viernes, 29 de abril de 2011

Después de un corto sueño, un poeta se lamenta por su oficio

He dormido… ¿cuánto? ¿Cinco, tres horas?
El tiempo se ha escapado por mis poros.
En mi cabeza giran tantos coros
y tantas blancas aspas bailadoras.

—Yo tengo que escribir.
—¿Y por qué lloras?
No puedo soportar estos sonoros
compases, de tan grises incoloros,
que estrujan mi interior con las auroras.

Maldigo la mañana en que me encuentro
y la angustia que me corta por dentro
como una hoja oxidada de cuchillo.

Los versos me quitaron la alegría
con su imprevista ausencia. Yo creía
que todo esto era mucho más sencillo.


Jorge Andreu

domingo, 17 de abril de 2011

Ejecución pianística de la arietta de la sonata op. 111 de Beethoven, por Wendell Kretzschmar, descrita por Serenus Zeitblom

Resultaba extraordinariamente difícil prestar atención a sus gritos y a la música, en sí nada fácil, a la que iban mezclados. Hacíamos un esfuerzo para conseguirlo, inclinados hacia adelante, con las manos entre las rodillas, mirando alternativamente sus manos y su boca. El carácter distintivo de la frase es la gran separación entre el bajo y el distante, entre la mano izquierda y la mano derecha, y llega un momento, una situación extrema, en que el pobre motivo, solo y abandonado, parece flotar sobre un inmenso abismo, un instante de pálida sublimidad, seguido inmediatamente de un gesto de miedo, de espanto y de terror ante el hecho de que semejante cosa haya podido ocurrir. Pero muchas otras cosas suceden y se suceden antes de llegar al final. Y cuando después de tanta cólera, tanta obstinación, tanta tenacidad y tanta jactancia se llega al final, ocurre algo inesperado y conmovedor por su bondad y su dulzura. El manoseado motivo, que se despide de nosotros y se convierte él mismo en despedida, en un gesto y un grito de adiós, adquiere aquí una ligera ampliación melódica. Entre el do inicial y el re se intercala un do sostenido. Las tres sílabas sonoras se convierten en cinco y el do sostenido que viene a completar la melodía tiene algo de infinitamente emocionante y tiernamente consolador. Es como si una mano amorosa nos acariciara el cabello o las mejillas, es como una última mirada clavada profundamente en nuestra pupila. Es como una bendición sobrehumana después de la terrible sucesión de formas violentas. Un despido al oyente, despido eterno, de tan gran blandura para el corazón que arranca lágrimas a los ojos. Se cree estar oyendo palabras que dicen: «Olvida el tormento», «Todo fue sueño», «Dios es grande en nosotros», «No dejes de serme fiel». Y de pronto se interrumpe. Una serie de rápidos tresillos preparan la fórmula final, que bien hubiese podido ser la de otra obra cualquiera.

Thomas Mann, Doktor Faustus


(Daniel Baremboim al piano)