martes, 24 de mayo de 2011

La virgen con el niño

No eres virgen, lo sé porque se nota
en la sonrisa frágil, delicada,
que arranca de cariño su mirada
con ese brote gris de luna rota.

Su risa entre tus brazos ya denota
la vida que en tu vientre le fue dada,
producto de un amor de madrugada
bajo el refugio de una cama ignota.

Tiemblas al verte a bordo de la vida,
no sé si por los baches del sendero
o por los que te impuso la existencia.

Y vives del momento, perseguida
por el recuerdo más perecedero
que te ha legado una mala experiencia.


Jorge Andreu
Cádiz, rincón musical, 23 de mayo de 2011
Para una doncella maltratada y feliz con su joya de ojos brillantes en los brazos

viernes, 20 de mayo de 2011

Una lectura evocativa

—Tú besarás al chico o a la chica que te guste más.

Jugaba un grupo de adolescentes escondidos detrás de los arbustos, entre los merenderos, con bolsas de bocadillos consumidas por la hora del almuerzo, botellas de refrescos y una tarta de cumpleaños, y se sentían niños. Sus voces llenaban el aliento silencioso del parque mientras yo ejercía mi vocación lectora y aguardaba, con las gafas colgadas de la nariz, el paso de las horas, como si éstas sobrasen en mis asuntos de los últimos días. Yo también fui niño hace unos años, cuando desconocía los entresijos del tiempo, un niño tímido e indeciso, igual que los demás. Enamoradizo, además, quizá por parecerme a los otros.

Me acuerdo de muchas cosas. ¿Recuerdas tú, por ejemplo, aquellas mañanas de colegio, cuando durante el recreo nuestras manos entrelazadas jugaban en corro y nuestras voces diminutas pronunciaban aquellas canciones infantiles y dejaban al viento los besos inocentes? ¿Te acuerdas del conejo de la suerte, que había salido de su casa para acercarme a ti y nunca logró que estallaran mis ganas de amarte en tus mejillas? ¡Y cómo te atreviste a facilitarle el trabajo aquella mañana de septiembre, en los primeros días del segundo curso! Éramos preescolares, y aún no habíamos comprendido el sonido de dos cuerpos al roce con la vida.

Una mañana, entre las columnas del porche y sentados en los escalones, jugábamos a chocar las manos mientras canturreábamos aquella cancioncilla del conejo de la suerte que hacía reverencias con los pómulos encendidos, y como en muchas otras ocasiones, me tocó besar a alguien: a fin de que nadie me hablase de amor, posé un beso amistoso en la mejilla de mi amigo, ése que sí sabía de mis desorientaciones por tu ausencia. Otra chica besó a una amiga por el mismo motivo. Una sola vez entraron en contacto unos labios femeninos con la cara de otro chico, pero entonces todos sabíamos que ni uno ni la otra sentían más que curiosidad por la piel ajena.

Las mañanas siempre fueron así, hasta que una vez, ¡ay de mí!, delante de los ojos expectantes, te acercaste a mí para depositar en mi mejilla una tímida parte de tu boca. Tus movimientos fueron lentos, y ahora los recuerdo tan fugaces mientras leo una novela en este banco rodeado de flores, fuentes y frases rimadas de los adolescentes del otro lado de los matorrales. El tiempo, dicen, lo pone todo en su sitio, y a ti te colocó de dependienta, al cabo de los años, en una tienda de frutos secos. Dejaste de estudiar, tomaste una decisión, pero sigues tan guapa como siempre. ¡Ay, cómo dejé escapar, por tímida inseguridad, a aquella ratita de nariz respingona y traviesa mirada que gustaba de vestir chándal y amaba las pulseras artesanales! Eras un caramelo de melocotón, con tus mechones rubios, casi blanquecinos, que caían hasta tus hombros sostenidos por tus orejas separadas. Tan corriente como yo, y sin embargo tan bonita.

¡Ay, amor efímero, sediento de ternura, cómo te despediste sin decirme una palabra! Bastó una mirada distante, apagada, la noche en que cambiaste de vestido y te pintaste los ojos de un color indiferente. Y desde entonces no has vuelto a reconocerme, aunque he pasado por tu lado en mil ocasiones. Te llamabas Estrella, aún lo sé, y sé que cuando te fuiste, de tu nombre no quedó sino la estela, con dos letras suprimidas, difusas en el recuerdo de una tarde de mayo.

Cerré mi libro, guardé las gafas y, guiado por los últimos cánticos de sobremesa de aquellos adolescentes a quienes ya no me parecía, salí del parque, como un niño dolido porque le han quitado su juguete.


Jorge Andreu


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viernes, 13 de mayo de 2011

Un viajero llamado Paul

Caminaba el viajero Paul por la calle Veedor con su maleta cuando dos chicas que cuchicheaban sentadas en un escalón se acercaron:

—Perdona, ¿tienes hora?

—No. Lo siento.

—¿Y novia? —se apresuró a preguntar la segunda.

—¡Tampoco! —respondió sonriendo el viajero.

Y la comunicación tuvo éxito.

Jorge Andreu
Recuerdo de la mañana en que me examiné
de una interesante asignatura

viernes, 6 de mayo de 2011

À la recherche du temps perdu

Hoy
se arrugó una servilleta de papel
mientras en vano trataba de plancharla.
Así de moribundo estaba el tiempo,
indomable, travieso entre mis manos.
Ni el café, ni los libros, ni los besos
mojados como amargas magdalenas
querían ofrecerme
un leve brote de tranquilidad.

Adrian Leverkühn me da dolores de cabeza,
Gregorio Olías aún sigue mintiendo
en una triste línea telefónica,
y finge ser un pobre enriquecido
de gracia aquel Valjean tan desgraciado
que ayuda a los residuos de la gente
a cambio de sonrisas.
Yo, tristemente, intento
tan sólo ser el mismo.

No sé si lo consigo: estoy ausente,
como el frío en primavera,
como el hielo en agua fresca.
Pero sí estoy seguro de unas cosas:
las siento, y así vivo el presente.
Tratando de planchar las servilletas
mientras el tiempo se derrama
y ensucia mi mesa, este recinto
privado de mi alma, donde tacho
los días verso a verso.

Así lo siento.

Así dicen mis ojos malheridos,
casi muertos.


Jorge Andreu
Cafetería de la facultad de Filosofía y Letras