lunes, 20 de febrero de 2012

20.02

El día que la televisión española catalogó de irrepetible en muchísimo tiempo, hubo un accidente doméstico. Fue hace ya diez años, el veinte de febrero de 2002, cuando el crepúsculo ya había dejado atrás las penumbras y la oscuridad reinaba en las calles. Las cadenas televisivas retransmitían el momento en directo. Iban a dar las ocho y dos minutos de la tarde y el mundo se detendría un momento para luego continuar indiferente su giro habitual. No tan indiferente, por orden del médico se ejercitaba en la cinta de correr de su gimnasio el protagonista de este infeliz recuerdo, que, además de obeso y asmático, era supersticioso.

Antes de encender la cinta estática y comenzar su tortura, este hombre no se había fijado en la hora: faltaban dieciocho minutos para las ocho. Si se agitaban sus nervios cuando un gato negro se cruzaba en su camino, o cuando pasaba por una obra y en su acera había un andamio bajo cuyo techo debía atravesar un tramo, cuál no sería su reacción al ver en el cronómetro los números malditos de aquel día, los números que tanta inquietud publicitaria causaran a los productores y directores de los programas, que hasta destinaron una sección al acontecimiento. No, no se percató de la gravedad del asunto y cuando cayó en la cuenta ya era tarde.

Los veinte minutos diarios que impusiera el doctor se convirtieron de pronto en los más largos de su vida: de inmediato, por su frente cayeron chorros de sudor, se empapó la camiseta y su corazón palpitó con fuerza desde el primer kilómetro. En el gimnasio tan sólo resonaban sus pisadas y, de fondo, en la habitación contigua, el discurso poco elaborado de un presentador que ya empezaba a comentar la extrañeza del asunto. El corredor luchaba con vehemencia por vencer el agotamiento y trataba de olvidar las palabras de la televisión. Respiraba cada vez con más ímpetu, pero cada vez eran menos útiles sus esfuerzos por recuperar el aliento. Cada vez, por cierto, la hora de la verdad estaba más próxima.

Cuando dieron las ocho y dos minutos, mientras se suavizaban las luces del plató, el presentador, hombre apuesto y atractivo, gritó por la ilusión de vivir aquel momento, sin saber que en un lugar del mundo, como todos los días, una persona luchaba por su vida.

En efecto, el contrarreloj de la cinta estática marcó los veinte minutos de actividad física y el hombre sintió una explosión en su pecho. Al cabo de los dos mismos segundos, el azul de la pantalla de la máquina ennegreció y se apagaron las luces del gimnasio. El silencio inundó todos los rincones; tan sólo se oyó un golpe seco, como de cien kilos cayendo inertes al suelo. Luego, nada más. Ni respiración entrecortada, ni quejidos. Silencio.


Jorge Andreu

8 comentarios:

Isabel Martínez Barquero dijo...

Totalmente extenuado por cumplir una proeza de nuestra época: ser admirado por las masas sedentarias que se esconden detrás de una pantalla de televisión.
Buen relato, Jorge. Conciso y certero, logra su objetivo: hacer sonreírse al lector por estos tiempos. Los atletas iniciales eran jóvenes héroes que se medían en Olimpia. Hoy, cualquier hijo de vecino puede aspirar a ser héroe en un plató televisivo, aunque en ello se deje la vida.
Un abrazo.

Jorge Andreu dijo...

Muchas gracias, Isabel. Me alegra mucho verte por aquí, y aún más con esos comentarios tuyos. Efectivamente, sin dar nombres, hay pseudohéroes detrás de las pantallas, y muchos antihéroes que se dejan la vida en una cinta estática por pretender alcanzarlos. Un placer, como siempre, recibir tu lectura, amiga mía.

Un abrazo

Jorge Andreu

Susana dijo...

Echaba de menos leer relatos tuyos.
Hoy he tenido un ataque melancólico, necesito hispánicos en mi vida, me tranquiliza saber que queda gente así en el mundo.
Un beso grande.

Jorge Andreu dijo...

Susana, pronto volveremos a vernos y podrás calmar esa melancolía. Los hispánicos aún seguimos aquí, lo sabes. Espero que, por lo demás, todo vaya bien por las tierras salmantinas.

Otro beso

Jorge Andreu

Alberto Cancio García dijo...

Aspirar a algo que no somos y perecer en el intento... La vida misma, prácticamente siempre.

Excelentes imágenes, hermano.

Jorge Andreu dijo...

La vida, querido Alberto, es siempre lo mismo. Cada uno a su manera, todos llegan a la misma meta. Unos trabajando como mulos, otros como marqueses y muchos ejercitándose en busca de salud.

¿Sabes que este relato lo escribí en la taberna de los piratas mientras te esperaba el último día de agosto, horas antes de que compartiéramos hasta un accidente de tráfico?

Un abrazo, amigo mío.

Jorge Andreu

Alberto Cancio García dijo...

¡¡Vaya!! Qué recuerdos... A aquel día debo una increíble guitarra eléctrica, y la certeza de que ya nunca podríamos olvidarnos el uno al otro, jaja!! Esa noche vivimos la poesía de verdad, sin letras.

Por cierto, no sé si te lo dije: Han reabierto esa taberna en otro local, en la misma acera y un poco más cerca de mi casa. Volver a Cádiz significará volver a escribir por allí. Aunque la Clandestina y tú sois partes indisolubles de un todo, pásate, es más grande y tiene incluso un cuarto apartado muy al gusto de los escritores. Ah!! y un teclado de esos raros de viento!!

Un abrazo polaco, hermano.

Jorge Andreu dijo...

Me lo dijiste, amigo Alberto. Pero aún no he podido pasarme por allí. Cuando tenga un hueco y mi bolsillo se haya recuperado un poco, haré una excursioncita.

Un abrazo.

Jorge Andreu