jueves, 12 de julio de 2012

Envidia

A cinco millones de personas

Siempre me gustó este sendero. Así, todo poblado de hierbas oscuras, donde a esta hora ya no pega el sol, donde la brisa ya permite pasear sin derramarme de bochorno. Por eso he venido, por eso pretendo llegar hasta el fin del camino, disfrutar de las vistas y regresar satisfecha de haber hecho un buen viaje. 

Por esta senda corren deportistas de cuerpos esmirriados, aún tan blancas sus espaldas que diríase que son migas de pan. Pasan por mi lado como si los arrastrara el viento, y apenas saludan. Al despegar la vista de la hierba, diviso a lo lejos dos montañas, donde se esconde el sol. Brillan sus destellos tras la silueta, y por el murmullo que envuelve el paisaje, algo así como un quejido del planeta al llorar, parece que la luz rozara ambas cumbres causando en ellas un estremecimiento de placer. Me consuela pensar que allí, al final del camino, encontraré un lugar apetecible.

Recorro a paso lento este campo, sin dejar de sentir en ningún momento la lengua del tiempo, que me susurra en la nuca y acaricia mis orejas. ¿Será el recuerdo de un amante? Hace tanto que dejé de sufrir sus abandonos. Estoy vieja ya, sólo sirvo para andar a tientas por los restos de una vida que voló por encima de mí. Aunque a veces necesite emprender yo también el vuelo.

Creo que llegaré pronto al final de la senda. No me gusta esta parte, he tenido que saltar un agujero en el último momento. Es como si en este fragmento de la llanura hubiesen arrancado toda la hierba y ahora sólo hay tierra mojada. Pero trato de avanzar, no quiero mirar atrás sobre mis pasos, así han transcurrido todos estos años.

De pronto, me veo azotada por una tormenta de arena. Huele a humo de tabaco y me empuja con fuerza, con saña. Me hace permanecer inmóvil para no terminar arrastrada por la superficie. Resistiré. Estoy segura.

…Creía que podría resistir, que llegaría hasta el final. Detrás de la tormenta no vino la calma, sino una mano gigante de un dios pagano que me expulsó lejos de la explanada. Me sentí obligada a mantenerme sobre mis alas, agitando los colores de mi coraza mientras veía al lector envidioso con aquellos ojos gigantes clavados en su libro. Y, sin remedio, tuve que emigrar.


Jorge Andreu

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