miércoles, 27 de enero de 2010

Sonata para piano y mobiliario

Mi menor, presto, compás de seis por ocho. Que suene ligero. Primera nota: el crujido de la llave al penetrar en la puerta, seguido de dos corcheas que mientras se gira la cerradura hacen coro al pomo y al quejido de la bisagra para luego quedar en absoluto silencio a la espera de que la segunda voz haga su entrada. Sincopada, la ventana se abre al fondo de la habitación y con el sonido del viento deja entrever un mirador de negros herrajes, ajados por el tiempo, desde el que se asoma una anciana en bata. La puerta vuelve a acompañar y se cierra en forte; de nuevo surge el silencio tras el eco del viento. Y en el calderón que mantiene en tensión la armonía de la sala, el pianista suelta las llaves sobre la mesa, se quita el jersey, destapa el piano, lo abre, saca un libro que coloca de par en par sobre el atril, se lleva las manos a la boca y, mientras exhala aire caliente para despertar los dedos, se sienta en la banqueta. El público —el metrónomo, los atriles de metal, las partituras, las cuerdas y los pedales del piano, la planta marchita que hay encima de la mesa— contempla impaciente cómo el intérprete se acomoda, yergue la espalda, disminuye la altura de la butaca, respira con tranquilidad tres veces (una por el piano, otra por sus manos, otra por el público) y pulsa la primera tecla después del calderón.

La pieza —que comienza por un arpegio de notas picadas en un sonido suave y discreto, da paso a una melodía fácil de oír y une las dos voces como en un nexo con un lago en cuyas aguas se deja traslucir la huella de una piedra lanzada desde un puente— envuelve la habitación de alegría y vuelca sobre el pianista el sabor agridulce del escenario, el calor de los focos, los latidos acelerados del corazón y el cosquilleo entre los dedos, que notan las vibraciones de Haydn desde el principio de la sonata. Y entre notas ligadas y octavas sueltas, cruza por la mente del intérprete una pregunta: ¿por qué? Esa pregunta que todo el mundo se ha hecho alguna vez ante actos sin respuesta.

¿Por qué disfruto tanto —piensa— cuando toco una pieza musical? ¿Qué hay en mi cuerpo, qué en mi mente, qué en mi espíritu, para que ese sonido efímero que escapa de mis dedos y se esconde entre las teclas, rebote en las paredes de manera que al llegar de nuevo a mi oído me haga experimentar sensaciones que no puedo explicar? Y como el ser humano es curioso por naturaleza, el músico, de tanto darle vueltas al asunto, confunde una tecla y da al traste con la interpretación. Se estremecen los pétalos caducos del único elemento vivo que aún queda en la habitación. Pero el curioso impertinente aún merodea por los rincones de la memoria del pianista sin intención de abandonarlo.

Se da cuenta entonces de que no encontrará una respuesta, de que no hay palabras para definir la música, sólo sonidos, vibraciones de cuerdas y efectos de pedales que trasladan al más ingrato de los insectos a un mundo de fantasías, sobrenatural y encantador, que todos creen conocer y muy pocos han palpado. Así una sonrisa aparece insinuada en el rostro del músico, que ha vuelto a concentrarse y ejecuta por manos separadas diferentes pasajes de la obra. Y concluye que ese elemento indispensable para su felicidad está entre sus manos, no se puede explicar, no tiene tacto, ni sabor, ni color, ni huele a fresas ni a ginebra: está presente en la partitura, entre rayas y puntos, entre símbolos y anotaciones, y no puede separarse de su esencia porque, como el amor, una vez que se ha tenido el escaso privilegio de conocerlo, es imposible separarlo de la vida.

El amor y la música: ¡ah, qué graves enfermedades, terminales como el tiempo! Llegada la hora de regresar a casa, el pianista concluye su estudio, deja todo dispuesto para el siguiente intérprete y abandona el escenario, no sin antes despedirse de su amiga, la planta marchita, a quien con un gesto de compasión le dice que no desperdicie las oportunidades, que exprima hasta la última gota del rocío y quizás así logre saciar su sed. Pero sólo es músico: no sabe que mañana la encontrará muerta.

lunes, 18 de enero de 2010

Una tarde gris de libertad

Son las siete de la tarde de un lunes aburrido. Después de muchas horas de letargo, he salido a la calle en busca de una imagen que valga la pena inmortalizar, en busca de una sensación que me lleve feliz de vuelta a casa.

Las luces de las farolas ya empiezan a encenderse, está próxima la noche, el frío ya acecha aunque no ataca todavía, y las nubes, que cubren el cielo y le dan este tono gris, apagado, de la tristeza, hacen el intento de pronunciar unos quejidos que desemboquen en lluvia, pero entre ellas hay un hueco que deja ver la noche inminente y el brillo de una estrella en la lejanía, el mero detalle de un resplandor que me hace recuperar la esperanza.

Ando con una parsimonia impropia de mi naturaleza, como si me arrastrase la brisa marina por el paseo y a lo lejos los pájaros me mostrasen el camino con su canto. Hay silencio, tranquilidad, hay paz donde nunca antes la hubiese encontrado: en las pistas junto a las que acabo de pasar, cuatro niños juegan al tenis de dos en dos; una pareja de quinceañeros pasean acompañados de un dálmata que se acerca a mí y me lame las manos; un anciano vestido de chándal recorre el paseo y se cruza con un ciclista cuyo casco, azul celeste como el cielo cuando enseña su sonrisa, resplandece en la oscuridad al contacto con las farolas. Yo recorro solitario el paseo marítimo hasta llegar a una casa; utilizo mi llave y entro a hacer una visita. Hola, dos besos, qué tal, bien, y tú, igual, qué miras, una película de fantasmas, yo la vi hace años, genial, qué es de tu vida, intento vivirla, yo quiero hacer un viaje, yo quiero sonreír. Tras veinte minutos de visita y conversación, regreso a la calle y emprendo el camino de vuelta.

El mundo ha cambiado: ya no hay gente que camina, parejas que se besan, perros que corretean por el parque, niños deportistas; ya la calle está vacía y sólo han pasado veinte minutos. Sólo el ruido de un coche al pasar junto a mí, más la bocina del conductor al saludarme, llenan el vacío que queda de esta tarde. Envuelto en mis pensamientos, tarareo una melodía que quizá emborrone en papel esta noche, mientras recorro el suelo rosado y vuelvo la mirada al viento para no despeinarme más de lo que estoy.

Al llegar a casa, saco una taza, la lleno de leche y la meto en el microondas en tanto que me quito la chaqueta y la dejo sobre el sofá. Ping, me dice el aparato: yo atiendo su llamada y vuelco dos cucharadas de café vienés sobre el líquido caliente, una cucharada de azúcar y remuevo el manjar hasta que adquiere un color exquisito y me complace con su olor. Subo a mi habitación, la chaqueta al hombro y la taza en la mano, enciendo la luz, coloco la chaqueta en la percha y me siento a disfrutar del café. Leo un libro, me río, disfruto del silencio y la tenue luz del anochecer en mi alcoba, una tranquilidad interrumpida a veces por los gritos de los vecinos y las malditas tertulias rosas de la televisión, y al mismo tiempo pego sorbos discretos de la taza: una página, un sorbo, otra página, otro sorbo. Las pepitas de chocolate acarician mi lengua y me calientan la garganta.

Apuro el café al acabar el capítulo, respiro hondo y termino de sumergirme en el libro para pasar una hora entrañable. Es una tarde gris de libertad: la soledad ha sido mi más fiel compañera y yo con creces se lo he agradecido. «Soledad, que te pegas a mi alma en la dulce soledad de este campo…» de invierno. La hermosa soledad, morena y presumida, con sus abrazos y silencio ha amenizado mi viaje, me ha servido de sombra. El momento ha quedado inmortalizado, he regresado feliz a mi hogar y me doy con un canto en los dientes por saber que sigo vivo.

domingo, 17 de enero de 2010

El libro electrónico

Voy con retraso, pero más vale tarde que nunca. Acabo de ver en Televisión a la Carta de la web de canal sur el programa El Público Lee del día 3 de enero, el primer programa del año, que han dedicado a hacer un debate sobre el libro electrónico. Invitaron, entre otros, a la fundadora de Roca Editorial, Blanca Rosa Roca, al fundador y director de la empresa Grammata, Juan González de la Cámara, y a la dueña de la librería Luces (Málaga), Pilar Villasana. Estos tres invitados son los que más han aportado, y yo no pretendo reseñar el programa, sino mis impresiones sobre el libro electrónico.

Comparto la opinión de muchos y sobre todo —por eso la he citado— la de Pilar Villasana: el libro tiene algo más que letras y contenido, es decir, leer un libro significa tomar entre las manos un objeto de valor, de mucho valor, pasar sus páginas, sentir el roce del papel con las manos y el olor del material, sobre todo cuando es nuevo. Es una pena que muchos escritores no puedan vivir de su escritura, cuanto más que se vaya a piratear lo que escriben, porque hasta ahora el formato e-book se puede conseguir gracias a las descargas gratuitas que ofrecen muchas webs, y hay muy pocas plataformas donde se pueden comprar los libros electrónicos. ¿Qué pasaría si Almudena Grandes, Eduardo Mendoza, Luis Landero, e incluso el pobre de Ruiz Zafón dejasen de vender libros? Podrían dedicarse a escribir, pero pronto tendrían que buscar un trabajo paralelo (de hecho, la mayoría de los buenos escritores tienen un empleo aparte). Y para muchos lectores que adoran a determinados escritores, sería una pena muy grande que dejasen de escribir porque se ha pirateado toda su obra y ya no pueden dedicarse a ello.

Lo mismo sucedió con la música: la piratería llega a muchos más receptores que los discos originales. Sin embargo, los cantantes pueden dar espectáculos y las emisoras de radio pueden poner sus canciones (estas dos formas son en realidad las que sirven para que los artistas puedan vivir de sus canciones: la venta de cedés nunca ha servido como medio de subsistencia). Pero ¿qué pasa con los escritores? ¿Pueden dar los escritores un espectáculo para subsistir? No tendría nada que ver una conferencia con la lectura de su obra literaria.

Esta última idea la apoya Juan González de la Cámara: en unos años los escritores se dedicarán a dar conferencias igual que los músicos a dar conciertos. Estoy totalmente en desacuerdo con lo que ha dicho este empresario en el programa, ya que, además de pensar sólo con el símbolo del dólar en los ojos y pronunciar elogios de su «papyre» —donde sólo encuentra ventajas—, y además de mostrarse en aparente decepción porque el libro electrónico se puede descargar y no hay muchas webs que los vendan, ha dejado bien claro que sus objetivos se cumplirán en poco tiempo, y sus objetivos no son más que acabar con el libro en papel a costa de las ventas de sus aparatos electrónicos.

En tercer lugar, la fundadora y directora de Roca Editorial, una de las más potentes de España, ha estado casi entre las dos opiniones más arriba expuestas. En otras palabras: prefiere el libro electrónico porque a la hora de transportar los manuscritos que llegan a la editorial, pendientes de lectura y evaluación, es mucho más cómodo llevar un solo «cacharro» —así lo ha llamado, y comparto la misma opinión—, en el que puede incluir cientos de libros y leerlos sin necesidad de cargar con todos los manuscritos. Sin embargo, también ha reiterado su idea de que un escritor debe vender libros, porque si no, no puede vivir de ello, y es necesario también para la editorial que el libro se venda, puesto que de acabarse las ventas de libros en formato papel, también se acabaría su publicación en la editorial, es decir, que se iría a la quiebra. Roca Editorial, según ha dicho, forma parte de un círculo donde sí se venden libros electrónicos.

Mi opinión al respecto, muy clara: no estoy dispuesto a pasar el resto de mis días leyendo en un cacharro eléctrico. Si bien el libro electrónico va a acercar a mucha gente a la lectura, a gente que no está acostumbrada a este hábito, tanto yo como muchos amigos y conocidos permaneceremos en el propósito de leer libros con páginas, libros con cuerpo, porque el libro es el mejor amigo del hombre, es un cuerpo de mujer y conviene abrazarlo cada noche. Como me dijo un conocido mientras hablábamos del tema, «me da igual que se creen libros electrónicos, yo seguiré comprando los de papel». Al libro digital le faltan todas las características que tiene el libro de papel. Y además, los títulos que de verdad me interesan aún no están incluidos en el formato electrónico, así que mucho más a mi favor. De todas formas, no estoy ni estaré dispuesto a releer el Quijote en formato digital.

Me acuerdo ahora mismo de otro subtema que han tratado en el programa: el de incluir canciones o imágenes de fondo. Cuando el narrador de una novela nos traslada a un bar y menciona la canción que se escucha, el lector electrónico podrá en un futuro reproducir esa melodía. Me parece excelente. Pero ¿incluir un paisaje para complementar la descripción?, ¿reproducir el gesto o la descripción física de un personaje cuando el narrador nos haga explícitos sus ademanes? Me parece bastante vacío: ¿dónde quedó la imaginación del lector y las múltiples lecturas de una obra? Apostaría cualquier cosa a que nadie se imagina del mismo modo el rostro del coronel Aureliano Buendía, de Ramón Villaamil o del moro Almudena. Si el lector electrónico reproduce la cara, ¿para qué servirá la imaginación del lector? Al carajo el enriquecimiento intelectual de la población.

Lo único que veo interesante del libro electrónico es el destinado a los colegios e institutos: utilizar un aparato que cuesta 300 euros pero que sirve para todo el periodo educacional de una persona hasta los 18 años. Evitar las mochilas cargadas de libros y cuadernos, las desviaciones de columna, los olvidos del material, el dinero empleado en tantos y tantos cuadernos, bolígrafos, etc. Sólo apretar un botón en el cacharro y tener ante los ojos el tema de ciencias naturales del que se hablará ese día; apretar otro botón y poder escribir como en una pantalla táctil: eso es lo que merecería la pena de un lector electrónico, y no ver la interpretación que el editor le dará a la mirada de Ignatius J. Reilly.

No sé si me he dejado algo en el tintero. En ese caso, volveré a escribir una entrada sobre el tema más adelante, porque seguro que hay algo más que decir, algo más que tenía pensado pero que ya por la extensión de este post no incluiré. Sí voy a terminar, y perdónenme por ello, con una cita que viene muy a cuento del tema que he tratado en estas líneas y que tiene mucho que ver con mi opinión y la de muchos:

«El acto de leer establece una relación íntima, física, en la que participan todos los sentidos: los ojos que extraen las palabras de la página, los oídos que se hacen eco de los sonidos leídos, la nariz que aspira el aroma familiar del papel, goma, tinta, cartón o cuero, el tacto que advierte la aspereza o suavidad de la página, la flexibilidad o dureza de la encuadernación; incluso el gusto, en ocasiones, cuando el lector se lleva los dedos a la lengua (…). Muchos lectores no quieren compartir todo eso; y si el libro que desean leer está en posesión de otra persona, las leyes de la propiedad son tan difíciles de respetar como las de la fidelidad en el amor».

Alberto Manguel, Una historia de la lectura (Alianza, p. 339).

Si has llegado hasta aquí, querido lector, será porque te interesaba el tema. Agradezco tu atención y espero volver a verte por aquí.