viernes, 19 de marzo de 2010

De cómo un adolescente reacio a los estudios llegó a convertirse en prestidigitador de los minutos (II)

SEGUNDA PARTE

Perdonad el bostezo, pero es que la vida de mi amigo Marcel antes de su metamorfosis siempre me resultó aburrida: tenía mucha acción en lo que se refiere a movimiento, esto es, montaba muchas peleas en el instituto, insultaba a los profesores y se metía con quienes obtenían buenas calificaciones en clase, en lugar de extraer de ellos el ejemplo; sin embargo, hay aspectos personales que sólo podemos apreciar los amigos, y después de muchas horas junto a Marcel, además de vivir a su lado la transformación de su personalidad, descubrí que en realidad el Marcel de ahora dormitaba en el subsuelo de su corazón, sólo que aún no se había dado cuenta. La vida a partir de su primera lectura me resulta mucho más grata de contar. Pero no adelantemos acontecimientos.

Decía que meses después su vida experimentaría un cambio extraordinario, y en efecto así fue: una tarde llegó a su casa enfadado por algún asunto semejante a los ya referidos y su padre, sin venir a cuento, le reprochó las salidas imprevistas de cada día, a lo que mi amigo no supo cómo responder. Su carácter estaba muy disparatado en aquella época y reaccionaba con euforia ante cualquier estímulo, hasta lanzar un puñetazo sin detenerse a pensar en lo que hacía —lo mismo que les sucede a los callejeros de su edad, aunque no sean capaces de admitirlo—. Así que al ver a su padre enfurecido sin motivos se encolerizó aún más, de manera que la casa se convirtió en pocos segundos en una perrera donde se oían gruñidos y casi hubo zarpazos. Esta pelea fue quizá la última de Marcel y le sirvió para dar el cambio que me disponía a contar antes de que el acontecimiento de los carteles mal escritos se cruzara en mi camino. Así pues, Marcel corrió a su habitación, donde su hermano jugaba al ordenador, y pues no hallaba otro modo de olvidar el ruido de su alrededor, de una estantería poco poblada extrajo al azar un libro de doscientas páginas que desde su compra nadie había abierto. Se tumbó en la cama, encendió la lámpara de la mesita de noche y se sumergió en la lectura el resto de la tarde y la noche completa, sin bajar a tomar la cena, de modo que a la mañana siguiente, como lo vi tan callado, le pregunté qué le ocurría y me contó que no había dormido nada para leerse un libro completo. Imaginad mi reacción de entonces. Él le quitó importancia con un gesto de la mano, pero yo sabía que aquello dejaría sus huellas en mi amigo.

El curso llegó a su fin y, tal como se esperaba, Marcel obtuvo buenos resultados. Nunca supe cómo lo hacía, pero el caso es que sin estudiar avanzaba curso tras curso. A mí me suspendieron la asignatura de música: no sabía entonar y aunque la teoría estaba aprobada, el profesor no quiso darme un voto de confianza, así que ese verano me harté de canturrear el himno de la alegría.

No sé si conocéis a Joaquín Sabina. Es un tipo que cantaba algo de que los besos duran tanto como el hielo de un güisqui. Lo sé porque ese verano Marcel se mostró feliz de haber descubierto en el sótano de su casa los discos de ese hombre y los escuchaba a todas horas. Una mañana fui a que me ayudara con el solfeo, porque a él le había ido bien desde el principio, y me sorprendió ver su emoción cada vez que el cantante pronunciaba un verso; y entonces comprendí que había dejado de lado a los pinchadiscos pastilleros. También fue una sorpresa descubrir algo que se había tenido muy callado: sabía tocar el piano, y de hecho lo hacía muy bien. Al curso siguiente —yo aprobé mi examen de septiembre gracias a su ayuda—, todos nos dimos cuenta de su arte: al principio de la clase, un chico se había acercado a nosotros y había escuchado cómo Marcel planeaba un atentado contra las ruedas del coche de una profesora, y se asustó, pero cuando lo vio salir al centro de la sala, sentarse en el piano e interpretar como nadie un estudio de Chopin, supo que no era tan macarra. En efecto, Javier —que así se llamaba el muchacho— se unió a nuestro grupo muy poco tiempo después, mientras que Mario se volvió ajeno a nuestra presencia y terminó por alejarse debido a su actitud tan reacia a lo que consideraba una pijada y no era sino una loable habilidad artística. Sin embargo, el rechazo de Mario ejerció una notable influencia en mi amigo, como ahora veréis.

Mario cambió de amistades hasta llegar a extremos innombrables. Empezó a faltar a clase y mostraba más desinterés que el peor Marcel, e incluso una vez lo insultó al verlo en compañía del nuevo amigo; le dijo: «hay que ver, con lo leal que eras y me cambiaste por una rata de biblioteca», y es que esta especie demoledora sugiere echar la culpa a quien hace el bien. La rata de biblioteca no era sino un joven amante de la lectura que disfrutaba con el intercambio de opiniones, y aunque se mostraba indeciso a la hora de sacar el tema porque no estaba seguro de que fuera del agrado de Marcel, éste en ningún momento cambió su sonrisa por una mueca de asco como otrora hiciera en la noche de botellón. Además, la conversación con este chico desembocó en una propuesta para que presentara un poema al concurso del instituto. Habéis oído bien: mi amigo Marcel guardaba poemas de desamor dedicados a Helena y muchas otras sonrisas, versos de los cuales nunca me habló, y pues había salido el tema en el recreo de una mañana de abril, decidió enseñármelos y presentar al certamen, el cual concluía con una copla muy hermosa:

Me moriré en solitario
yo, triste y sin el orgullo
de cumplir mi gran deseo,
que es besar los labios tuyos.

Ganó el primer premio. Nadie lo esperaba, ni aun el profesor de lengua, que en aquel año nos explicó su parte y la que debía haber explicado la profesora del curso anterior. No conocía esta faceta de Marcel porque aún era muy pasota: prefería estudiar música, ahora que todos sabían de su lado artístico, y rehusaba perder el tiempo con la sintaxis. De hecho, ahora recuerdo aquella mañana remota en que nos deleitó, por orden del profesor, con un recital cargado de romanticismo y ensueños de Debussy. Era ya mayo, ya le había sido entregado el premio de poesía —un libro, por celebrarse el acto de entrega el 23 de abril— y pocas semanas después llegaría el final de la secundaria. El aula aguardaba vacía y en silencio la entrada del concertista, quien tardó unos minutos en atravesar el umbral de la puerta con su camisa blanca y su pantalón negro, con sus zapatos elegantes y su mirada indecisa. Toda la indiferencia que en otro tiempo mostrase ante los eventos culturales ahora se mezclaba al miedo escénico, a los temblores antes de ejecutar su primera pieza en público, que fue un nocturno de Chopin, y después del colofón al que dedicó una danza española de Enrique Granados, más una propina mozartiana a petición de la profesora de biología. A mí se me saltaron las lágrimas cuando vi a mi mejor amigo saludar con esa inclinación de músico profesional. Con los últimos acordes a Mario le entraron ganas de vomitar e hizo el gesto ante la mirada del pianista. A Helena, que asistió gracias a mi llamada, se le rompió el corazón y a su novio el mito de hombre duro. El resto de los oyentes contuvieron la respiración durante la hora y media de música sólo interrumpida por los crujidos de la banqueta del piano, cuyos chirridos facilitaban la concentración a su ocupante.

Así pues, Marcel fue capaz de sacar emociones de sus dedos, y éstos calaron en lo más hondo del público, de modo que esa mañana se convirtió en el chico más popular del instituto.

A lo largo del verano ofreció dos conciertos más en un teatro, pero llevaba detrás un profesor y debido a su autoridad no le permitieron elaborar un buen programa de mano, pero aun así nos volvió a mover el corazón. El curso había terminado, el primer recital fue la noche del 26 de junio y justo después salimos a celebrarlo; sin embargo, Marcel se mostró reacio a probar una gota de mi cóctel ni quiso prepararse uno para él, sino que pidió a una atractiva camarera un vaso de güisqui con hielo. Decía que ya no soportaba las mezclas. Y yo lo comprendí después del verano.

Se resistió a mezclar la lengua y las matemáticas para el curso siguiente, así que escogió la rama de letras y se embarcó junto a Virgilio en una horrible travesía. Freud, Platón y Nietzsche lo sacaron del agujero de ignorancia donde se hallaba, y las construcciones de participio absoluto más las subordinadas de infinitivo con acusativo de sujeto lo empujaron a hacer la mayor locura que de él he conocido: leer un libro cada semana. Para lograr este objetivo, para alcanzar la cifra impuesta a sí mismo en noches de hastío y arrepentimiento por los años resbalados de sus manos, tuvo que aprender del arte de la prestidigitación y hacer malabares con las horas. Pronto se convirtió en un maestro del reloj. Pero dejadme pegar un sorbo a mi licor antes de terminar.

5 comentarios:

mariajesusparadela dijo...

Pues aun queda mucho, a lo largo de toda la vida, para sacar tiempo de una chistera y conseguir leer lo que una vida no abarca.

Isabel Martínez Barquero dijo...

Marcel fue salvado por la literatura. ¿Qué mejor iniciador que Joaquín Sabina, un juglar de nuestros días?

Todo un retrato de generación, Jorge. Es la idea que voy sacando.

Un abrazo fuerte.

Jorge Andreu dijo...

Querida María Jesús, sé que toda una vida da para mucho y aun así es imposible abarcar todas las cosas que uno quiera hacer. Yo aún soy joven y a pesar de todo me doy cuenta de que el tiempo vuela: dentro de un mes cumpliré veinte años, que aún son relativamente pocos, pero ya cambio una cifra de la izquierda. Lo que sí he podido hacer desde hace casi cuatro años -desde los 16, mi primera lectura por placer y voluntad propia- es meterme en el bolsillo los minutos para que no pasaran: sacar tiempo de la chistera como si fuese un mago, y aprovechar al máximo cada momento. La inmensa mayoría de lo que se cuenta en este relato son datos verídicos, y el hecho de exprimir cada segundo es quizás el más real. Espero que te guste.

Isabel, en efecto Marcel fue salvado por la literatura. También por la música. Y por la música y la literatura unidas: por las canciones de Joaquín Sabina. No sé si retrato una generación, pero de lo que sí estoy seguro es de que retrato a un grupo de personas, muy reducido en cualquier caso, a las cuales conozco y con las que comparto muchas experiencias. Entre ellas, el hecho de que por hablar en la calle acerca de un libro especial un "pandillero tatuado y suburbial" insulte a una persona considerándola eso que hoy llamamos "friki". Ojalá sea cierto que de verdad hay más gente así por el mundo, y entonces sí me sentiría orgulloso de haber retratado a una generación.

Un fuerte abrazo para las dos. Gracias por seguirme.

Jorge Andreu

Alberto Cancio García dijo...

Una historia muy curiosa, hermano. Como aquella del empresario que mandó rehacer todas sus fábricas contaminantes tras leer un libro sobre ecología.

Y lo que te queda... ;)

Jorge Andreu dijo...

Gracias, amigo Cancio. Pronto tendrás el desenlace al alcance de tu mano. Pronto confeccionaremos nuestro tan anhelado show musical-literario. Pronto nos veremos y tomaremos zumo y tostadas:)

Un fuerte abrazo.