viernes, 9 de abril de 2010

Un día salpimentado con viento de guarnición

Después de los preparativos necesarios para emprender un viaje de ida y vuelta, mochila al hombro y bloc de notas al bolsillo de la chaqueta, me he despedido de mi amiga —ésa que tanto cariño me demuestra y cuyo bostezo matinal me impide hacerle una caricia desde cerca—, he salido a la calle en busca de la aventura de una nueva jornada y he recibido un azote del viento. Cabello al aire tras larga sesión de engominado, me apresuro a cruzar la esquina de la calle y girar a la izquierda con la esperanza de hallar un muro que detenga la fuerza del viento, pero no se cumple mi deseo. Quince minutos, pues, de dura lucha contra la ira de la naturaleza, contra el mundo, como si dijera.

Me cruzo en un estrecho callejón con una niña y percibo el miedo dibujado en su mirada, la huida en las vibraciones de su carrito sobre los adoquines, más la detención de su carrera por la llamada de su madre, que le tiende el bocadillo —«te lo has olvidado, luego dirás que no estoy pendiente»— y me saluda. Yo le dedico una sonrisa y veo un cambio inesperado en el gesto de la niña: ya no siente miedo, no sé si porque el viento se ha detenido un momento y ya no agita mi pelo, o porque me ha visto sonreír; en cualquier caso, soy capaz de seguir adelante, consciente de mi aspecto y de que no soy responsable de la fuerza de la vida. Así llego, con mil pensamientos en la nuca y otro tanto en la frente, hasta el puente que separa la acera de la estación de ferrocarril. Cientos de obreros trabajan frente a la carretera. El polvo se levanta con el viento y penetra en mis ojos; los entrecierro y se torna mi gesto en una inevitable mueca de desprecio.

Con el ceño fruncido recorro una distancia que, aun breve, resulta crítica, pues la carretera está abarrotada de coches y más de uno toca el claxon cuando intento cruzar. Miran mi cara de desprecio y hacen caso omiso de mi mirada de peatón. Yo no desprecio a nadie: sólo es el soplo del viento, que atrae la arena hacia mis ojos y me hace parecer enfadado. Pero estoy feliz, es San Viernes, patrón de todos los vicios.

Después de atravesar la calzada por el paso de peatones, gracias a un amable conductor que, a diferencia de los demás, me ha dejado el paso libre, después de cruzar un puente compuesto tan sólo de inestables andamios, un puente provisional que han puesto hasta concluir el soterramiento de la estación de trenes —mis hijos podrán verlo—, después de pisar tierra firme y acceder a la pequeña cabina donde residen las máquinas expendedoras de billetes, mientras pulso y pago mi título de transporte de cercanías, un hombre de avanzada edad, con gorra y chaquetón verde, me pide ayuda. Extiende su mano y me da dos euros para que compre un billete de ida. Yo lo hago y le pido por orden de la máquina diez céntimos más. El billete se imprime y el hombre despistado me lo agradece con acento sudamericano. Mi cara de desagradecimiento no ha sido tan maleducada como habrá pensado quien vea mi aspecto al contacto con el exterior, mi chaqueta vaquera y mi camiseta negra, mis barbas de varios días y mi cabello revuelto. Muchos dicen que voy despeinado porque soy un poeta bohemio. No me despeino por ser poeta. No me despeino yo mismo. Y no soy poeta. Sólo miro el mundo, la realidad, a través de otras lentes, con mucho amor y melancolía: el viento me acompaña al respirar, la tristeza suena a carcajadas cuando río, la pluma se abraza muy cariñosa a mi mano y a cada momento la música resuena en mi respiración. Pero no soy poeta. Quisiera ser bohemio.

Pasada la eterna espera en que la gente me ha dirigido miradas extrañas cuyo motivo desconozco (yo en tanto he pensado muchas cosas acerca del mundo), llega el tren, subo en él seguido del hombre sudamericano y encuentro un asiento libre. Leo sentado en la ventanilla durante un trayecto de media hora, después recorro parte de la ciudad en veinticinco minutos y llego, por fin, a mi destino. Una clase, dos finales de libros destripados, tres apuntes. Un desayuno. Una sesión de piano. Unas anotaciones en el bloc de notas mientras aguardo la salida del tren de vuelta. Un rato de descanso, lectura y reposo del almuerzo. Unas horas de estudio. Una canción de Extremoduro, una de Sabina. Un poema de José Hierro…

De pronto, el reloj marca las ocho y suena el timbre: ha llegado el momento. Me levanto, atiendo la llamada, beso a mi chica, la invito a pasar y, mientras aguarda un momento, pongo punto final a un cúmulo de palabras raídas. Apuro el café. Firmo. Me crujo los dedos. Apago la lámpara de estudio… Sí, es cierto: la vida ha seguido su curso.


Jorge Andreu


2 comentarios:

Alberto Cancio García dijo...

Título del artículo: Un día en la vida del escritor Jorge Andreu xD Buen ritmo, hermano.

Jorge Andreu dijo...

Jaja, gracias, hermano de tinta. Un día más, claro. Hay tantos iguales y al mismo tiempo tan distintos... pero últimamente todos llenos de viento y miradas extrañas.