Todas las novelas tienen una historia detrás, algunas más importantes que la propia novela. En mi caso ha sido esa la sensación, porque la historia de Los enamoramientos, la última novela de Javier Marías, como en la mayoría de sus libros, es algo secundario, un pretexto para la reflexión. Que María, una mujer que trabaja en una editorial, observe cómo desayuna un matrimonio cada mañana en la misma mesa de un bar y se entere por los periódicos de que de pronto el hombre ha sido asesinado por un gorrilla en mitad de la calle, suceso que desencadena una serie de relaciones y diálogos entre María, Luisa —la viuda— y Javier —el mejor amigo del difunto—, en busca de una explicación a esa muerte y en persecución de un modo de asumirla, es lo menos importante de la obra.

Los enamoramientos es, ante todo, una reflexión sobre ese estado que es el principio del amor. Una visión hecha desde tres perspectivas: la de la narradora, María, la de Luisa y la de Javier, cada cual con una idea y unas experiencias diferentes. Al mismo tiempo, las conversaciones sirven de punto de partida para largos soliloquios sobre la muerte, en forma de monólogos internos en los que se cuestiona la importancia del final de la vida. Y como complemento a estos dos grandes temas, pilares fundamentales no sólo de la obra, sino de la personalidad del ser humano, el personaje de Javier añade una novela de Honoré de Balzac titulada El coronel Chabert, sobre el regreso de un coronel a quien estimaban muerto al hogar donde el orden ya se ha reestablecido, cuya lectura, añadida al recuerdo de Los tres mosqueteros de Alexandre Dumas, despierta más aún la búsqueda interna de una respuesta por parte de María.
Así pues, no debe conformarse el lector con el final de la trama, que más que sencilla es simple, ni enfrentarse a la novela como una historia entretenida, porque en ese caso lo defraudará con creces. Lo importante, lo que hay que considerar —pese a muchas malas críticas— es la habilidad de escribir cuatrocientas páginas sobre un solo tema estudiado desde diferentes puntos de vista. He de añadir, por mi parte, que esperaba algo más profundo y que, en mi opinión, con 100 páginas menos hubiese estado mejor. Si hablamos de la novela como si de un edificio se tratara —cuántas veces hemos escuchado esa metáfora—, he de decir que encuentro pasajes muy esclarecedores sobre el tema central y momentos donde la prosa adquiere un tono lírico que deja buena sensación, pero también, por desgracia, demasiados momentos en que el edificio no se sostiene: ya sea a causa de los cimentos, ya del material, lo cierto es que a veces se derrumba inevitablemente. Esas son las 100 páginas de las que hablaba; en el resto, por el contrario, hay pasajes donde la arquitectura puede tambalearse, pero también algunas columnas capaces de resistir la fuerza del viento.
Esa ha sido mi impresión sobre esta novela, que sin duda ha gozado de éxito por algo que no le quita merecimiento: Javier Marías se ganó hace mucho tiempo un puesto en el panorama literario español, y novelas como esta no lo desprestigian, si bien tampoco lo enriquecen como lo que llaman «escritor de culto».
Jorge Andreu