—Pues dime lo que encontré
en los tréboles del soto.
—¡Dios, sí que te lo diré:
mi anillo, mi anillo, roto!
Rafael Alberti, «En los tréboles del soto»,
en La amante (1925)
Durante mucho tiempo, aguardé tu llegada sobre un césped bañado de atardecer. El sol se había despedido, allá a lo lejos veía cómo la luna llamaba a la puerta mientras el cielo se tornaba poco a poco en un azul oscuro, primero, después en un negro estrellado y oculto tras algunas nubes. El silencio me removía las entrañas. Yo luchaba por deleitarme con el fresco aroma de la dama de noche, pero el calor consumía mi paciencia. Los minutos pasaban interminables, a mi reloj se le agotaron las pilas antes de que acudieras a salvarlo. Yo también me quedé sin energía.
Entonces dejé caer mi cuerpo sobre la hierba y algo me pinchó la espalda. Al girarme, los codos sobre el césped húmedo, fresco, lleno de sabor, hallé escondido un anillo roto, como el que resbaló de aquel dedo de tu pie vibrante cuando acaricié la planta. Como cuando dejaste caer tu amor al fondo de la arena y me regalaste la joya que encontré tras tu lengua, dulce y sencilla, esplendorosa como las estrellas que fueron testigos de nuestros besos.
No llegaste. Esperé y no volviste. Hace ya tanto tiempo de aquello, que cada noche pienso en tu cuerpo y en ese pie decorado por un diminuto anillo de plata, ahora roto, que guardo en mi bolsillo al caminar por el vergel.
Jorge Andreu