jueves, 4 de junio de 2009

El adolescente que cambió de traje

Había una vez un circo que alegraba siempre el corazón, un circo lleno de leones, acróbatas, mujeres barbudas y, sobre todo, payasos. Un circo con el que todos los niños con una edad comprendida entre los cinco y los doce años soñaban cada noche, un circo que se montaba una vez al año, que duraba poco menos de una semana y que servía de diversión a gentes de todas las opiniones, razas y caracteres.

A ese circo queríamos ir a montar en las atracciones y que los leones nos lamieran las mejillas como gatos y los elefantes nos levantaran por los aires y los acróbatas nos diesen la mano en las alturas mientras mirábamos hacia abajo en dirección a nuestros padres, que nos observaban desde larga distancia. A ese circo queríamos acudir durante los seis días de duración y de ese circo no queríamos irnos aunque el dinero ahorrado durante todo el año, más la ayuda de nuestros abuelos, se hubiese extinguido en la tercera jornada. Qué recuerdos aquellos tiempos en los que uno tenía menos de doce años y ninguna preocupación sobre el qué dirán de los payasos que pasaban por alrededor.

Cuando el adolescente en que se había transformado aquel niño llegó a los catorce años, el circo se convirtió en una mezcla de rebeldía por salir con los amigos del instituto a hacer travesuras y un paraíso de atracciones y grúas de las que se podían extraer peluches que enamoraban a las chicas. En aquella época los jóvenes empezaban a descubrir el escozor que producen la mirada femenina azulada y los labios rosados cargados de las primeras marcas de maquillaje, de los primeros intentos de convertirse en una mujercita con trece y catorce años, con el rímel extendido por los párpados, la seductora purpurina por las mejillas y el infantil vestido colocado por estricta orden de la madre en su cuerpo. En aquella época también se empezaba a probar el primer tiro a la diana con esas escopetas desviadas que están más pensadas para recaudar fondos que para conseguir regalos. En aquella época se experimentaba en las entrañas el cosquilleo mezcla de la elevación y descenso de una caída libre y la angustia de no soltar una lágrima tímida delante de la amada de coletas y falda por encima de las rodillas.

Pero el tiempo pasa y a la edad de dieciséis años la mirada del adolescente fue dirigiéndose hacia la falda más corta, las piernas más cuidadas y el maquillaje perfilando los rostros de las gatitas que, con un ímpetu impropio de ellas, bailoteaban al son de un ritmo más bien pensado para dar saltos de euforia. Los labios sabían estremecerse por entonces con el contacto, por una parte, con los ajenos labios femeninos y, por otra parte, con la boquilla de una botella de moscatel o un vaso de un licor de coco al que todos llamaban Malibú con piña —y que terminó teniendo más sabor a agua, con los años, que a piña y coco—. Y si en algún momento la gente que habitaba la carpa junto con los leones que lamían caras, los elefantes que alzaban a las doncellas en alto, los acróbatas que se colgaban de los hierros y se subían en las mesas, y los payasos que trataban de controlar la humorística situación, se veía inmersa en una enorme turba que se movía en masa hacia la puerta, lo cual sólo significaba una cosa, pelea, no había otra salida, aparentemente sin peligro alguno, que seguir a la muchedumbre y salir de la carpa para evitar caer en el centro de la diana y recibir un golpe bajo.

Con diecisiete años el adolescente había empezado a vestir camisa negra y pantalón blanco con zapatos negros a juego con la camisa y se había familiarizado con el amargor del güisqui que, acompañado de dos generosos cubos de hielo, hacían mejor compañía que el circo de payasos que rondaba a su alrededor. Entonces se entretenía bailando con sus amigos, dejando de lado las atracciones que otrora había tenido por un paraíso, y cambiando de ideas con respecto a la multitud en movimiento hacia la puerta cada vez que alguien se agitaba a destiempo.

A los dieciocho y diecinueve años, el adolescente que una vez vistiera vaqueros anchos y camiseta, y que deseaba que llegase la fecha clave para saltar por los aires y palpar las nalgas de la joven más cercana y de más sensuales atavíos, había cambiado por completo su forma de ver aquel circo que en su niñez tanto amó, y podía ver desde fuera cómo los payasos hacían gracias sin gracia a los pequeños y mayores —pero nunca mayores que ellos—, cómo los leones dejaban de lamer las mejillas para acercarse de modo traicionero a otras zonas, cómo los elefantes no sólo subían a las doncellas en volandas, sino que se las llevaban a un lugar apartado donde jugar con ellas, y cómo los acróbatas subían por lo alto con la ayuda de un producto que había provocado, poco a poco, el completo descontrol del mundo en el que vivía. Entonces no pudo sino dar otro sorbo al güisqui en vaso corto, ahora con placentero sabor en el paladar y un estremecimiento mientras hacía contacto físico con la garganta, eso sí, sentado en un bar, con sus verdaderos amigos, una conversación interesante y más ganas de vivir que de matar, mejor sensación frente al caos generado por unos polvos blancos y la poca vergüenza de su generación, con la satisfacción de haber visto aquel proceso desde una perspectiva cada vez más externa, y más alejado de los acróbatas, los elefantes, los leones y los payasos.

4 comentarios:

El Pater dijo...

Ya no se maquillan los payasos, se maquillan las gatitas con intención de capturar al elefante que con la trompa le hagan ser gatas cuando aún están rompiendo la placenta. Y es que el circo es un circo, y allí todo es magia e ilusión, a veces es pura magia salir vivo de allí, y se tiene ilusión por salir vivo una vex más.

Gran texto, sí señó

Jorge Andreu dijo...

Muchas gracias por comentarme, primo. Como te he dicho, no sé si me gusta más la firma o el texto, jaja. Cuánta razón tienes: en el circo todo es magia e ilusión. Magia e ilusión...

Un abrazo muy fuerte.

monic dijo...

Jope, esta fenomenal, como se nota que estas estudiando una carrera...xd
La verdad es que el circo para mi no ha significado esa magia que tu describes, pero sé que para muchos niños si. La adolescencia cambia pero los sueños y deseos juntos con la magia de la niñez,no.

Jorge Andreu dijo...

A monic: Muchas gracias por pasarte por aquí, Mónica, me alegra mucho ver que lees mis entradas. Lo que dices del circo creo que está acorde con tu forma de ser, al menos por lo que te conozco, pero el circo en este relato no era sino una metáfora de lo que es para mí una fiesta donde los que asisten (los payasos del circo) sólo buscan meter mano y llevarse a las gatitas a otra parte.

Gracias por venir, espero verte más veces por aquí.

Besos.