotocopias encuadernadas en desorden. Se acuerda de que no ha felicitado las fiestas a sus amigos y siente angustia; piensa que se le pasará después de escribir algo. Por eso garabatea un villancico en la servilleta que acompañaba a las madalenas: sólo tiene el círculo oscuro de la taza, ni rastro de migas ni labios empañados. Nunca mancha los papeles si no es con tinta. Así que traza tres líneas, como un triángulo, se acuerda de Harriet y Gaspar Julius. Llena las sílabas hasta completar el esquema de la estrofa y se acuerda de su cervatica. Dejo aquí el villancico con el que mi amigo Marcel y yo os deseamos unas felices fiestas y mucho amor para el próximo año.

Que la cierva de tus sueños
te bese la frente fría.

Que se venga a tu costado,
musa del amor helado,
y duerma bajo tu manto.
Que te bese cada día.
Que la cierva de tus sueños
te bese la frente fría.

Que te arrugue las entrañas
con sus besos de hada
y se acurruque en tu cama.
Que te quiera hasta dormida.
Que la cierva de tus sueños
te bese la frente fría.

Marcel Camino


FELICES FIESTAS A TODOS



Jorge Andreu

martes, 6 de diciembre de 2011

José Manuel Benítez Ariza - Vacaciones de invierno

José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963) es el autor de la Trilogía de la Transición, una colección de tres novelas que desarrollan la educación sentimental en los años de la transición española. Vacaciones de invierno es la primera de esas tres entregas, publicada en Paréntesis en 2009, a la que siguen las novelas Vida nueva y la reciente Ronda de Madrid.

Un desgraciado y azaroso accidente de bicicleta es el punto de partida de esta novela de aprendizaje. Vacaciones de invierno nos cuenta el periodo que vive el protagonista, un niño de once años, desde el día en que ingresa en el hospital hasta que se entera de que le van a dar el alta. Esa experiencia, que dura unas semanas, son las que el médico llama vacaciones de invierno, porque todos los niños de esa edad, a esas alturas del curso, querrían quedarse en su casa unas semanas para dedicarse a jugar. Así pues, ese tiempo sirve al protagonista para vivir una serie de aventuras que si bien son pasajeras y muchas sin especial interés, forman parte de su crecimiento: el despertar sexual al fijarse en las piernas de la enfermera Lola, gracias a la conversación que tuvo con su primo; los insultos de dos niños enfermos en la sala de juego; la recreación espacial de los dos extremos del pasillo; sus labores de espionaje tras la puerta y la observación de sus padres, un matrimonio que no parece feliz. Estas vivencias llevan el hilo de la narración hasta el último día de hospitalización del niño, en que, a pesar de la vuelta a la normalidad, saldrá al mundo con un punto de vista diferente.

Lo más interesante de la novela es el cambio de mentalidad del niño, que treinta años más tarde recuerda esa hospitalización como un episodio importante de su infancia. El lector podrá compartir con el autor esas inquietudes pueriles, así como recordar otras actividades que paralelamente harían los compañeros del colegio. Una lectura agradable en su mayor parte, aunque con algunos momentos de pesadez.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Un divertimento

Estaba Marcel esta tarde sentado en un banco del conservatorio, con un libro de Elytis entre las manos y ensimismado en algunos versos, cuando resonaron los pasos de un rebaño de músicos de corta y tierna edad, confundidos con el griterío y los ecos del patio. Mi amigo abandonó la lectura y sacó su libreta para garabatear un divertimento que más tarde me ha confiado. Desde la sombra, con una sonrisa tímida, espera que os guste:

Pequeños músicos celebrando el final de una jornada

Está a mi lado el campo turbulento
de niños cantarines, contrabajo
vibrante de recuerdo y desparpajo
frotado por el arco de un momento;

igual que un aleteo, este tormento,
de moscas pululando por lo bajo,
en tiempos ya remotos me distrajo
y ahora se me antoja tan violento;

así es la sensación que reverbera
bajo estos arcos, tan sólo un segundo,
reflejo de una angustia pasajera:

¿quién iba a mí a decirme que el profundo
misterio de este cuadro sólo fuera
la síntesis existencial del mundo?

Jorge Andreu
28 de noviembre de 2011

sábado, 19 de noviembre de 2011

En las puertas de un museo

Esta mañana, cuando salía a las puertas del museo durante el descanso del concierto, me encontré a Marcel apoyado en las columnas y con la vista fija en el suelo mojado de la plaza. Me preguntó cómo fue la noche, porque algunos asuntos le impidieron asistir a la primera presentación de un libro de poemas en el que con humildad e ilusión he tenido la suerte de participar: Alborada, publicado por la asociación cultural La Media Luneta; y le he resumido cuál fue el procedimiento: las palabras de Juanma, la canción de Alfonso, la lectura de poemas y el cierre de Manuel Ballester con su formidable interpretación del Capricho árabe de Tárrega, y con un blues de Alfonso Baro, para luego dar paso a una gratificante sesión de dedicatorias. Marcel se alegró de mi fortuna. Luego le pregunté por el motivo de su visita, y me dijo que quería ver mi cara de emoción cuando la autora de Maktub II saliese a celebrar la interpretación de Cristina Montes. Y en efecto, a mi expresión le escribiría un poema mi buen amigo si de ello tuviese la oportunidad. Pero a su indignación también quiero escribirle yo algunas líneas por lo que aconteció en la entrada, donde dos personas charlaban de gramática.

Decían —y Marcel lo escuchó con interés primero y después con cierta desgana— que un idioma se convierte en tal cuando una gramática fija las normas, y que por eso el valenciano, el mallorquín y el catalán son la misma lengua, aunque presenten variantes que no contempla la gramática. Porque algunos dicen ferru donde el castellano antiguo dijera fierro. La cara de Marcel sí que era un poema. ¿Entonces los villancicos —me dijo con ese tono socarrón que tanto me divierte— se cantaban en un idioma inventado? O sea, ¿que hasta Nebrija no existía el castellano? Y el poema del Cid lo transcribió ese Per Abat en aquel año tan remoto en que Elio Antonio aún no había nacido. Literatura en extranjero, pues —se reía mi amigo—. Entretanto, el otro interlocutor argumentaba que el Tirante el Blanco, una novela de caballerías de la época de Cervantes, había sido escrito en catalán cuando aún no existía la gramática. Marcel se acordó del siglo que lo separaba del primer Quijote, y bromeó acerca de que si ahora publicaba su novela lo considerarían de la generación de Thomas Mann. En definitiva, la patada que le habían dado a la lengua y a la literatura en un momento desencajó la mandíbula de Marcel. Qué falta de piedad, decía con lástima.

Pero humanos somos todos, y todos nos equivocamos. Una señora se equivocó dentro del museo al poner el pie en un escalón. Desde fuera se oyó un golpe que interrumpió el debate. Y por suerte para la humanidad, los dos hombres corrieron a socorrer a la señora. Marcel pensó que la falta de piedad se había extinguido al ver cómo trataban de levantar a la pobre anciana, que dibujaba una de esas sonrisas entrañables para decir que se encontraba bien, que sólo había sido un traspié.

Cuando por fin me enfrenté a la lluvia, pensaba que Marcel no escribe relatos porque le gustan las narraciones largas, pero que en pocos minutos habían nacido suficientes ideas sobre las cuales podría componer uno de esos relatos extraños. ¡Ay, Marcel, cuántas veces aprendes que es mejor no escuchar las conversaciones ajenas!

viernes, 23 de septiembre de 2011

Puer-senex

Creo que aún no os he hablado de un lugar muy importante para mi amigo Marcel. Más allá de las murallas, donde el viento se pierde entre esquinas y estrechos callejones, hacia ese lugar al que ya no pueden adentrarse los vehículos, lejos de la avenida principal de la urbe, se encuentra su oficina, un espacio rojo y amarillento, con cierto aire de bohemia, en el que sirven cafés y ofrecen libros ajados para leer entre sorbos. Guarda también, en ese rincón de la ciudad, una plaza para los escritores, escritores de verdad, que presencian la actividad de los clientes desde las paredes, en respetuoso silencio y en un atractivo blanco y negro. La llaman La Clandestina y está regentada por dos hermanas encantadoras que, además de hacer bien su trabajo, comparten el entusiasmo de mi amigo en algunos términos.

La otra tarde, sentado como es habitual en su rincón, justo a la derecha de la entrada, donde un sofá recorre el hueco de la pared como un río con tres grandes rostros iluminando a modo de soles dos mesas redondas, mi amigo presenció una escena cautivadora, una de tantas que se viven entre esas cuatro paredes, mientras cumplía con su sesión rutinaria de escritura. Sucedió que poco después de su llegada, en torno a las seis, y luego de pedir su café cortado e intercambiar breves palabras con esas dos buenas amigas, vio cómo una pareja de franceses, jóvenes, bilingües sin embargo, ocupaba la mesa de la izquierda. Marcel, que traía del camino su acostumbrada media hora de lectura que precede al inicio de la redacción, ya había despejado su mente con los primeros sorbos y había tomado la pluma a fin de continuar la narración de esa historia de amor que desde hace unos meses recorre los entresijos de su diario; pero como en ese rincón todos son bienvenidos y a todos les dedica una mirada, no podía por menos de prestar momentánea atención a la actividad de la pareja, que había abierto un ajedrez, de esos que dispone el establecimiento para disfrute de sus clientes, y el chico acababa de mover el peón que protege al rey, tal vez para que la dama se apoderase del tablero.

Vista la capacidad de concentración de los franceses, Marcel no podía dejar de pensar que, en efecto, uno de sus escritores predilectos escribiese en la lengua de Voltaire, que tantas fatigas le diera en el bachillerato y que tanto amor despierta ahora en él. Así pues, prosiguió su escritura, porque más de unos segundos de observación invaden la intimidad de otra persona. Sin embargo, no mucho más tarde, a la mesa de enfrente, otrora libre y dispuesta a recibir en su seno otro miembro de la comunidad, se incorporó una mujer que acompañaba a un señor de avanzada edad y andares costosos. En mi amigo se despertó entonces ese sentimiento para con los ancianos venerables cuyo cuerpo se resiste a la fuerza del tiempo, y que se ven obligados a girar con dificultad, paso a paso, y a dejar caer su peso a una lentitud delicada sobre una silla. ¡Ay –pensó entonces Marcel–, tanta agilidad en las mentes de unos jóvenes y tanto esfuerzo para un simple movimiento en aquel buen hombre! Con todo, lo emocionante vino después.

La sesión de escritura siguió su curso, y había escrito Marcel una página y media cuando volvió a levantar la vista. Se había multiplicado la compañía del anciano, que ahora tomaba una cerveza y encendía sus ojos en un gesto de emoción contagioso. Ocurría que una mujer, que merendaba en una mesa más oculta, al darse cuenta de su llegada se había levantado para saludarlo. Profería unos gritos animosos que levantaban los ánimos del hombre. Las dos hermanas también le dirigían algunas palabras. El hombre se sentía como en casa.

Mientras tanto, la pareja de franceses permanecía inmersa en la partida; no eran muchos los avances del ejército y, sin embargo, sí el de los minutos: casi eran las siete y a punto estaba de sonar el teléfono de mi amigo para anunciar un descanso: una hora de escritura, diez páginas de lectura. Para entonces la parsimonia de los jóvenes se había tornado en vitalidad en el anciano. ¿Tendría algún secreto esa compañía? Pero aunque esa fuese la pregunta de Marcel, en su fuero interno daba vueltas a otro asunto. La emoción lo embargaba al contemplar la sonrisa de aquel hombre rodeado de gente que lo quería, y se acentuó mucho más cuando otra mujer, de una edad aproximada a las demás, paseaba por la calle y entró un momento a darle dos besos. Tanto cariño después de tantos años: eso era lo que agitaba el alma inquieta de Marcel. Ojalá la lentitud de los días le deparase, como una partida de ajedrez, el camino hacia una vejez tan emocionante, en la cual el placer de una cerveza se viese incrementado por la compañía de tantas personas que demostraran su cariño. ¿Será eso la felicidad? ¿En ello consistirá labrarse un buen futuro? Tal vez ese hombre no fuera en su juventud un estudiante de medicina, tal vez se ganase la vida delante de una grúa, pero el desenlace de su historia era feliz.

Al aviso del teléfono, Marcel salió un momento a tomar el aire del atardecer. Se acordaba de aquella película en que un caballero retaba a la muerte a una partida de ajedrez en busca de respuestas. Le hubiese gustado escribir una novela de esas dimensiones. Poco más tarde, decidido a cerrar ya el cuaderno y dejar su labor pendiendo de un hilo hasta el día siguiente, pagó su café, sonrió a las hermanas y se despidió. Antes de atravesar la puerta, echó una última ojeada a los ajedrecistas: la dama había ganado un jaque al rey, y contaba con el apoyo de dos torres; el anciano seguía contento; todo, pues, en orden. Mientras caminaba por la calle, encendió un cigarrillo y garabateó unos versos en su libreta, como parte de la narración de su vida:

«Me fui de aquel manjar, como si el tiempo,
prendido de belleza,
hubiese sido sólo un espejismo».
Jorge Andreu
23 de septiembre de 2011

miércoles, 24 de agosto de 2011

Corazón de azúcar

Para Jorge,
ese pequeño corazón de azúcar
que me ha quitado el nombre y las angustias.


Es un trozo de miel y terciopelo,
de dulce suavidad y de ternura,
un ángel de la tierra, un alma pura,
un soplo de cariño y de consuelo.

Con esos ojos del color del cielo,
es el remedio contra la locura;
cuando me mira y ríe de hermosura,
me sabe el paladar a caramelo.

Al verlo ahí tendido sobre el lecho,
mi sueño se convierte en fantasía
y el alma se me llena de emociones,

pues amo hasta su llanto, que en mi pecho
enciende el resplandor de la poesía
mientras me duermo envuelto en sus canciones.


Jorge Andreu
24 de agosto de 2011


lunes, 25 de julio de 2011

Noche del 21 de julio

Marcel se ha ido a dormir con una historia de amor en la cabeza, la misma que lo acecha en cada esquina desde que escribiera la primera palabra con esa ilusión del juguete nuevo. Todas las mañanas se levanta con ganas de trenzar los flecos de esa narración, como si de pronto supiera del inminente fin del mundo. Luego, en cambio, se complace más en leer una historia que en contarla, tal vez porque ya se han contado demasiadas, tal vez por miedo al sufrimiento de no poder contarla de nuevo. ¿Llorará esta vez después del punto final? ¿Se le acabarán las fuerzas antes de escribirlo? No lo sabe: prefiere vivir en una ola de incertidumbre, quizás así aumente el suspense de su trayecto. Esta noche, por ejemplo, ha vuelto a mirar al cielo antes de meterse en la cama, como si se despidiese de aquella mujer que le dio la vida, y se ha acostado con una plácida sonrisa de nostalgia. Le gusta oír los cantos de los grillos desde lejos, le parecen nanas celestiales. Y así se agarra al sueño.

Se acuerda del lucero que lo mecía cuando era pequeño y miraba, desde la cama de sus abuelos, los puntos blancos del infinito, mientras su abuelo, aquella fuente de sabiduría popular, improvisaba una narración de terror. El espantapájaros, el bosque, los árboles que hablaban con el aire, y en mitad de la espesura, el héroe que siempre salía ileso del combate. Una vez creció y ya no consiguió saber el desenlace de la historia. Quizá también por eso su cabeza dé tantas vueltas a una historia aún inacabada, que se escribe en el café junto al retrato de Julio Cortázar, Sylvia Plath y Roberto Bolaño, en ese rincón clandestino donde las palabras tienen un gusto diferente.

Ahora ha conseguido dormirse: los grillos han cantado la cadencia final y han dado paso al silencio; el ventilador velará por su protección; el libro de Perec lo espera en la mesa. Dentro de poco soñará que vive un sueño y podrá volar sobre las casas.

sábado, 16 de julio de 2011

María Dueñas - El tiempo entre costuras

Me he llevado meses detrás de este libro, desde que escuché una entrevista con Jesús Vigorra en El Público Lee, pero como tantos otros, por más que lo perseguía no hallaba el momento adecuado para leerlo. Así que gracias a la propuesta de María, acepté la lectura compartida y ahora acabo de leer la última página de esta novela, de gran extensión y mayor calidad.

María Dueñas es doctora en Filología Inglesa e imparte clases en la Universidad de Murcia, de lo cual deduzco que su papel de escritora se deriva de su afición por la literatura, y no del afán de alcanzar mayores pretensiones, como en efecto me hizo pensar en la entrevista con Vigorra: ha escrito una novela con mucho gusto y el hecho de que se haya convertido en líder de ventas ha sido producto más bien del boca a boca. En efecto, es una novela merecedora de la cifra de ventas que ha alcanzado.


El tiempo entre costuras es muchas cosas a la vez: es una novela histórica —con bastante rigor según aclara en las últimas páginas y con la bibliografía—, que transcurre en la primera mitad del siglo XX, con las dos guerras mundiales y sobre todo la guerra civil española y la posguerra como marco cronológico; es una novela picaresca en el sentido en que su protagonista se ve sometida a las órdenes de diferentes personas —desde su madre y la modista con quien trabajaba de pequeña, hasta el capitán Hilgarth, para quien desempeña una labor de espionaje—; y es una novela de detectives en la que se investiga desde la clandestinidad a una serie de sospechosos de filiación con los nazis.

La historia de Sira Quiroga, una mujer que trabajó desde su niñez junto a su madre en un taller de costura, que se prometió con Ignacio Montes y al final se fue a África con Ramiro Arribas, contada por ella misma muchos años después, es la historia de una heroína que supo sacar fuerzas de la nada para ganarse la vida. Los infortunios a los que se enfrentó —una acusación de robo, con sus consecuencias; una constante persecución— hicieron de ella una mujer fuerte, que desde la clandestinidad fue capaz de proporcionar a los ingleses información muy valiosa gracias a su astucia. Los azares se mezclaron con las obligaciones: gracias al apoyo económico de una amiga, montó un taller de costura en Tetuán, donde se dedicó a hacer vestidos para ganarse la vida; pero ese trabajo se convirtió en el motivo por el cual quisieron enviarla a la España de la posguerra con el objetivo de investigar a una serie de personajes sospechosos. A partir de ahí, con esa mezcla de la costura y el espionaje, la narración acelera cada vez más y transporta al lector, por medio de reuniones, trenes y bordados, a un mundo en el que los verdaderos actos de las personas estaban ocultos y a la luz sólo salían las apariencias de la normalidad.

No he podido dejar de leer la novela como si se tratase de materia picaresca, porque no he parado de ver similitudes con el género: Sira Quiroga es una mujer que poco a poco pierde su inocencia, aprende a enviar mensajes ocultos dentro de un bordado y se convierte en espía a medida que transcurren los años, sin que nadie se encargue de ofrecerle mayor adiestramiento que la experiencia de hacerlo todo por primera vez. Por eso, el hecho de que pase de mano en mano no me parece azaroso: desde las órdenes de doña Manuela Godino hasta las de Alan Hilgarth, Sira desempeña siempre el mismo oficio, pero cada vez de un modo distinto y con una finalidad diferente. Los tejidos de su carrera, pues, dan como resultado un personaje lleno de aristas, sentimientos y, sobre todo, desprovisto de ingenuidad: un personaje astuto, pícaro, el mejor de los espías.

Temas como el azar y el amor —la máquina de escribir que truncó su destino—, la costura —que la narradora utiliza para hilar toda la trama— y la política —a lo largo de extensos diálogos sobre la situación de España— se entrelazan en la historia para conformar una novela bien compuesta, que engancha desde el principio y cuya tensión casi no decae a lo largo de 600 páginas, un logro importante. Al menos, esa es mi opinión.

Me vais a permitir que, por primera vez, haga como Vero en sus reseñas y le ponga al libro una nota buena y otra mala:

—Como calificación general le pondría un 9.

Lo mejor: la viveza de los diálogos, la evolución del personaje principal, el contrapunto de los personajes secundarios y la tensión creciente de la trama.

Lo peor: el desenlace. Me ha dado la sensación de que después de tantos acontecimientos todo se resuelve en veinte minutos más de lectura. No obstante, me parece una buena novela y no la despreciaría por ese final.

Conclusión: una novela de lectura recomendada. Bien escrita, divertida y emocionante a partes iguales.

lunes, 4 de julio de 2011

Marcel recupera su hábito de escritura

Marcel ha salido ileso del combate. Ya no siente que su vida se le acaba. Sabe que tiene muchas cosas para el mundo, muchos versos que enseñar al horizonte –así lo escribió hace unos días al borde de una servilleta, antes de pagar la cuenta y comprar un cuaderno en una papelería. Ha ocupado varios días en esbozar el esqueleto de una novela con tintes musicales, que ahora, en compañía de un whisky on the rocks, redacta rodeado del silencio de la casa. El ventilador, con el tintineo de un metrónomo, intenta en vano refrescar la habitación, mientras el calor se concentra sin remedio entre las hojas depositadas sobre el escritorio, junto a otros volúmenes literarios: Thomas Mann, Georges Perec, Alex Ross y Edgar Allan Poe, reunidos como en una noche de fiesta, abrazados al frescor del cristal. Uno de ellos persigue a Marcel desde hace unos meses, y no ha conseguido captar su atención hasta que mi amigo ha decidido adentrarse en una nueva historia, de tantas que ocupan su cabeza y le quitan el sueño.

A mitad de un párrafo, se acuerda de su prima, aquella figura de infancia con la cual jugaba a escuchar los secretos de las palabras bajo el agua de la playa, sin prestar atención a la llamada de los padres, que trataban de hacerlos salir para volver a casa, separados como dos hojas de un árbol en otoño, por caminos dispersos en el tiempo y el espacio. Acaba de cumplir veintiún años y estará guapísima, como siempre. Hace meses que no cambia una palabra con ella. Parece como si el agua de aquella playa –emborrona en su otra libreta, la de bolsillo− le hubiese robado la capacidad de adivinar sus pensamientos.

Cierra la libreta y trata de proseguir su narración, pero su mascota reclama su atención. Brenda llora, son las tantas de la madrugada y necesita sentirse libre por el campo. Marcel vuelve a dar un sorbo a su vaso y apaga la lámpara del escritorio. Mientras pasea con su compañera resistiendo el canto de los grillos, piensa en otros amigos a quienes no ha visto desde hace unos meses, en cuántas cosas ha de escribir en esa libreta que lo espera en casa, en el piano, reducido a tres acordes, y en que aún mantiene casi muerto el rincón de internet que tantas alegrías le ha dado. A la vuelta de su paseo, echa mano de la pluma y hace recuento de sus notas, continúa su trabajo a la espera de que el sueño, si es que llega, lo lance rendido a la cama.

viernes, 10 de junio de 2011

Tal vez no sea lo mismo

Tal vez no sea lo mismo
hablar de amores
que oler cómo nos queman las entrañas,
que ver atardeceres de verano,
saborear la muerte al leer los periódicos.

Tal vez no sea lo mismo
amarse locamente
que estudiar ecuaciones y sintagmas,
escribir un diario adolescente,
gritar de escalofríos
cuando el viento nos lanza miradas esquivas.

Tal vez no sea lo mismo,
pero en poesía todo sirve,
todo vale
si nos ayuda a soportar el peso
del tiempo y el espacio
en que los transeúntes se aniquilan.
El mundo, en efecto.
La existencia.


Jorge Andreu
10 de junio de 2011
Cádiz, La Clandestina.

martes, 24 de mayo de 2011

La virgen con el niño

No eres virgen, lo sé porque se nota
en la sonrisa frágil, delicada,
que arranca de cariño su mirada
con ese brote gris de luna rota.

Su risa entre tus brazos ya denota
la vida que en tu vientre le fue dada,
producto de un amor de madrugada
bajo el refugio de una cama ignota.

Tiemblas al verte a bordo de la vida,
no sé si por los baches del sendero
o por los que te impuso la existencia.

Y vives del momento, perseguida
por el recuerdo más perecedero
que te ha legado una mala experiencia.


Jorge Andreu
Cádiz, rincón musical, 23 de mayo de 2011
Para una doncella maltratada y feliz con su joya de ojos brillantes en los brazos

viernes, 20 de mayo de 2011

Una lectura evocativa

—Tú besarás al chico o a la chica que te guste más.

Jugaba un grupo de adolescentes escondidos detrás de los arbustos, entre los merenderos, con bolsas de bocadillos consumidas por la hora del almuerzo, botellas de refrescos y una tarta de cumpleaños, y se sentían niños. Sus voces llenaban el aliento silencioso del parque mientras yo ejercía mi vocación lectora y aguardaba, con las gafas colgadas de la nariz, el paso de las horas, como si éstas sobrasen en mis asuntos de los últimos días. Yo también fui niño hace unos años, cuando desconocía los entresijos del tiempo, un niño tímido e indeciso, igual que los demás. Enamoradizo, además, quizá por parecerme a los otros.

Me acuerdo de muchas cosas. ¿Recuerdas tú, por ejemplo, aquellas mañanas de colegio, cuando durante el recreo nuestras manos entrelazadas jugaban en corro y nuestras voces diminutas pronunciaban aquellas canciones infantiles y dejaban al viento los besos inocentes? ¿Te acuerdas del conejo de la suerte, que había salido de su casa para acercarme a ti y nunca logró que estallaran mis ganas de amarte en tus mejillas? ¡Y cómo te atreviste a facilitarle el trabajo aquella mañana de septiembre, en los primeros días del segundo curso! Éramos preescolares, y aún no habíamos comprendido el sonido de dos cuerpos al roce con la vida.

Una mañana, entre las columnas del porche y sentados en los escalones, jugábamos a chocar las manos mientras canturreábamos aquella cancioncilla del conejo de la suerte que hacía reverencias con los pómulos encendidos, y como en muchas otras ocasiones, me tocó besar a alguien: a fin de que nadie me hablase de amor, posé un beso amistoso en la mejilla de mi amigo, ése que sí sabía de mis desorientaciones por tu ausencia. Otra chica besó a una amiga por el mismo motivo. Una sola vez entraron en contacto unos labios femeninos con la cara de otro chico, pero entonces todos sabíamos que ni uno ni la otra sentían más que curiosidad por la piel ajena.

Las mañanas siempre fueron así, hasta que una vez, ¡ay de mí!, delante de los ojos expectantes, te acercaste a mí para depositar en mi mejilla una tímida parte de tu boca. Tus movimientos fueron lentos, y ahora los recuerdo tan fugaces mientras leo una novela en este banco rodeado de flores, fuentes y frases rimadas de los adolescentes del otro lado de los matorrales. El tiempo, dicen, lo pone todo en su sitio, y a ti te colocó de dependienta, al cabo de los años, en una tienda de frutos secos. Dejaste de estudiar, tomaste una decisión, pero sigues tan guapa como siempre. ¡Ay, cómo dejé escapar, por tímida inseguridad, a aquella ratita de nariz respingona y traviesa mirada que gustaba de vestir chándal y amaba las pulseras artesanales! Eras un caramelo de melocotón, con tus mechones rubios, casi blanquecinos, que caían hasta tus hombros sostenidos por tus orejas separadas. Tan corriente como yo, y sin embargo tan bonita.

¡Ay, amor efímero, sediento de ternura, cómo te despediste sin decirme una palabra! Bastó una mirada distante, apagada, la noche en que cambiaste de vestido y te pintaste los ojos de un color indiferente. Y desde entonces no has vuelto a reconocerme, aunque he pasado por tu lado en mil ocasiones. Te llamabas Estrella, aún lo sé, y sé que cuando te fuiste, de tu nombre no quedó sino la estela, con dos letras suprimidas, difusas en el recuerdo de una tarde de mayo.

Cerré mi libro, guardé las gafas y, guiado por los últimos cánticos de sobremesa de aquellos adolescentes a quienes ya no me parecía, salí del parque, como un niño dolido porque le han quitado su juguete.


Jorge Andreu


(Si te ha gustado esta entrada, puedes leer esta).

viernes, 13 de mayo de 2011

Un viajero llamado Paul

Caminaba el viajero Paul por la calle Veedor con su maleta cuando dos chicas que cuchicheaban sentadas en un escalón se acercaron:

—Perdona, ¿tienes hora?

—No. Lo siento.

—¿Y novia? —se apresuró a preguntar la segunda.

—¡Tampoco! —respondió sonriendo el viajero.

Y la comunicación tuvo éxito.

Jorge Andreu
Recuerdo de la mañana en que me examiné
de una interesante asignatura

viernes, 6 de mayo de 2011

À la recherche du temps perdu

Hoy
se arrugó una servilleta de papel
mientras en vano trataba de plancharla.
Así de moribundo estaba el tiempo,
indomable, travieso entre mis manos.
Ni el café, ni los libros, ni los besos
mojados como amargas magdalenas
querían ofrecerme
un leve brote de tranquilidad.

Adrian Leverkühn me da dolores de cabeza,
Gregorio Olías aún sigue mintiendo
en una triste línea telefónica,
y finge ser un pobre enriquecido
de gracia aquel Valjean tan desgraciado
que ayuda a los residuos de la gente
a cambio de sonrisas.
Yo, tristemente, intento
tan sólo ser el mismo.

No sé si lo consigo: estoy ausente,
como el frío en primavera,
como el hielo en agua fresca.
Pero sí estoy seguro de unas cosas:
las siento, y así vivo el presente.
Tratando de planchar las servilletas
mientras el tiempo se derrama
y ensucia mi mesa, este recinto
privado de mi alma, donde tacho
los días verso a verso.

Así lo siento.

Así dicen mis ojos malheridos,
casi muertos.


Jorge Andreu
Cafetería de la facultad de Filosofía y Letras

viernes, 29 de abril de 2011

Después de un corto sueño, un poeta se lamenta por su oficio

He dormido… ¿cuánto? ¿Cinco, tres horas?
El tiempo se ha escapado por mis poros.
En mi cabeza giran tantos coros
y tantas blancas aspas bailadoras.

—Yo tengo que escribir.
—¿Y por qué lloras?
No puedo soportar estos sonoros
compases, de tan grises incoloros,
que estrujan mi interior con las auroras.

Maldigo la mañana en que me encuentro
y la angustia que me corta por dentro
como una hoja oxidada de cuchillo.

Los versos me quitaron la alegría
con su imprevista ausencia. Yo creía
que todo esto era mucho más sencillo.


Jorge Andreu

domingo, 17 de abril de 2011

Ejecución pianística de la arietta de la sonata op. 111 de Beethoven, por Wendell Kretzschmar, descrita por Serenus Zeitblom

Resultaba extraordinariamente difícil prestar atención a sus gritos y a la música, en sí nada fácil, a la que iban mezclados. Hacíamos un esfuerzo para conseguirlo, inclinados hacia adelante, con las manos entre las rodillas, mirando alternativamente sus manos y su boca. El carácter distintivo de la frase es la gran separación entre el bajo y el distante, entre la mano izquierda y la mano derecha, y llega un momento, una situación extrema, en que el pobre motivo, solo y abandonado, parece flotar sobre un inmenso abismo, un instante de pálida sublimidad, seguido inmediatamente de un gesto de miedo, de espanto y de terror ante el hecho de que semejante cosa haya podido ocurrir. Pero muchas otras cosas suceden y se suceden antes de llegar al final. Y cuando después de tanta cólera, tanta obstinación, tanta tenacidad y tanta jactancia se llega al final, ocurre algo inesperado y conmovedor por su bondad y su dulzura. El manoseado motivo, que se despide de nosotros y se convierte él mismo en despedida, en un gesto y un grito de adiós, adquiere aquí una ligera ampliación melódica. Entre el do inicial y el re se intercala un do sostenido. Las tres sílabas sonoras se convierten en cinco y el do sostenido que viene a completar la melodía tiene algo de infinitamente emocionante y tiernamente consolador. Es como si una mano amorosa nos acariciara el cabello o las mejillas, es como una última mirada clavada profundamente en nuestra pupila. Es como una bendición sobrehumana después de la terrible sucesión de formas violentas. Un despido al oyente, despido eterno, de tan gran blandura para el corazón que arranca lágrimas a los ojos. Se cree estar oyendo palabras que dicen: «Olvida el tormento», «Todo fue sueño», «Dios es grande en nosotros», «No dejes de serme fiel». Y de pronto se interrumpe. Una serie de rápidos tresillos preparan la fórmula final, que bien hubiese podido ser la de otra obra cualquiera.

Thomas Mann, Doktor Faustus


(Daniel Baremboim al piano)

domingo, 27 de marzo de 2011

Un autorretrato

Sigo sin muchas ganas de escribir, estoy atento a unos asuntos literarios que aún no puedo incluir en el blog. Y como a lo largo del día de hoy me han acompañado dos canciones -muchas, pero dos en especial-, quería compartirlo con vosotros. Son de un dúo de cantautores de Isla Cristina que se hacen llamar Antílopez y tienen unas letras diferentes, geniales, y un estilo muy propio. La primera me viene como anillo al dedo y la segunda, sencillamente creo que es una de las mejores de su repertorio. Ambos vídeos fueron grabados en el Café Teatro Pay-Pay, en Cádiz. Aprovecho para enviar un saludo a los dos artistas. Os dejo con las canciones:

Analfanauta


Prefiero


Espero que os gusten.

Abrazos.

Jorge Andreu

PD: Aún os tengo que contar mis impresiones sobre el viaje a Grecia. No me olvido de ello.

sábado, 19 de marzo de 2011

Rostro de vos - Mario Benedetti

No tengo muchas ganas de escribir. Esta entrada, con un poema de Mario Benedetti titulado "Rostro de vos" y recitado por Darío Grandinetti, protagonista de la película de Eliseo Subiela El lado oscuro del corazón (magnífica película, por cierto), quiero dedicársela a Susana, que durante nuestra estancia en Grecia me ha mostrado cuánta amistad guarda ese corazón.


Buenos días.

Jorge Andreu

lunes, 14 de marzo de 2011

Un río, un amor

¡Qué fresco es el sonido de las horas!
Es como si el suelo entonara
una balada triste de riachuelo
con música licuada
que suena a trompetista melancólico.
Percusión desafinada:
suela de zapatos contra el fango
en medio de un romance verde y plata.

Yo aquí desafinando ante este río
y tú, ¡ay!, tan lejana.
Tú tan al otro extremo de mi almohada…


Jorge Andreu
Mesenia, 10 de marzo de 2011.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Memorias de Viena (IV)

MIÉRCOLES

(Camino de Salzburgo)


Viena es como un helado de nata:
derrite el corazón de quien la mira
y sabe a mermelada de caricias.


Aunque escribí estos versos en una servilleta durante la cena del lunes, después de ir al concierto de la filarmónica, lo que viví durante el miércoles se ajusta mucho más al contenido de esa estrofa. El miércoles hice la excursión más emocionante de mi vida: Salzburgo. A sabiendas de que una distancia importante nos separaba del albergue, habíamos aprovechado al máximo la noche del martes y decidimos dormir durante las tres horas de ida en el autobús. Yo lo intenté, pero apenas di una cabezada de media hora. Al poco tiempo me cambié de sitio para ocupar dos asientos libres y fotografiar el paisaje, que era verdaderamente hermoso. No obstante, mi propósito de fotografiar aquellas montañas se quedó en sólo eso, pues al ocupar el asiento y mirar al otro extremo del autobús, vi una imagen mucho más bonita cuyo retrato en verso no pude evitar: una chica a quien tomé cariño sin intercambiar una sola palabra. Casi estrené mi nueva libreta con aquel soneto, que os transcribo:

Retrato sobre la nieve

Es como un baño de ceniza ardiente
con tintes orientales de ternura
que al borde de una tímida figura
se imprime sobre un lienzo transparente;

como un papel de seda dulcemente
tatuado con la escarcha de la holgura,
como una delicada travesura
fraguada en lo sencillo y evidente.

Su rostro de perfil es el emblema
del tiempo que he tirado sin soñar,
sin ver que el mundo estaba en movimiento.

Quisiera comprender este teorema,
pues no sé por qué verla en el cristal
provoca en mí un extraño sentimiento.

Viena, camino de Salzburgo, 23 de febrero de 2011.

(Paisaje de camino a Salzburgo)

Al cabo de dos horas y media llegamos a un lugar mágico donde tomamos un café y descansamos unos minutos. Las instantáneas abundaron porque las vistas eran para celebrarlo de esa manera. Y poco después volvimos a partir hacia Salzburgo, adonde llegamos más o menos una hora después.

(El café de 4.75 euros)

(Con mi profe de piano en el mirador)

Bajamos del autobús y lo primero que hicimos fue visitar la Mozarteum, equivalente a los conservatorios de aquí, pero en una escala mayor: allí es una universidad y ofrecen pianos Steinway en las cabinas de estudio, además de gozar de un espectacular auditorio con unas vistas excelentes y de multitud de pasillos llenos de mesas y hermosura. Rayábamos el suelo con los dientes, como diría un amigo mío.

(En la Mozarteum con un profesor extraño de fondo)

(Envidiables vistas desde la terraza de la Mozarteum)

(En este auditorio jamás me atrevería a tocar, el paisaje me lo impediría)

Luego dimos un paseo por la ciudad: cruzamos el río por el puente, vimos la casa de Karajan, la catedral, el cementerio, algunas tiendas. Jamás he sentido con tanta intensidad la emoción de ver algo bonito: se me caían los lagrimones cada vez que entraba en una plaza distinta. Guardo bonitos recuerdos y fotos del momento.

De regreso a Viena, disfruté de una conversación de dos horas con una amiga y luego fuimos a cenar a un restaurante chino, donde uno de los compañeros se molestó en pedir en la misma lengua. Fue gracioso, pasamos un buen rato y a la vuelta no hubo mucho que decir. Sólo me quedaba recuperar en mi memoria las vivencias de aquellas preciosas imágenes que se han convertido en una parte importante de mis recuerdos. Me alegré, ¡entonces sí!, de no haber dejado pasar la oportunidad de apuntar mi nombre en la lista de inscritos al viaje.

martes, 1 de marzo de 2011

Memorias de Viena (III)

MARTES

Recuerdo, si bien de un modo algo difuso, que el martes fue el día de la ópera. Como viaje de estudios musicales, no podíamos irnos de allí sin asistir a una ópera, así que fuimos a ver La Cenerentolla (La Cenicienta) de Rossini, en italiano y con subtítulos en alemán. Como comprenderéis, no me enteré de mucho, y además las horas de sueño cada vez pesaban más. Tanto que no pude evitarlo. Durante aquellas tres horas, divagué, escribí versos y, aunque me pese decirlo, no disfruté mucho de la música. Pero mis compañeros sí, y eran mayoría, así que todo fue bien.

Uno de mis objetivos del viaje era probar el café vienés, y curiosamente no había café vienés en las cafeterías de Viena. Era de extrañar, claro: pedíamos un café típico y nos hablaban de un late macciato, así que no sé qué tomarán en Italia. Y como no soy muy amigo de los manchados, preferí tomar capuccinos durante todo el viaje, de manera que ahí fuimos antes de entrar en la ópera a tomar nuestro café. Me dio tiempo a recordar que habíamos comido en un comedor universitario y luego me habían pedido un cigarrillo en la puerta de un supermercado, a lo que no supe responder sino “I don’t know” con mi nivel de inglés (suerte que el lenguaje universal de los gestos funciona en todas partes). Allí, frente al supermercado, cerca de la puerta de entrada a la universidad, que se abría sola al sentir nuestra presencia, había una papelería donde compré una pequeña libreta que aún me hace compañía. No tiene la firma de ningún compositor, pero fue barata y me sacó de algún apuro.

Pude recordar también la casa natal de Schubert, donde una portera con cara de pocos amigos nos había obligado a guardar silencio mientras subíamos las escaleras y a no tocar partituras, ni piano ni cristales. Y por supuesto, la firma en el libro de visitas, donde dejamos constancia de que en esa casa nació una idea original que revolucionará el mundo de la música, y que ojalá llegue a ser realidad.

Esa noche aprovechamos la nueva economía para divertirnos en la habitación. Utilizamos las botellas recién afinadas para interpretar varias canciones que han sido grabadas para la posteridad, y me reí como nunca. Hasta que el guarda de seguridad, que tenía cara de simpático pero que daba puñaladas por la espalda, nos obligó a despedirnos y dormir unas pocas horas hasta el día siguiente. El viaje a Salzburgo, que fue el día más hermoso del viaje si de imágenes bonitas se trata, estaba a punto de llegar: tendríamos tres horas de sueño en el autobús y otras tres al regreso. Ese fue, sin duda, el momento del viaje: hablaré de ello mañana y os enseñaré fotos, que merecen la pena.


PD: Perdón por la escasez de novedades. No tengo mucha memoria sobre el lunes y el martes. La ciudad de Salzburgo es preciosa: ya lo veréis en la próxima entrada.

lunes, 28 de febrero de 2011

Memorias de Viena (II)

LUNES

Decía ayer que nos miraban con una mueca extraña porque desayunábamos como si no hubiésemos dormido, y en parte así era. El lunes fue otro golpe.

A decir verdad, creo que la aventura del lunes es la más difusa de mi memoria. Ocupamos el día en lamentarnos de sueño y conocer la Figarohaus y la catedral, una de las imágenes más hermosas de todo el viaje. A lo largo de las visitas, con una especie de teléfono móvil en el oído, una guía nos explicó los más mínimos detalles de la vida de Mozart en su casa y, en la catedral, de los retablos, la pila bautismal y el órgano. Fue impresionante escuchar al cura interpretar, en una ligera, espontánea lectura, una tocata y fuga de Bach en aquel monumental cuerpo de tubos.

Uno de los aspectos que más me han gustado de la ciudad de Viena es la impresión que me causaban las tabernas. Esa tarde, o esa mañana —porque el almuerzo es a las 12 del mediodía—, fuimos a un lugar que nos habían recomendado, en cuya puerta aguardamos un buen rato como si esperásemos a entrar en un pequeño cuchitril. Tuvimos que bajar unos cincuenta escalones por varios corredores que me causaban muy mala sensación, como si al fondo nos esperasen dos o tres cucarachas en salsa con patatas. Pero, ¡ay!, cómo se encenderían mis ojos cuando al girar en el último escalón me encontré con una taberna enorme, de madera, con cientos de asientos y unos arcos que nos protegían de la superficie. Sí: la taberna estaba bajo tierra, lo cual daba un ambiente acogedor. Los cinco chicos con ojeras y ganas de fiesta ocupamos una mesa juntos. Un camarero rubio y antipático nos sirvió un plato de estofado de buey con patatas cocidas y una buena cerveza, con un vaso de más que luego ocupó una mochila a fin de tener soportes para el licor de la noche. No voy a decir que la comida estaba deliciosa, pero se dejaba comer: lo que sí estaba para escribirle un poema era la bebida, densa, sabrosa como ella misma.


Por la tarde, mientras unos subían a una torre de la catedral, otros subimos a la torre alta, 343 escalones en una escalera de caracol que nos dejó sin aliento, porque cuando llegamos arriba lo único que encontramos fueron tres o cuatro ventanas con rejas y una tienda donde todo costaba una fortuna. Después, como muchos querían bajar a las catacumbas y algunos teníamos ganas de un buen café, fuimos un pequeño grupo a una cafetería. El ambiente es muy distinto al de las cafeterías gaditanas: allí la gente va enchaquetada y hablan de lo divino y lo humano desde los 16 hasta los 70 años; muchos llevan una libreta donde anotan ideas, otros muchos van solos y se dedican a observar por la ventana. Nosotros mantuvimos una estupenda conversación sobre lo que habíamos visto. Fue delicioso. Y caro, por cierto.

Sin embargo, para contrarrestar el precio del café, esa noche fuimos a un concierto de la filarmónica de Viena en la Musikverain por cinco euros. Algunos estuvimos al fondo de pie, y como veíamos que la gente se sentaba, hicimos lo propio. Dos horas de concierto, por muy fantástico que sea, después de una larga caminata de todo el día y una noche difícil, costaba sobrellevarlas de pie. Aunque sentado y dolorido, gracias a Brahms descubrí un mundo diferente.

La mezcla de Brahms, la catedral y sus escaleras, los manuscritos de Mozart, uno de ellos manchado de café, desembocó en una amistosa cena entre los pocos mayores de edad del viaje, con unas cervezas y una larga conversación. Al regreso, la noche nos acogió de nuevo en la habitación y entonces llegó la segunda sesión de sueño atrasado. De esa noche no recuerdo mucho: sólo que dormí menos. Me acuerdo mejor del despertador de Juan Carlos y del sabor confuso del desayuno, y se me hace una sonrisa burlona que no puedo evitar. Y por supuesto, también me acuerdo de las caras al día siguiente, nuevos poemas visuales que empezaban a rasgar los tejidos del tiempo. Así llegaríamos el viernes por la tarde, como veréis.

domingo, 27 de febrero de 2011

Memorias de Viena (I)

INTRODUCCIÓN

No recordaba que la nostalgia tuviese un sabor tan agridulce. Acabo de salir de la ducha y el suelo solamente húmedo me ha traído a la memoria los charcos del albergue, donde el agua mojaba más el cuarto de baño que mi cuerpo. Mi propósito con este texto no es sino salpicar de recuerdos el papel, pues no podría derramar paso a paso el camino que emprendí desde que a las 14.25 tomara el vuelo de ida en dirección a Viena, el primer vuelo de mi vida y mi primera salida al extranjero. Así que intentaré salpicar en la medida de lo posible mis impresiones y vivencias sobre este papel, que ahora se me antoja amargo sin tener un güisqui entre las manos. Trataré de llenarlo de sobriedad.

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DOMINGO

Yo tenía una habitación en Viena. A punto estuve de dejarla pasar, pero gracias a una persona muy importante que hizo encaje de bolillos por mí y por un compañero, llegué a ocupar la cama número 6, componente inferior de una litera que me causó un sobresalto al verla. Una vez me caí de cabeza de una de esas y desde entonces tengo miedo a las alturas. No sé ni cómo subí a la torre de la catedral. Pues bien, esa cama, la de abajo, es la que ocupé y vestí con un trabajo monumental, como todos mis compañeros. Era más fácil cubrirse con una chaqueta y levantarse con la garganta rota cuando íbamos de camping.

En fin, tal día como hoy me desperté demasiado tranquilo y terminé de preparar mi equipaje para irme al aeropuerto. Mis padres me llevaron y allí me encontré con mis amigos del conservatorio, todos inquietos, todos de buen humor. Daba gusto ver aquellas caras que luego besaría y abrazaría con el peso del ron y la cerveza sobre mi espalda. Saludé a mis profesoras e intercambié cinco minutos de inquietudes con mis padres: si el movimiento del avión se notaba, si mareaban las turbulencias, si era posible perder el control allí arriba. Si tuviese la fe que algunos tienen en el cielo, todo habría sido diferente. Pero me alegro de que fuese así. No me mareé en absoluto: fue como la primera vez que monté en la noria, cuando el primer cosquilleo de mi vientre se acentuó poco a poco hasta llegar al pecho, y entonces supe que estaba enamorado. En el avión supe que las alturas no me darían tanto miedo, en la noria había logrado vencer el vértigo de un beso.

Durante una hora y media, Zinemann me enseñó la interpretación de Burt Lancaster y Frank Sinatra en mi ordenador, mientras que mi compañero visionaba una serie humorística de televisión. Al fondo del avión se escuchaba el griterío del resto de compañeros. Nosotros íbamos por libre, porque nuestra economía había crujido en el momento en que propusieron el precio final del viaje y tuvimos que buscarnos una oferta diferente, una oferta que trajo sus consecuencias, como veréis cuando hable del viernes.

Después de un suave aterrizaje, pisé tierras extranjeras y sentí el frío vienés, tan diferente al de Cádiz y tan placentero. Me abroché la chaqueta y alcé el cuello a lo Humphrey Bogart. Recogimos las maletas y subimos a un autobús que nos trasladó al albergue, donde adivinamos que la seguridad se puede burlar como en todas partes y que el ron haría de las suyas entre aquellos pasillos.

La noche había llegado y era lícito salir de las paredes para ver nuevas libertades: así emprendí un recorrido frío y emocionante por la ciudad. Os enseñaré fotos del momento cuando las tenga. Recuerdo una imagen que me torció el corazón: el ayuntamiento de Viena, iluminado y con una enorme pista de hielo ante él, por la cual se paseaban los vieneses con la parsimonia de quien está acostumbrado a semejante temperatura. Recuerdo un momento especial: el teatro donde se encuentran grabados los nombres de los grandes literatos de la historia, entre los cuales está Calderón de la Barca. Recuerdo un lugar apetecible: el café Landtmann, que deseaba conocer desde que leí la última novela de mi profesor Manuel Ramos y que sólo vi desde fuera. Recuerdo un momento de tensión: entramos en una iglesia, entre cuyas paredes se respiraba el gregoriano y entre cuyas columnas brillaban la soledad y los murmullos de gente invisible. Recuerdo un Starbucks al que no entré en toda la semana. Recuerdo unas ruinas romanas. Recuerdo muchas fotos y muchos abrazos por la calle. Recuerdo a Johnny Depp en el McDonald’s y la conversación entre las hamburguesas, pedidas, por cierto, en español porque nos había atendido una guapísima japonesa con mayor facilidad que nosotros para los idiomas. Recuerdo la vuelta, muertos de frío y con ganas de calentarnos con una hermosa botella guardada en una mochila.

Aquella noche fue la primera que no dormí, la primera de tantas. Bebimos ron, cantamos sin guitarras, contamos chistes. Empecé, pues, a conocer a mis compañeros de conservatorio fuera de las clases, y descubrí que eran marchosos como ellos mismos y encantadores como una mirada cálida. Creo recordar que nos fuimos a dormir porque se había acabado la botella de Brugal, que dormimos un par de horas y que a la mañana siguiente todos nos miraban de un modo extraño. Nosotros sólo reíamos. Y éramos tan felices con nuestra resaca…

miércoles, 16 de febrero de 2011

Coche 5. Plaza 239. Ventanilla.

Me duelen los cojones del alma. Apenas he comido en todo el día: desayuné a las diez de la mañana y luego me he tragado un marrón tras otro hasta que a eso de las siete he almorzado un café moca y una señora magdalena con pepitas de chocolate. Pero no adelantemos acontecimientos. Tengo que contaros algo y como siempre, es mejor empezar por el principio.

Esta mañana me he levantado aliviado aunque con varias horas de sueño atrasado, pero ahora que voy en el tren de regreso desde Sevilla, me duele el cuerpo como si me hubiesen obligado a pedalear rumbo a Cádiz.

Salí a la hora del almuerzo de una reunión sobre mi viaje a Grecia y fui a la estación de tren, donde una amable señora me ofreció un horario de cercanías. Compré el billete y me senté a leer en tanto que anunciaban la próxima salida. Al entrar en el vagón, busqué un asiento apartado y lo ocupé con la intención de sacar mi ordenador y ver el principio de Sonrisas y lágrimas (para recordar las secuencias la semana próxima mientras recorra las calles de Viena), pero toda una clase de instituto entró en el tren en la siguiente parada, de manera que preferí guardar el ordenador y continuar con la lectura. Decisión personal, tan sólo eso.

Cuando llegué a la estación de destino, me resguardé de la lluvia bajo un techo hasta que a las tres y media de la tarde llegó el tren de media distancia. Me hicieron cambiar dos veces de asiento, pues no tenía plaza reservada. Entre mudanzas, visualicé una magnífica película titulada Doce hombres sin piedad, en la que Henry Fonda me proporcionó una hora y media de evasión. De inmediato una máquina con voz femenina anunció la llegada a San Bernardo, en Sevilla, y bajé. Aquí comenzó mi aventura.

No llovía, pero algo se me venía encima, estaba seguro. Tomé un autobús que me dejó en la puerta de una residencia de estudiantes. Me habían avisado, pero el ser humano es incapaz de ver más allá de las paredes. Cuando estaba a punto de acceder al hall principal, un guardia de seguridad que pertenece a una raza conocida en mi pueblo como hijos de una señora cuya profesión es altamente elogiable y por desgracia mal considerada, me esperaba escondido detrás de una pequeña muralla con un cigarrillo encendido en la mano y una falsa sonrisa en la boca. Me preguntó el motivo de mi asistencia, como si por mi aspecto no pudiese acceder al habitáculo de los pijos, de cuyo nombre no quisiera acordarme y en cuya lista de huéspedes se encuentra mi pareja, aunque no hable el mismo idioma que aquellos que gustan de jugar al pádel con un polo de noventa euros cubierto por un jersey con un cocodrilo cosido en el pecho. Eché, pues, mano del teléfono móvil —¡maldito aparato!— e hice que mi musa bajase a recibirme para dar una vuelta, puesto que de lo contrario nos hubiesen tenido más controlados que en una cárcel. La lluvia asomaba en la esquina del callejón, como la gatita presumida.

Caminamos, después de tomar otro autobús, por una avenida en busca de un quiosco que nos vendiese algo de comer, y como no lo encontramos, visitamos una parte del paraíso: un Starbucks cercano a la hermosa catedral sevillana que tantos sueños me ha quitado. El paréntesis de entonces es la mitad de lo bueno que he vivido esta tarde: Mozart de fondo, una magdalena enorme cuya pronunciación en inglés no consigo articular, un café moca y una línea de wifi que pedíamos a gritos para ver la hora del último tren. Pensé en un hostal, pero soy un estudiante que aún no disfruta de su beca.

Probamos a suertes de nuevo en la residencia. De vuelta pasamos por un centro comercial y entramos para comprobar la disponibilidad de un artículo de informática. Sólo para ver su precio. No tardamos ni cinco minutos en salir. El guarda de seguridad me miró como si me hubiese metido algún artículo en el bolsillo. Lo único que hubiese comprado era un libro, y ya había pasado antes por Casa del Libro: prefiero comprar —que no robar¬— en otra habitación del paraíso, y no en aquel centro comercial. En fin, tendré que conformarme con parecer un macarra a los ojos de los seguretas.

Otro autobús de vuelta, esta vez liberados un poco de la lluvia. Empezaba a dolerme un riñón por el desembolso de las horas. Llegamos a la residencia y de nuevo nos topamos con el simpático guardián del pijerío, el Cancerberosea, y una vez visto que no habría manera de persuadirlo para entrar sin dejar mi firma en el papel de las visitas, tuvimos que dar nuestros datos. Dos de los apellidos se escriben con tilde, pero, ¡ay!, eso él lo pasó por alto. Mi visita no. Pero la grafía sí.

Hacemos lo posible por comprar el billete de vuelta vía internet, pero aunque aún no había llegado la última hora, Renfe nos lo impide. La web funciona en los momentos menos adecuados. Un día redondo, quizás. Hablamos durante media hora y luego empieza mi regreso.

Al salir del ascensor, me di cuenta de que el portero no estaba en recepción. Tampoco fumaba en la puerta. Hubiese sido una buena oportunidad de entrar sin ser visto, pero el azar es caprichoso. Esperé, pues no tenía más remedio, que llegara. Pedí el papel para firmar y así confirmar mi despedida, y entonces tuve una idea que no sirve de mucho pero que a uno le sube un poco la moral: hice mi garabato y con una intensidad ligeramente mayor al trazo anterior, dibujé dos grandes tildes sobre los apellidos, dos tildes acentuadas como las dos bofetadas que se hubiera llevado de no haberme convertido a día de hoy en lector civilizado. Aunque a pequeña escala, fue una especie de venganza. Le dije al devolverle el papel: “¿Sabes qué? A los filólogos nos matan más que el tabaco”. No sé si me entendió, pero no me importa: al menos me desahogué.

He tenido que asistir a la incompetencia de la secretaría de mi facultad esta mañana y a la excesiva competencia de un guarda de seguridad. Podía haber sido al revés y esta mañana quizá me hubiese dado tiempo a repasar la pieza que debo interpretar mañana. Suerte que aún queda un día para la audición, porque de lo contrario el sueño de amor se hubiese convertido en un martirio y hasta al pobre Liszt le hubiesen chirriado los oídos bajo la tumba.

Lo único bueno de esta tarde ha sido la compañía, y era la finalidad de mi viaje. Puedo decir que, en cierto modo, he empezado y finalizado un trayecto. Espero que el de Viena no sea igual. Ojalá pudiese llevarme la misma compañía para disfrutar juntos de un café vienés en lugar de un moca angustiado.

Una experiencia más del destino. O como se diría en el lenguaje tabernario que tan buen regusto a cerveza me deja en el paladar: un día de mierda.

El que firma esta entrada, por cierto, no se parece tanto a mí. Viaja en el asiento número 239, lee un libro electrónico y huele a sudor. Yo ocupo la plaza 241 aunque mi billete diga lo contrario, tengo la ventana como la libertad al alcance de mi mano derecha y siento el rugido de mis tripas.


Jorge Andreu
(Perdón por la extensión. El revisor me mira por encima de sus gafas.
¿Pensará que he atracado la taquilla para no pagar mi billete?)

martes, 8 de febrero de 2011

Preguntas (I)

Un paraíso de papel manchado.
Café con sacarina.
Lectores sumergidos en apuntes,
exámenes parciales, nicotina
en los labios nerviosos,
deseos de respuestas corregidas.
La métrica, la prosa. El desayuno.

¿Será así la poesía?


Jorge Andreu
Cádiz, cafetería de la facultad de Filosofía y Letras.
8 de febrero de 2011