miércoles, 21 de julio de 2010

Cinco mil metros lisos

«Se me durmió la sangre en la camisa»

Miguel Hernández,
«Me tiraste un limón», en El silbo vulnerado (1934)


Disfrazado de deportista, con la cinta a la cabeza y los sudores por la frente tras una larga sesión de pesas, se lanzó de un salto a la calle a trotar sobre las calorías. La tarde caía aún calurosa, aunque el sol había empezado su descanso y en pocos minutos descendería tras los cipreses que bordeaban la frontera de un pueblo perdido en la costa gaditana. Llevaba un reproductor de música colgado del pecho y dos muñequeras de un kilo, una en cada mano, para agilizar el movimiento de los brazos, y como el rock era más duro que sus oídos, no se enteraba de los trinos y los vientos. Cruzó la carretera, se adentró en un descampado, lo recorrió a marchas forzadas y alcanzó el paseo marítimo, donde tenía la comodidad del mar a su derecha y los coches lejos de su trayecto.

Corría cada vez más deprisa, como siempre, hasta llegar a una velocidad que él mismo se había impuesto y en la cual se mantenía durante todo el periodo de ejercicio, a excepción del final, cuando empezaba a ceder paso al cansancio y volvía al estado inicial, seis kilómetros por hora, que tanto le recordaba a aquel libro de Stephen King.

Esa tarde no aguantó la velocidad hasta el fin del camino. Ahogado en su propia respiración y en un pasaje inmenso de Manowar, determinó sentarse en el banco largo de piedra que recorre el pueblo casi en toda su extensión, y allí permaneció durante unos minutos hasta que retomó el aliento. Notaba el corazón en la garganta y sentía cómo había reventado en su pecho, cómo su interior se llenaba de tanta sangre que ni la bebida isotónica lo hacía recuperarse. Inspiró y espiró tantas veces como pudo hasta que el corazón volvió a su sitio.

Una vez controlados los latidos, contuvo la respiración, porque aquello activaba su furor deportivo, y tuvo que mantenerla unos minutos más. Sucedió que, sentado como estaba en aquel banco blanco, con su disfraz atlético y la cinta de la cabeza chorreando de sudor, vio pasar a una joven que aparentaba más edad de la que tenía y que secó su garganta y la sangre de su pecho. Iba en bicicleta a un ritmo muy lento, como si quisiera contemplar el paisaje de una playa llena de barro. A su lado paseaba un dálmata al ritmo de la bicicleta, sin otras cadenas que el afecto hacia su dueña, un afecto que le impedía alejarse más de lo necesario para disfrutar del sol estival.

Se cruzaron seis ojos, tres miradas: el perro a la dueña, la dueña al chico que emitía un ruido extraño desde su pecho en aquel poyo, y el falso atleta a la hermosa ciclista que llevaba un vestido rojo y delicado. Ella no pudo hacer otra cosa que sonreír y continuar su camino; lo mismo hizo el perro, aunque éste sí desvió por un momento la mirada hacia atrás cuando había recorrido unos metros. Allí seguía el chico disfrazado de atleta, que se reanimó y salió de nuevo a la carrera, ya de vuelta a casa con el corazón más rojo que aquel vestido.

Desde entonces, nuestro atleta recorre el paseo marítimo en bicicleta esperando hallar en algún rincón a la joven del dálmata, pero pedalea triste, vencido por la poesía y el calor de la seda femenina.

Jorge Andreu

2 comentarios:

mariajesusparadela dijo...

Así corren conmigo mis perros, sin más cadena que lo que me quieren.
Pero, ah, de todo lo demás no queda nada: se lo ha llevado el tiempo.

Jorge Andreu dijo...

Amiga mía, tienes a tus perros corriendo junto a ti, fieles a su dueña. ¿Para qué más? Tener eso, y aprovecharlo, es tenerlo todo. Aunque a veces hagan falta otras cosas.