sábado, 27 de marzo de 2010

Verdura soleada con un baño de tierra agridulce

Este laudatorio escrito a mi más fiel compañera de correas y lametazos, de quejidos y bostezos, fue publicado en el blog de la Generación del Ocho el día 14 de marzo, hace muy poco tiempo, pero quería añadirlo a la lista de entradas publicadas bajo el título de una receta, de un plato tan delicioso como su compañía. Espero que quienes no lo hayan leído en el otro blog disfruten del contenido.

La lengua a un lado, a otro, agitada al compás de tu respiración, como arrojada al vacío por la brisa, por este aire que nos envuelve en un silencio profundo, íntimo, propicio para compartir unas miradas. Tus ojos brillan y en su luz veo el reflejo de mi rostro, el pelo alborotado y el ceño fruncido, mientras las pausas de tus parpadeos y tu constante movimiento me impiden dirigirte un guiño. Suspiras, tragas saliva, vuelves a sacar la lengua y lames mi cuello justo cuando un amigo pasa ante nosotros y se lleva el recuerdo de una imagen feliz. El sol me enseña el mundo, y tú la vida.

Desde mis pestañas se desliza colina abajo una lágrima fugada de su hogar y cae parsimoniosa hacia la tierra. Tú la sorbes y rastreas la huella gris que ha dejado para luego mirarme, pedir una respuesta que no puedo concederte, y a mí sólo se me ocurre abrigarme en tus brazos. Gimes, sin llegar al llanto, y mis mejillas saladas relames; yo recojo la aspereza de tu lengua en tanto acaricio tu piel y los espasmos se apoderan de mi pecho. Entonces te echas sobre mí y me demuestras tu cariño bajo la protección del astro rey, sobre este reloj que ya no mide mis horas perdidas, que se ha detenido en un minuto con el propósito de no confiarme más secretos.

De repente, oigo una voz a lo lejos que me dice: «ven, ya es la hora, hemos de volver»; y entonces me levanto del suelo, sacudo la tierra de mis pantalones, beso tu cabeza y te pido que me acompañes hasta el banco. Me vuelves a exigir una respuesta y yo sólo puedo darte una sonrisa y una caricia bajo el cuello, un pellizco tras la oreja y el crujido de la cadena al contacto con la anilla del collar.

Cruzamos la carretera, y en el campo te dejo libertad. Sosiegas tu vejiga sobre la hierba, la dejas reluciente y luego correteas entre los matorrales. Desde lejos te veo sumergida en la maleza, muy quieta, y al instante retornas tus pasos hacia mí en un gracioso trote, saltas a mi lado y lames otra vez la mano que te engancha a la cadena. Susurro en tu oído unas palabras: «vámonos a casa». Y dejo que marques el ritmo.

Pobre amiga mía, que tantas veces me has pedido salir de paseo; pobre hermosura de vellos resplandecientes bajo la intensidad agridulce del sol: vamos a casa, donde te prepararé un delicioso manjar y jugaré contigo hasta el crepúsculo. Y yo que no esperaba una respuesta de tu boca, no merezco la palabra más grata que sabes dirigirme: «guau».


Jorge Andreu.
A quien comparte mi soledad con sus lamidos.

11 comentarios:

mariajesusparadela dijo...

Ellos, los que siempre están, se merecen un homenaje de vez en cuando.

Jorge Andreu dijo...

¿Verdad? Y sin embargo muchas veces se van de nuestro lado sin haber recibido nuestras palabras.

Madison dijo...

Ostras Jorge como me he identificado con tu escrito.
Aquí le tengo a mi lado, no me deja ni a sol ni sombra, escucha como me pongo el abrigo o cojo el bolso y se vuelve loco de alegría.

Jorge Andreu dijo...

Vaya, pues me alegro mucho, Madison, por los dos. Dale mucho cariño de mi parte. Ellos sí que nos entienden bien.

Un beso

Jorge

Isabel Martínez Barquero dijo...

Siempre nos acompañan y necesitan poco, apenas una mirada nuestra, para sentirse felices. Qué menos que reconfortalos con palabras y mimos y, por supuesto, una comida rica.
Entrañable escrito, Jorge.

Isabel Martínez Barquero dijo...

Ah, se me olvidaba señalarte una erratilla al final: "la palabra más gratas que me sabes dirigirme..."
Supongo que o sobra el "me" o se queda en "dirigir".
Dichosas erratas. A mí también me persiguen, bien lo sabes. Menos mal que muchos ojos...

Jorge Andreu dijo...

Isabel, creo... bueno, no creo: sé que son mucho más generosos que las personas. Un día no tienes ganas de hablar con ellos y al día siguiente no te dan de lado. Una mañana te levantas con el pie izquierdo y lo tomas con ellos, y al cabo de cinco minutos vuelven a pedirte cariño. Mi compañera -un braco que responde al nombre de Brenda- a veces sí se enfada conmigo, pero siempre sabe demostrarme su cariño con abrazos (abraza, es cierto).

Amiga mía, te has convertido en mi detectora de erratas. Gracias por encontrar esas palabras malditas, intrusas de los textos. ¡Malditas teclas! Podrías ver en el manuscrito que no existe tal errata, y sin embargo... Ya está corregida.

Un fuerte abrazo, Isabel.

Jorge Andreu.

Alberto Cancio García dijo...

Ya sabes lo que pienso de esta delicatessen... Jejejeje.
Un saludo desde el fondo de mi agujero... ¡¡Shhhh!! Estoy escondido!!

Jorge Andreu dijo...

Gracias, Alberto. Ya sabía lo que piensas, pero aun así, ver tu comentario en esta entrada, a pesar de haberla leído ya en el otro blog, me llena el estómago de un yo qué sé que... qué se yo.

Sigue escondido, amigo mío, sigue en tu agujero y recuerda las hazañas de Gotafría y los Cancios de Sevilla.

Un fuerte abrazo.

Jorge Andreu

Mª Teresa Sánchez Martín dijo...

Qué tierno homenaje a tu fiel compañera.
Hace tiempo que no tengo un amigo así en la familia, pero no puedo olvidar a los que han pasado por mi vida. Se merecen expresiones de cariño tan bellas como ésta por su incondicional amistad.

Un saludo
Teresa

Jorge Andreu dijo...

Claro que sí, Teresa. La compañía de estos amigos que nunca se enfadan con uno... eso es lo mejor que pueden ofrecernos. No hay un cariño más tierno que el de una persona y su mascota.

Un abrazo.

Jorge Andreu