lunes, 8 de febrero de 2010

Una soledad sonora

La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

San Juan de la Cruz


Después de la cena, saciado mi apetito, quise hablar conmigo mismo sobre aquella jornada, para así saber si la había aprovechado al máximo, exprimido hasta el último jugo, y como estaba solo y no quería gastar la voz con vivencias que ya conocía de primera mano, me senté ante la mesa, acerqué la silla, llené un vaso corto de güisqui con hielo y, tras tomar un sorbo, cogí la pluma. Estaba seca: el papel protestaba a su contacto y la cabeza de plata chirriaba con mi impulso, así que alargué la mano hacia la estantería. Proust, Galdós, Landero, Hierro, García Montero, Victor Hugo, García Márquez, Saramago y, por fin, un pequeño tarro de cristal lleno de tinta china en cuya etiqueta había un garabato en forma de pe. Con sumo cuidado, desenrosqué la tapa, desnudé el cuerpo de mi amiga e introduje su boca en el líquido. Ya faltaba poca tinta, el recipiente me había hecho ya larga compañía, pero aún cubría la cabeza completa, de manera que no resultó difícil girar la palanca para que el émbolo absorbiese lo que a su paso encontraba. Luego cerré el tarro, vestí a la doncella y regresé al trabajo; entonces comprobé que ya cedía a mis palabras y empezaba conmigo a recordar.

Parecía noche entrada, y sin embargo faltaba una hora para el amanecer. Era mayor la luz de los coches que la de las farolas, que se perdía antes de llegar al suelo. La oscuridad aún bañaba la calle, el cielo estaba nublado y la mañana tenía un aire triste: las nubes no permitían pasar un ápice de la claridad proporcionada por la salida inminente del sol. Crucé pasos de peatones, saludé a los conocidos, sonreí a una niña que iba al colegio con su madre, su chaquetón y su mochila, recorrí el itinerario que la rutina me había impuesto y llegué a la estación, donde tuve que esperar unos minutos sin saber que casi eran las nueve. El tren se retrasó, pero no me importó demasiado: sin enfadarme subí a bordo y encajé mis ojos en la lectura. Al llegar a mi destino descubrí que las nubes habían desaparecido y el sol deslumbraba.

Llegado a este punto, el hielo emitió un crujido que me devolvió a la realidad como si reclamara mi atención; para no dejarlo desatendido sorbí un poco más. De inmediato, quizás exhausto por tratar de reunir aquello que pretendía contarle a mi cuaderno, y también preocupado por la extensión de un asunto tan trivial, me concentré en lo que tenía entre manos. Decidí que ya era tarde para borrar las pisadas y al mismo tiempo reviví la sensación que había experimentado esa mañana y que me disponía a desarrollar por escrito.

Recordé, pues, que a mitad de camino entre el infierno y el cielo me topé de cara con un músico ambulante que utilizaba su guitarra y su canto para amenizar la calle. Era tan gastada su voz, tan improvisada la melodía que gobernada por cuatro acordes entonaba aquel artista, y era tan parecido a lo que yo querría expresar desde mi escritorio aquella misma noche, que no pude por menos de detenerme en seco ante él, seguir durante unos compases la letra que me era conocida, arrojar unas monedas a su sombrero y dedicarle un guiño a modo de saludo antes de irme. Y mientras pensaba en los artistas que hay esparcidos por la calle, sobre todo en algunas ciudades donde por cada rincón se escucha un estilo musical distinto, y reemprendía mi camino sin mirar a los que en el bar de enfrente maldecían a mi amigo, formulaba en mi interior el deseo de que todas las mañanas fuesen como aquella: el despertar de la ciudad con la guitarra y la voz rota del joven solitario a quien tan gustoso acompañé. Noté el sabor de mi saliva mezclado con el de la tinta y la cebada, y entonces descubrí que mi cabeza dejaba su peso sobre mi mano y el papel se había quedado en la mañana nublada. Me sentí como un colegial cuya hora de estudio entretiene el vuelo de una mosca.

Quería exprimir el tiempo y, en cambio, no había logrado ordenar mis ideas. Mientras formulaba mi deseo, no dejaba de pensar en ese asunto que, como una canción, quería reunir en pocas líneas, en tres minutos y dos estribillos. Pero sólo tuve valor suficiente para apurar el vaso y atender las llamadas que, pues eran las once de una noche de viernes, me habían de llevar de fiesta.

13 comentarios:

Culturajos dijo...

Buena entrada camarada. Me ha gustado esa alternancia ficción-realidad y el ambiente que creas de oscuridad con vaso de whisky, un ambiente del XIX, un poco a lo poe pero menos siniestro.

Que no se te seque la pluma amigo, se bien sabido que aun tienes muchas cosas por decir y esa pluma ha de ser testigo de ello.

Un fuerte abrazo.

Fumador.

Jorge Andreu dijo...

Gracias, amigo Fumador. Por regla general, ese ambiente oscuro con vaso de güisqui de acompañamiento es, además del decimonónico, el que hay en mi habitación o en mi salón cuando estoy solo en casa y puedo dedicarme a escribir con tranquilidad.

Tranquilo, que lucho cada día por exprimir el tiempo y evitar que la pluma se seque: por eso trato de mantener con vida el tarro de tinta de mi estantería.

Otro gran abrazo para ti, compañero.

Jorge Andreu

Eva dijo...

Un tanto extraño Jorge. ¿De dónde sacas estas ideas? jaja.
Creo que le falta algo de..."sustancia". Por lo demás, la forma en la que está escrita me parece interesante.
Por cierto, tengo que preguntarte algo sobre esto más en privado.

Un beso.

Eva dijo...

PD: ese título me suena muchísimo...

Isabel Martínez Barquero dijo...

La cita inicial me dejó ya rendida, porque no me resisto a San Juan de la Cruz.
"La soledad sonora"... Citaron este verso en mi blog en una época en que iba muy agobiada, una época en que algunos pensaban que esta humilde mujer era una cátedra andante de literatura, y, a sabiendas, voy y suelto: "Luis Cernuda". Ya ves, cuando San Juan es mi poeta favorito y me lo sé casi de memoria. Llegan los buenos y compartidos amigos de Culturajos y me tiran de las orejas (no sabían ellos que espantaba moscas). Enmiendo, pero no aclaro la autoría. ¡Lo que me pude reír. Y es que, a veces, soy muy mala.

Es como si te hubiera visto, Jorge, de lo detalladamente que describes el acto de ponerse a escribir. Incluso, he sentido nostalgia de escribir con pluma (así tomaba los apuntes en la Carrera y así escribía antes). Me gustaba el rito de acudir al tintero, porque no me seducían los cartuchos, mucho más prosaicos y, sobre todo, más caros para mis huecos bolsillos de estudiante. ¡Ah, la tinta azul real...!

Es un lujazo tu acompañamiento de fondo, ese que te ampara desde la estantería y se llena de nombres tan amados. Con ese bagaje, el tiempo se hace palabra.

En definitiva, que me enrollo: que me gustó. Y alabo la decisión final de irse de juerga. Es muy sensato y apropiado, otro alimento más del espíritu.

(Creo que te he observado una errata en la tercera línea. Dices: "exprimido hasta el último su jugo...". Supongo que sobra el "su" o será "de sus jugos". No sé. Tú échale un ojo. Si vieras la de veces que me disgusto conmigo misma por este motivo, porque me observo cada tropelía errática).

Jorge Andreu dijo...

Gracias por tu comentario, Eva. Esa "sustancia" que mencionas es la que ya te he explicado: no es más que un pequeño relato sobre cómo me puedo torturar antes de escribir una canción sin llegar luego a terminarla. Aunque puede que el mensaje esté demasiado oculto.

Un beso.

Jorge Andreu dijo...

Isabel, me ha agradado mucho leer tu comentario: firmas así, largas, son las que más me gustan si tienen fundamento.

En primer lugar, te agradezco que hayas encontrado esa maldita errata que suele haber en todo texto: ya está corregida.

En segundo lugar, lo que dices de Luis Cernuda y la soledad sonora me ha divertido mucho, pero al menos demostraste que conocías ese verso y que conocías a otro poeta: dos pájaros de un tiro. He conocido a gente que dice no leer a Cervantes porque tras la lectura del Buscón se dio cuenta de que no quería más, imagínate.

Y por último, lo que dices de escribir a pluma... yo desde que probé la comodidad de una estilográfica no soporto escribir un poema o un relato, incluso los apuntes de la carrera con un bolígrafo. Si no hay otra cosa, claro, escribo con bolígrafo de tinta líquida, uno en concreto (soy muy especial para esas cosas, supongo que me entenderás), pero donde esté el placer de escribir con una pluma, recargar del tintero, limpiar la cabeza, mimarla en definitiva, que se quiten los ordenadores y los bolígrafos.

Se me viene ahora a la memoria un pasaje de la novela que aparece en la columna derecha como Libro Recomendado -que lleva ahí desde que abrí este blog porque es mi novela contemporánea favorita-. Es un solo párrafo donde se dice que la caligrafía es una subdisciplina de la filosofía, porque al redondear las letras con las manos es como si te apoderases del concepto. Y concluía el tío Félix Olías con una frase muy interesante: "Y le explicaba que la gran ignorancia que reinaba en el mundo se debía a la difusión de la máquina de escribir". También me acuerdo de algo que, si no me equivoco, era una greguería de Gómez de la Serna: "Me gustan más las máquinas de escribir viejas que las nuevas, porque las viejas tenían menos faltas de ortografía".

En definitiva: que yo también me enrollo, jaja. Muchísimas gracias por tu comentario, pero sobre todo por leerme. Agradezco tu atención: siempre serás bienvenida en mi café.

Un fuerte abrazo.

Jorge Andreu

Isabel Martínez Barquero dijo...

No recomiendas mal libro. Lo sacó en 1989 y me dejó con la boca abierta. El autor apareció de la nada y llegó para quedarse. Cuando lo leí, recobré la esperanza en la literatura.
Ahora estoy acabando el último, "Retrato de un hombre inmaduro", y tiene perlas de antología. Un disfrute este Landero.

Jorge Andreu dijo...

Vaya, no sabía que lo hubieses leído. No sabes cuánto me alegra ver que también te gusta Luis Landero. A mí el último libro me ha gustado también bastante, aunque no tanto como el primero, pero claro, las comparaciones son odiosas: son dos mundos distintos y cada una tiene su cosa.

Madison dijo...

Hola Jorge pasaba para darte la enhorabuena por tu blog y por esta maravillosa entrada
A mi tambien me gusta Landero, y siempre ecuerdo con cariño el primer libro que leí de el, El guitarrista.
Un abrazo

Jorge Andreu dijo...

Hola, Madison. Te agradezco mucho que te pases por mi blog y me leas. A mí me faltan todavía algunas novelas de Landero que leer, y quiero precisamente que la siguiente sea El Guitarrista. Me alegro de que también te guste.

Un abrazo

Mª Teresa Sánchez Martín dijo...

“La soledad sonora” es muy exigente, amigo; requiere dedicación absoluta. Si no es así, recoge los bártulos de la inspiración y nos deja la pluma seca.
Y mientras buscamos el tintero, la realidad con sus enredos de materia y escándalo, espanta a “La Soledad sonora”, nos envuelve y nos roba las canciones, los poemas…yo he perdido así unos cuantos.

Un abrazo
Teresa

Jorge Andreu dijo...

Gracias, Teresa. Te comprendo en eso que dices de las canciones: nos roba no sólo canciones, también una sola frase que se nos ocurra y que queramos anotar. Creo que para escribir hay que estar solo: no vale irse a una biblioteca donde la gente esté callada; a mí al menos no me sirve.

Un abrazo fuerte.

Jorge Andreu