sábado, 17 de marzo de 2012

Marcos Giralt Torrente - Tiempo de vida

Todas las novelas guardan, al menos, tres historias: la principal, que algunos llaman argumento, y dos secundarias, que corresponden a la del autor y a la del lector, esta última tan numerosa como receptores haya de la obra. Tiempo de vida contiene la historia de un escritor que recuerda a su padre desde su infancia hasta que murió tras año y medio de lucha contra el cáncer, ese «tiempo de vida» en que trataron de recuperar el tiempo perdido. La novela como obra contiene la historia de Marcos Giralt Torrente, que se hizo con el Premio Nacional de Narrativa en 2011 por esta pequeña narración, mezcla de realidad y ficción, con más pretensiones de lo primero que de lo segundo. Y el libro como formato físico contiene mi historia personal, la anécdota de una coincidencia en la biblioteca pública adonde yo iba a devolver mi anterior lectura, cuando apoyado en el mostrador a la espera de que lo atendieran me encontré a un antiguo profesor del instituto en el que crecí, quien al saber de mi desconocimiento hacia este novelista me acompañó a la estantería y me dijo, «éste es, llévatelo». Por esta razón, no creo conveniente hablar mal de un libro que llegó a mis manos recomendado por una persona a quien no veía desde un tiempo atrás; y en consecuencia, voy a tratar de ser ecuánime en mi valoración.

En Tiempo de vida (Anagrama, 2010), Marcos Giralt Torrente habla de sí mismo y nos cuenta la relación con su padre, el pintor Juan Giralt, aunque en ningún momento desvela su nombre. Construye una narración real de doscientas páginas en las que insiste, a la manera de un poema elegíaco pero despojado de todo sentimentalismo, en la repetición de estructuras sintácticas para recoger, año por año, mes a mes, las vivencias que experimentó en su adolescencia separado de su padre, las primeras experiencias como escritor -y habla del resto de su obra literaria-, los reconocimientos, los contactos con el amor y, por fin, el afán de recuperar el tiempo perdido con su padre. El apoyo de su madre durante toda su vida lo ayudó a dar los pasos que lo condujeron hacia la madurez, hasta que la enfermedad de su padre lo instó a olvidar el pasado y acercarse a su figura sin rencor. Así pues, no se trata de un ajuste de cuentas ni de un homenaje a su padre: la novela es, nada más y nada menos, un ejercicio de memoria y, al tiempo, una reflexión sobre la supresión de elementos sentimentales en una obra literaria que no pretende emocionar, sino buscar respuestas.

Pero esas respuestas no ha podido hallarlas hasta que se ha enfrentado a la escritura, porque «la ficción te permite decirlo todo». De ahí que parta de la siguiente cita de Nietzsche: «Contamos con el arte para que la verdad no nos destruya». Por tanto, parece necesario respaldarse en el arte -la escritura, en este caso- a fin de no rendirse a la evidencia. Y como esto es «una historia de dos» aunque sólo uno la cuente, el proceso de escritura es lo que ayuda al autor en la búsqueda de un lazo de fidelidad con su padre.

Para recomendar su lectura, destaco la objetividad de la narración, la ausencia de patetismo y la fluidez de la prosa, aunque a veces pueda resultar incómoda de puro repetitiva. Sin embargo, por los tres o cuatro momentos de verdadera exquisitez, sí me atrevo a recomendarla. Acaso la historia de un nuevo lector suponga una visión diferente de su contenido, y en su caso, sería interesante compartir esas opiniones.


Jorge Andreu

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